Atrapados en el haiga sido como haiga sido
López Obrador ha cuestionado las malas prácticas, pero actúa ahora similar a ellas: madruguetes en las cámaras y alianzas con gobernadores impresentables por conveniencia política
Tocamos fondo cuando el presidente electo Felipe Calderón, en respuesta a las irregularidades de su triunfo electoral, soltó el famoso “haiga sido como haiga sido” para restar importancia a la manera en que se llegó al poder y lo mucho que, una vez llegado a él, podría hacer para cambiar las cosas. No fue así, pero allí quedó el célebre eufemismo para justificar la búsqueda de una gloriosa meta, así sea mediante un execrable procedimiento. El fin justifica los medios, hacer mal para hacer el bien, infamias indignas en aras de la noble causa.
Por desgracia la historia ofrece un largo inventario de las crueldades y las abominaciones que se han cometido en nombre de paraísos no alcanzados. Las grandes causas, como el arco iris, suelen alejarse a medida que caminamos hacia ellas, pero lo que sí queda es un largo camino devastado durante el proceso de alcanzarlos.
El filósofo de la comunicación Marshall McLuhan se hizo célebre con el famoso texto “el medio es el mensaje”. Se refería a la forma en que un medio se incrusta en cualquier mensaje que transmita o transporte, creando una relación simbiótica en la que el medio influye en cómo se percibe el mensaje. Aunque pensado para otras cosas, es un principio que muy bien podríamos aplicar a la ética de la vida pública. Y es que la verdadera calidad de un movimiento político y/o social no reside en la nobleza de las banderas que enarbola, sino en la manera en que se empeña en conseguirlas. Las organizaciones tendrían que ser valoradas no por sus inspiradas declaraciones de principios sino por la congruencia de sus acciones concretas.
A mi juicio Andrés Manuel López Obrador ha conseguido logros importantes en su esfuerzo por dar un giro a las actividades del Estado en favor de los desprotegidos. Al margen del mayor o menor mérito de cada uno de los programas, es una lástima que el presidente no haya aprovechado su enorme movimiento renovador para modificar la ética política del país. Y más lamentable aún porque inicialmente esas eran sus intenciones.
El haiga sido como haiga sido que le aplicó Calderón no solo le quitó la presidencia en 2006, parecería también haberlo contagiado. Para 2018 López Obrador asumió que sin aliados nacionales como los impresentables del Partido Verde, o fuerzas regionales como los de Napito y una legión de hombres fuertes o empresarios como los Jaime Bonilla, no sería capaz de hacer reconocer su triunfo en las urnas. Estaba consciente de que eran fuerzas ajenas a sus causas, y en algunos aspectos contrarias a ellas (difícilmente podría encontrarse un origen social e ideológico más a contrapelo del obradorismo que los “niños verdes” que ahora se benefician de él), pero por sus propias querellas y necesidades estos actores estaban dispuestos a sumarse a su candidatura. Alianzas incómodas obligadas por la necesidad de llegar al poder para cambiar las cosas. Y, en efecto, muchas cosas han cambiado, pero no esa.
El problema es que el “haiga sido como haiga sido” es una actitud que genera adicción. Una vez en el poder tiene que seguirse poniendo en práctica en aras de la causa. Expedientes judiciales para reducir a líderes opositores, no para llevarlos a tribunales; chicanadas en la tribuna para sacar adelante propuestas presidenciales sin que se altere una coma; atropellos a las normas para hacer posibles las grandes obras públicas. Porfirio Muñoz Ledo ha acusado a Morena de ser el partido más corrupto. No estoy seguro de que Morena sea el líder de esa competencia tan reñida, ni tampoco de los motivos de Porfirio al señalarlo. Pero ciertamente, Morena, Movimiento Regeneración Nacional, no se caracteriza precisamente por la probidad de sus procesos internos o la pulcritud de sus candidatos, como tendría que haber sido de parte de una organización interesada por limpiar de corrupción al país. Ganar a cualquier costo se convierte en un amo devorador que impone condiciones y aniquila inocencias.
Una y otra vez López Obrador ha cuestionado las malas prácticas políticas y ciudadanas que se reflejan en las consignas del tipo “el que no transa no avanza” o “el gandalla no batalla”. Y qué bien que lo haga. Pero habría sido mejor que el obradorismo lo hubiese puesto en práctica y se hubiese constituido en un movimiento político ajeno a estas conductas. Por desgracia, las necesidades de enfrentar a conservadores y adversarios, y de responder a las malas artes que les atribuyen, han llevado a actuar de manera similar a ellos. Madruguetes en las cámaras, alianzas con gobernadores impresentables por conveniencia política, reinterpretación de los usos y posibilidades presidenciales para utilizarlos a su favor.
El mandatario no percibe que al utilizar todas las argucias o triquiñuelas, muchas de las cuales pueden ser legales pero resultan avasallantes, preserva en política el comportamiento de “agandalle” que pretende combatir. Y habría que poner en la balanza si las buena causas que persigue con tales prácticas justifican la oportunidad perdida de mostrar una manera distinta de hacer política. No veo de qué manera consentir a los verdes, dejar intocados los privilegios de empresarios como Ricardo Salinas o las canalladas de políticos como Alito, pueden abonar a construir una nación con otro tipo de valores, como el presidente busca. Gracias a ellos ha ganado batallas, pero al hacerlo me pregunto si con ello pierde la guerra en contra del país del agandalle.
Obviamente México está partido por visiones distintas de proyecto de país. Y sería ingenuo creer que alguna vez podamos ponernos de acuerdo y convertirla en una sola. Lo único que podemos hacer es encontrar maneras de resolver una y otra vez nuestras diferencias a través de mecanismos decorosos, dignos, respetados por las partes. Y eso no lo conseguiremos ejerciendo el derecho a avasallar. Desde luego tiene razón López Obrador cuando asegura que el suelo está disparejo y para colmo los poderosos actúan de mala fé; pero me parece que llevar la cosa pública a otro terreno disparejo, donde las fuerzas progresistas tengan ventaja, no hace sino perpetuar malas prácticas por parte de los que ocupen el poder. La única realidad que tenemos es el presente y es en el presente en el que tenemos que poner en práctica las convicciones. Nuestros métodos no pueden ser los mismos que los de un sistema que pretendemos cambiar, solo porque demos por sentado que nuestros ideales son mejores. Los medios que utilicemos son el verdadero mensaje.
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