Tijuana, la última frontera de la crisis de refugiados de Ucrania
El mayor éxodo de personas en décadas se agolpa a las puertas de Estados Unidos, donde cientos de ucranios que huyen de la guerra llegan cada día con el sueño de iniciar una nueva vida
En la cabeza de Nikita Sokolov, la guerra en Ucrania se acaba en California. El inicio de ese sueño y el final de esa pesadilla se encuentran en Tijuana, en la frontera entre México y Estados Unidos, la última parada antes de llegar a la tierra prometida. Tras el estallido del conflicto armado, el Gobierno de Joe Biden anunció a finales de marzo que su país iba a recibir a 100.000 refugiados. Y miles ya han emprendido el viaje para iniciar una nueva vida en América. “He perdido mi casa, mi negocio, familia y amigos”, cuenta Sokolov, de 35 años. “Lo perdimos todo, pero hoy tenemos otra oportunidad”.
Sokolov no sabía prácticamente nada de Tijuana antes de aterrizar, hace apenas unas cuantas horas. México es un terreno inhóspito para los más de 2.000 ucranios que han llegado en los últimos días, según los cálculos de las autoridades. La mayoría no habla español ni inglés. Pero en la Unidad Deportiva Benito Juárez, donde se habilitó un albergue a espaldas del muro fronterizo, no hace falta. Es una Kiev en miniatura. Todos los letreros están en ucranio y ruso, las banderas de Ucrania se mecen con la brisa del océano Pacífico y el borscht y las recetas de casa se sirven a diario.
La cancha de básquetbol del gimnasio está desbordada de literas y colchonetas, entre adultos exhaustos que se tumban en el suelo y niños que corren y arman rompecabezas para matar el aburrimiento. Adentro ya no cabe nadie más y el campamento crece todos los días. En unas cuantas horas se tuvieron que instalar varios toldos y más camas en las canchas que no están techadas y las jardineras se llenaron de tiendas de campaña. Los que están afuera se aferran al fresco de la sombra y a sus botellas de agua: cambiaron las nevadas de casa por el sol de Tijuana, donde el termómetro marca más de 30 grados. Pronto tendrá que ampliarse el espacio hacia los campos de fútbol y béisbol. Los diez vuelos diarios desde Ciudad de México y Cancún vienen abarrotados: cerca de 400 refugiados llegan todos los días.
El deportivo Benito Juárez se convirtió en la pequeña Kiev el pasado fin de semana. Antes, los primeros ucranios se asentaron en un pequeño campamento cerca de la garita de San Ysidro, el paso más grande de la frontera más concurrida del mundo. Una estación de autobús y una jardinera albergaban entre 300 y 400 personas cada noche. Todo eso se volvió un pueblo fantasma en cuestión de horas, tras ser clausurado el pasado miércoles. Ese espacio minúsculo tenía comedor, un área infantil con juguetes y libros para colorear, una clínica de primeros auxilios, una oficina de atención psicológica y hasta una zona de masajes desestresantes.
“Todo esto ha sido gracias al esfuerzo de muchísimos voluntarios, organizaciones e iglesias que hemos trabajado juntos”, cuenta Inna Levien, una mujer bielorrusa que vive hace nueve años en California y que cruzó a México para ayudar. La comunidad ucrania y eslava en Estados Unidos se ha volcado en apoyar a quienes llegan. El despliegue inicia desde el aeropuerto de Tijuana, donde un grupo de bienvenida da informes en ucranio a quienes llegan y los trasladan al albergue.
Incluso, el comité de acogida ha desarrollado su propia aplicación para dar seguimiento en tiempo real a cada refugiado y organizar un sistema de turnos para que los puedan procesar las autoridades migratorias. “Estoy impresionada y conmovida por todo lo que han hecho por nosotros”, dice Daniela Kerr, una joven de Dnipro que tiene el turno 2.270 y espera encontrarse en Florida con su esposo, un profesor estadounidense.
Tijuana creía haberlo visto todo en temas de migración, hasta que se topó con los ucranios. Nunca un grupo de migrantes había estado tan organizado. Enrique Lucero, el jefe municipal de Asuntos Migratorios, refiere que la llegada de personas de Europa del Este a México comenzó a aumentar desde mediados del año pasado. Más de 28.000 personas de Ucrania y 75.000 de Rusia ingresaron al país en 2021, el triple en comparación con 2020, según estadísticas oficiales. Tan solo en enero y febrero han entrado más de 9.000 personas con pasaporte ucranio y casi 30.000 rusos. Ninguno necesita visa y todos entran como turistas, pero muchos han cambiado las playas por los trámites de asilo y refugio en la frontera norte. “Era una migración invisible hasta que llegó la guerra”, afirma Lucero.
Las rutas que han tomado los refugiados hasta Tijuana son estrambóticas. Tras salir de Ucrania, Roman Biloskalenko, un empleado de Nikopol, pasó por los aeropuertos de Varsovia, Zúrich, Madrid y Bogotá para después hacer dos escalas en México, en Cancún y Guadalajara. Pagó más de 3.000 dólares en los pasajes. Simion Filipov, un marinero de Mariupol, viajó por Estambul, París, Madrid y Panamá. “Ha sido una locura”, resume Filipov, que lleva puesta una sudadera de la NASA que le regaló su hermana, que vive en Seattle, para ponerse a tono con su última obsesión: perseguir el sueño americano. ¿Por qué ir a América y no quedarse en Europa? “Estuve más de un mes en Polonia y no conseguí trabajo, nadie me apoyó y todo está saturado”, asegura Biloskalenko.
Muchos tienen familiares y conocidos en Estados Unidos. “Una bomba destruyó el edificio donde nos estábamos quedando, cayó dos pisos arriba de nuestro apartamento”, cuenta Viktoria Ivanova, una chica de Mariupol de 27 años que viaja con su novio. “Unos amigos nos convencieron de ir a Idaho, nos metimos a un grupo de Telegram donde daban información y ahora estamos aquí”, agrega. “Mi tía vive en Chicago, quiero irme por un tiempo y regresar para reconstruir el país”, explica Dmitro Pushchal, de 25 años. “Mi hermana y mi padre se quedaron en Ucrania, no he tenido comunicación con ellos y no saben que estoy aquí, no sé qué voy a decirles”, confiesa. Anya Rebrova cuenta que su prometido escapó a Los Ángeles durante la guerra de 2014 y que espera volver a verlo para casarse, tras hablar por teléfono todos los días desde hace ocho años. “Todos estos años intenté sacar una green card [residencia permanente], pero bueno, finalmente por la guerra estoy aquí”, dice sonriente.
Es el mayor éxodo de personas desde la Segunda Guerra Mundial, con más de 4,2 millones de personas fuera de Ucrania, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). La inmensa mayoría de quienes escapan de la guerra son mujeres, niños y ancianos por la ley marcial que impide la salida de hombres de 18 a 60 años. En Tijuana, sin embargo, muchos de los refugiados están en ese rango de edad. En muchos casos estaban fuera del país cuando inició la invasión rusa, se dieron de baja del Ejército por motivos de salud o contaban con otro pasaporte. Es un tema delicado en donde chocan la lucha patriota y la necesidad de salvar la vida. “Fue una decisión difícil”, admite Sokolov.
Las autoridades de Tijuana hablan de una “migración sofisticada”, muy diferente a lo acostumbrado: sin la intención de quedarse en México, con mayor poder adquisitivo y la posibilidad de hospedarse en hoteles. La flexibilidad de México frente a la migración y la pandemia explica en parte lo que se ha visto en los últimos días. El anuncio de acogida de la Administración de Biden acabó por disparar las llegadas. Lo que empezó como una promesa política se convirtió en un fenómeno migratorio a más de 10.000 kilómetros de donde se desarrolla la guerra.
Mientras los medios hablan de la pequeña Ucrania, el temor del Gobierno municipal era convertirse en una “pequeña Polonia” por la llegada masiva de personas que huyen de la guerra. “Se estaba desbordando la situación”, reconoce Lucero. A eso se suma la aplicación del Título 42, una medida del Gobierno de Donald Trump que expulsa y obliga a esperar en México a todos los solicitantes de asilo bajo el pretexto de contener la pandemia. La decisión de EE UU de paralizar el sistema de acogida en los últimos dos años ha tenido un impacto enorme en la frontera: decenas de miles de personas están varadas desde hace meses y el año pasado se rompieron todos los récords de detenciones de migrantes sin papeles: fueron arrestadas 1,6 millones de personas.
En ese contexto, el trato preferente de Estados Unidos a los ucranios ha estado envuelto por la polémica. La patrulla migratoria (CBP) abrió la garita de El Chaparral, que lleva casi dos años cerrada, solo para atenderlos. Está admitiendo en el país a unos 25 refugiados cada hora. Y la gente de Ucrania ha conseguido en un par de días lo que las personas de otras nacionalidades no han logrado en meses o años. “Es injusto, todos nos merecemos una oportunidad”, reclama Carmen Rivera, una hondureña de 26 años, que espera con sus dos hijos en Tijuana desde hace diez meses.
Rivera vive en el Albergue Embajadores de Jesús, en una zona conocida como Little Haiti. El refugio está al final de un camino sin pavimentar y lleno de basura, en el fondo de un cañón, que queda prácticamente incomunicado cuando llueve. Esos contrastes se han hecho más evidentes que nunca. El propio Deportivo Benito Juárez albergó a la caravana de migrantes centroamericanos de 2018, pero era como estar en otra dimensión: el hacinamiento entonces era mucho peor, así como las condiciones mínimas de salubridad.
Es un debate abierto, atravesado por la respuesta política de Washington hacia la guerra, la insuficiencia de apoyos a los centroamericanos y acusaciones de discriminación: la dicotomía entre los blancos y los morenos, los ricos y los pobres, los privilegiados y los rechazados. Los rusos, que escapan de su propio Gobierno, están relegados como el resto y son orillados a esperar en México o cruzar ilegalmente a Estados Unidos para entregarse y forzar que atiendan sus solicitudes de asilo.
Esmeralda Siu Márquez, de la Coalición Pro Defensa del Migrante, reclama que el trato debe ser igualitario, pero exhorta a no responsabilizar a los refugiados de Ucrania por esas diferencias. “Los responsables, en realidad, son las autoridades de Estados Unidos, ni siquiera las de México”, afirma. Siu Márquez señala que la llegada de los ucranios también choca con la imagen que se tiene en México de cómo se ven los migrantes, refugiados y solicitantes de asilo. “Esto rompe el esquema al que estábamos acostumbrados, pero hay que entender el contexto, son personas que huyen de una guerra”, asegura.
“Mientras no haya ningún cambio en la tendencia de la guerra en Ucrania y no se abran otras rutas que permitan un tránsito regular, es posible que sigamos viendo un número importante de personas cruzando por Tijuana”, señala Joseph Herreros, representante asistente de Protección de Acnur. Ante la posibilidad latente de un efecto llamada, Tijuana confía en que el tránsito de ucranios a Estados Unidos sea rápido para que no colapse el sistema de acogida y que a finales de mes se elimine el rezago que hace que cientos de personas tengan que esperar en suelo mexicano. El reto mayor llegará el próximo 23 de mayo, cuando está previsto que se levante el título 42, lo que muy probablemente vuelva a disparar los flujos desde Centroamérica, mucho más grandes y sin desahogo inmediato en el sistema estadounidense. “Tijuana ya es un cuello de botella”, dice Lucero.
Mientras eso pasa, en la pequeña Kiev de Tijuana suena el mariachi y se reparten tacos. Familias repletas de niños esperan pasar la noche del otro lado del muro. Y las maletas van cargadas de sufrimientos y anhelos en tierras lejanas. “Estoy tan cerca de cumplir este sueño, que ya puedo oler Estados Unidos”, dice Sokolov, a la espera de reencontrarse con su hijo en los próximos días.
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