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Columna
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¿Hay vida después de la pandemia?

Es evidente que sufriremos consecuencias aunque nos hagamos los fuertes. Será inevitable que la crisis nos golpee y que tarde o temprano enfrentemos sus síntomas

Antonio Ortuño
Dos adultos mayores acuden a un centro de vacunación el pasado 17 de febrero en Ciudad de México.
Dos adultos mayores acuden a un centro de vacunación el pasado 17 de febrero en Ciudad de México.Nayeli Cruz

Comienza marzo. Hace un año que el planeta entró en estado de alarma. Hemos atravesado desde entonces tiempos aciagos y, francamente, es pronto para asegurar que hayamos salido de ellos. La era de la covid-19 parece lejos de terminar: como nos quedó claro, el proceso de vacunación no resolverá todos nuestros problemas, será prolongado y tortuoso y nos llenará de ansiedades una vez más.

Me temo que la marca de esta época endemoniada tendremos que llevarla encima como quien se queda con la cicatriz de una caída o la quemadura de un fuego imprevisto. Aunque no hayamos enfermado, estamos afectados. Y no solo en nuestras rutinas y nuestra economía, sino como individuos y sociedades. Nuestra capacidad para convivir con los demás (y con nosotros mismos, incluso, despojados de las muletas de la socialización cotidiana) ha sido puesta a prueba al extremo por la pandemia y sus prolongadas cuarentenas, cierres y virtuales órdenes de alejamiento, por las angustias de las enfermedades de familiares o amigos y el desgaste de las búsquedas contrarreloj de espacios hospitalarios, medicamentos e insumos.

Encerrados durante largos periodos, acosados por las redes sociales y sus debates enloquecidos, y por los deprimentes noticieros (y por el resto de nuestros problemas habituales, claro, que no se esfuman), bien podemos sentir que el mundo nos aplasta. Y esas olas de malestar han rebasado a las de la enfermedad en sí.

Imposible minimizar a los dos millones y medio de personas que han muerto por la covid-19 hasta ahora (casi 200.000 de ellas en México), y a los más de 100 millones que han sobrevivido aunque que, en muchos casos, enfrenten secuelas de salud tremendas. Pero el daño es aún mayor y pocos han evitado su aguijón.

Conozco al menos dos casos de personas cercanas y queridas que han tenido que recurrir a ayuda psiquiátrica, porque la mezcla del estado de alerta perpetuo y sus propios conflictos les fue imposible de manejar. En ese mismo tenor, una multitud de amigos y conocidos han comenzado o reanudado toda clase de terapias (del psicoanálisis al yoga y del taichi a la ingesta de extractos de boldo) destinadas a sobrellevar mejor el peso de las pérdidas humanas y financieras que han sufrido, o cuando menos, el hostigamiento diario del caos, la incertidumbre y el temor a lo que pueda venir.

Pero son muchos más quienes no cuentan con apoyos o terapias de ninguna clase, ya sea porque no pueden pagar por ellas o porque ni siquiera llegan a plantearse que lo necesiten. Y, sin embargo, del mismo modo que uno puede intoxicarse y no saberlo hasta que tienen que llevarlo a urgencias, es evidente que sufriremos consecuencias aunque nos hagamos los fuertes. Será inevitable que la crisis nos golpee y que tarde o temprano enfrentemos sus síntomas.

Y aquí no vale decir que otras generaciones superaron sin problema sus propios desastres. Que alguien se tome la molestia de indagar las crónicas, historias y testimonios alrededor de hecatombes como el crack de 1929 y la consiguiente Gran Depresión, las Guerras Mundiales (o cualquier conflicto armado), el Holocausto, la epidemia de VIH, etcétera. Mucha gente logró sobreponerse con los años y prosperar luego de ellas, desde luego. Como muchos lo harán ahora. Pero las secuelas profundas, y el daño perdurable en la memoria, se llevó por delante a millones. Ese será el escenario que tendremos que enfrentar luego de que logremos un control mínimo sobre la enfermedad.

La noche aún no pasa, pero en algún momento tendremos que reflexionar lo que haremos por la mañana.

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