Un lápiz abstracto en México llamado Vicente Rojo
El artista mexicano rompió con la escuela de los muralistas y le deja al país un gran legado en el mundo de la gráfica y el arte abstracto
Los primeros recuerdos visuales de infancia del gran artista mexicano Vicente Rojo, quien falleció el miércoles en la Ciudad de México a sus 89 años, eran imágenes de bombardeos o refugios antiaéreos en medio de la Guerra Civil española. “El primer recuerdo de mi vida es la imagen de la reacción que hubo en Barcelona frente al alzamiento militar de Franco. Yo lo veía todo a través de la ventana de mi casa. Por entre los edificios y de cuanto podía observar desde allí, se me aparece una imagen muy poderosa, muy nítida plásticamente: los camiones que pasaban con gentes gritando o cantando mientras enarbolaban armas y banderas”, contó hace unos años Rojo al escritor español José Miguel-Ullán. “Empiezo a ver el mundo a partir de esa doble imagen que tiene, tal como la miro en aquel momento, el sentido de la fiesta y la tragedia”.
La obra artística de Vicente Rojo —que se traduce en decenas de cuadros, esculturas, dibujos, relieves, y un sin número de ilustraciones gráficas para editoriales y prensa escrita mexicana— podría definirse en parte a partir de esos paralelismos geométricos que observó detenidamente el niño español desde el cuadro de su ventana. La familia tuvo que escapar en esos años de la persecución de Franco a la izquierda, y los Rojo encontraron refugio en México, un país en el que Vicente encontró no solo un terreno fértil para convertirse en artista, sino una oportunidad para ver un ángulo más luminoso del mundo. “Aquí encontré una luz hermosa, brillante, clara y un ambiente libre”, dijo en una entrevista a El PAÍS. “Supe que este iba a ser mi país desde que puse un pie”.
Rojo es uno de los artistas más importantes del arte abstracto en México. Viajó de los círculos, a los semicírculos, a los triángulos, a las líneas, a las pirámides de su famosa colección de esculturas pequeñas y gigantes en Volcanes Construidos. Vivir en Ciudad de México es ver las formas circulares o rectas de Vicente Rojo sin saber que se está viendo un Vicente Rojo: un logo circular del diario nacional La Jornada fue hecho por él; una capilla semicircular con mosaicos azules adorna el Centro Nacional de las Artes; la Secretaría de Relaciones Exteriores está decorada con una de sus esculturas más conocidas: 1.034 pequeñas pirámides de color ocre flotando encima del agua de una piscina. País de Volcanes (2003) se llama este homenaje a la cadena de explosivas cimas en el país que lo adoptó.
Al saber de la muerte de Rojo, un periodista recordó el día en el que un juez le entregó los papeles de su divorcio cerca a la Secretaría, y mirando las pequeñas esculturas en medio de su tragedia personal, “surgió un silencio mental al pensar que soy sólo un explorador y observador de la humanidad”. Las formas geométricas de Vicente Rojo no eran sencillas, mirarlas genera más preguntas que respuestas, pero obligaban a eso: observar más allá del horror o la alegría.
Rojo fue pionero en México en la generación de artistas que se conocían como el grupo de la “ruptura”: todos aquellos que no sólo desafiaron el arte figurativo sino a los famosos muralistas mexicanos que habían asociado el arte del país más al nacionalismo o a la militancia de izquierda. Aunque Rojo empezó su educación formal con ellos, en la escuela La Esmeralda donde fueron maestros Diego Rivera o Frida Khalo, los pioneros de “la ruptura” —que Rojo prefería llamar “la apertura”— los desafiaron abiertamente. Cuando David Alfaro Siqueiros publicó un manifiesto en el que les decía a la nueva generación que “no hay más ruta que la nuestra” en el arte, artistas como Rojo dijeron que no, que sí había otra ruta. “Esa frase nos parecía totalmente inadecuada, incorrecta y dictatorial”, dijo hace unos años Rojo en un reportaje de la Universidad Autónoma de México. “Lo que había que hacer era totalmente lo contrario: crear muchas rutas, abrir muchas puertas, muchas ventanas”. Los artistas de la ruptura —Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, Lilia Carrillo y Rojo— nunca hicieron manifiestos como los de Siqueiros, pero lograron abrir la ventana para darle más aire al arte abstracto mexicano.
Pero el segundo enorme aporte de este artista al mundo visual mexicano tiene que ver con su trabajo como diseñador gráfico, más allá de su logo para La Jornada: hizo posters para eventos homenajeando a Erik Satie (una de sus grandes influencias fuera de México), Samuel Beckett, Luis Buñuel o Alfred Hitchcock. Uno de sus primeros trabajos como artista gráfico fue en el suplemento México en la Cultura, dirigido por uno de los principales intelectuales del país, Fernando Benítez, y con el tiempo, Rojo se acercó a los escritores del boom latinoamericano que le permitieron ganarse un puesto como uno de los ilustradores más prestigiosos para sus libros (Rojo fue, además, cofundador de la editorial ERA). Ilustró las portadas de Las Batallas del Desierto de José Emilio Pacheco, Aura de Carlos Fuentes, La Feria de Juan José Arreola, la traducción de Cómo es de Samuel Becket. Quizás la más famosa de sus portadas fue para la primera edición en 1967 de Cien Años de Soledad, la novela de Gabriel García Márquez en la que Rojo puso una críptica ‘e’ al revés en la palabra soledad.
“Vicente se distinguía del resto de la pandilla por una austeridad monástica, por sus pocas palabras contundentes, por un inconformismo raro que no tenía sosiego”, contó una vez Márquez cuando los dos eran artistas en el México de los años sesenta. “No era fácil relacionar su complejidad con la pureza geométrica de sus cuadros, donde predominaban los azules celestes, los blancos invisibles, los amarillos laminados en espacios tan bruñidos que hasta el papel en que estaban pintados parecía de metal. Es decir: tanto el pintor en su vida, como sus cuadros en las suyas, parecían domados por un pudor que se empeñaba en estallar y no encontraba por dónde”, añadió.
¿A dónde quería escapar Vicente Rojo? Cuando regresaba a sus imágenes de niño en la Guerra Civil española, recordaba también que leía a Verne y a Defoe en la época, “porque ambos crean eso que entonces era el mundo ideal para mi: la isla desierta. Es decir, la posibilidad de crear una realidad distinta a la que había visto (...) de modo que pudiera recomenzar el mundo, la vida”. Vicente Rojo escapó a México y escapó al arte abstracto y creó allí no una isla, sino una realidad muy distinta a la de su ventana en Barcelona. De esa ciudad de infancia también quedó una serie, presentada décadas después de dejar España: Paseo de Sant Joan.
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