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Columna
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Tsë'ëk. La violencia de los otros

La violencia que posee aparato burocrático no se lee desde la élites como violencia desatada, a lo más se la confina en la categoría institucionalizada del “delito” o del “exceso”

Un fotograma de la película 'Nuevo orden', del director mexicano Michel Franco.
Un fotograma de la película 'Nuevo orden', del director mexicano Michel Franco.
Yásnaya Elena A. Gil

Durante casi un año, una buena parte del territorio que hoy corresponde al actual estado de Oaxaca fue un territorio libre de colonialismo. Tal vez habría que matizar, durante casi un año, los pueblos zapotecos, ikoots, mixe, zoque y chontal expulsaron al Gobierno español de sus territorios; en ese tiempo suspendido, las comunidades fueron reguladas por sus propias estructuras de Gobierno y se logró, en los hechos, una autonomía regida por un cabildo propio, un “cabildo de indios”. La rebelión comenzó el 22 de marzo de 1660 en la Alcaldía Mayor de Tehuantepec, un territorio que hoy forma parte del estado de Oaxaca. Las alcaldías mayores eran las unidades administrativas establecidas durante la administración virreinal, un alcalde español controlaba esa unidad a la que las personas de los pueblos nativos tenían que entregar tributo. Para ese entonces, la situación era ya insostenible: los alcaldes mayores de las diferentes alcaldías cometían todo tipo de abusos pero, en particular el alcalde mayor de Tehuantepec, Juan de Avellán, había exigido una mayor carga tributaria; además de las mantas, aves, maíz y diversos tipos de alimentos, la población indígena debía cubrir 20.000 pesos de oro en muy pocos meses, este requerimiento les implicaba mayor trabajo, ya de por sí extenuante, en las diferentes minas de la región. En los documentos que dan cuenta del proceso y sus antecedentes, las quejas de las comunidades indígenas son reiteradas, tal cantidad de tributos desabastecía a las familias indígenas de lo necesario para su subsistencia, además de implicar, en la práctica, trabajo forzado para cumplir la cantidad de mantas y la extracción necesaria de oro. Aun cuando, en teoría, la esclavitud de la población indígena estaba legalmente prohibida, en los hechos la situación distaba mucho de ser así. El incumplimiento de los tributos era castigado con tortura física y azotes en el menor de los casos. Uno de los acontecimientos más indignantes y que colmó la paciencia de la población nativa tuvo lugar el 21 de marzo de 1660 cuando el alcalde Juan de Avellán mandó a azotar a uno de los dirigentes y principales de Tequisistlán por no haber entregado la carga tributaria en la cantidad ordenada, este principal de su comunidad murió como consecuencia de las heridas de los azotes que le fueron propinados.

Al día siguiente comenzó la rebelión. Durante la toma de la hacienda, los rebeldes mataron al alcalde mayor aunque dejaron escapar a su familia. La rebelión tomó el control de la villa y Gerónimo Flores, zapoteca, fue nombrado nuevo alcalde mayor de un cabildo indio. Esta rebelión contagió a toda la región, en la alcaldía mayor de Nejapa y en la de Villa Alta (a la que perteneció mi comunidad), los pueblos zapotecos, mixes y chontales se levantaron después contra el poder de los alcaldes españoles. En estas jurisdicciones, los abusos hacia la población nativa también había sido sostenido y llegado a unos niveles de crueldad extremos que incluía métodos como la muerte por aperramiento de la que muchas personas mixes fueron víctimas. En los documentos del juicio que siguió, se reporta la participación de mi comunidad, Ayutla Mixe, junto a muchas comunidades más, en los levantamientos suscitados por el hartazgo de la población nativa.

Sin embargo, después de casi un año de vida en autonomía, el tiempo suspendido en el que fue posible un gobierno propio como una utópica pausa en medio del orden colonial, llegó a su fin. El regreso del control español estableció castigos ejemplares para quienes encabezaron las rebeliones: el cuerpo de Gerónimo Flores fue desmembrado en cuatro partes, otros líderes fueron ejecutados, desterrados o mutilados. Entre estos dirigentes, se encontraba Lucía María que fue rapada, le cercenaron la oreja y la clavaron después en un pilar de la horca. Esto mismo pasó con quienes dirigieron a las comunidades en las rebeliones de las alcaldías mayores vecinas. La utopía que se había hecho realidad durante un poco más de un año terminó en medio de una violencia concreta y simbólica, el cuerpo desmembrado de Gerónimo Flores dictaba a los cuatro vientos que la única violencia tolerable sería la violencia estructural, sostenida y cotidiana del gobierno virreinal.

Las imágenes de estas y otras rebeliones indígenas volvieron a presentarse en mi imaginación después de ver el tráiler de la nueva película del director mexicano Michel Franco llamada Nuevo Orden, y después de leer sus declaraciones sobre la violencia que se pide a gritos en una reciente entrevista. Mi opinión no pretende, de ninguna manera, ser una crítica a una película que no he visto, sino más bien plantear unas reflexiones desatadas por las declaraciones del director y por la descripción del filme en cuestión que, como se ha reportado, incluye una sublevación de la población indígena.

El temor constante de las élites de que se desate una violencia que pueda poner fin a una vida que, en su propia experiencia es pacífica y ordenada, no es ciertamente algo nuevo. Los alcaldes españoles del siglo XVII que, usando las palabras Michel Franco, no tuvieron “cuidado con no asfixiar demasiado” a la población nativa, alimentaron la idea de que las rebeliones de los indios eran el rompimiento de un estado de paz, de orden y de armonía. La violencia es de los otros, de quienes se ha tirado la cuerda en demasía y se levantan en furibundos motines y desde de su “terco rencor” azul de asfixiados perennes vuelven a respirar en rebelión. La narrativa dominante perdona la violencia ordenada y sistemática, la violencia que aperra, azota hasta la muerte o la violencia institucionalizada de la tortura como práctica policial o el de los miles de desaparecidos, feminicidios y ejecuciones extrajudiciales que nunca pasaron por un debido proceso. La violencia que posee aparato burocrático no se lee desde la élites como violencia desatada, a lo más se la confina en la categoría institucionalizada del “delito” o del “exceso”; la violencia que en realidad se teme desde las élites es la violencia de los otros. No es que la realidad creada por la violencia sistemática ejercida desde la figura legal del tributo en la época virreinal no haya sido violenta, es que desde las élites no se lee como tal. No es que el uso del ejército haciendo labores de policía durante la llamada “guerra contra el narco” no haya desatado una violencia furibunda, es que desde los ojos privilegiados de la derecha mexicana eso fue solo un método necesario. Desde el lado de la asfixia, la falta de aire muestra la violencia descarnada que no por institucional, cotidiana o bañada de legalidad deja de ser devastadora, o tal vez, justo a causa de eso lo sea.

Para conjurar el temor de las élites de que la violencia organizada, que ellos creen más o menos un estado armónico, no se rompa con el estallido de rebeliones y motines que sí califican de violentas, aconsejan, alarmados, las buenas formas: que no se hable de la asfixia porque se polariza a la sociedad, si se reclama un poco de aire se alimenta el rencor social. La violencia de los otros, y no aquella de la que las élites salen beneficiadas, es a la que se aplica el verbo “desatar la violencia”. Hay un sesgo racista en la selección de lo que calificamos como violencia: la inyección letal por pena de muerte es justicia, asesinar inocentes en guerras sin sentido es daño colateral, en otras palabras, la violencia cuando es institucional y estructurada no es violencia porque la violencia siempre ha sido, para las élites y desde los lentes del racismo, solamente la violencia de los otros.

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