“Susana Corona, su búsqueda ha terminado”
EL PAÍS acompaña a una madre durante el proceso de identificación genética y entrega de los restos de su hijo, desaparecido en 2017 en Nayarit. El Estado del Pacífico mexicano vivió durante años un régimen de terror por la alianza criminal entre el fiscal y el narcotráfico
Tres veces pensó Susana que su hijo había aparecido. “Susi, qué bueno que ya volvió tu chamaco Mario. ¿Qué tal va?”, le preguntó el año pasado un vecino por la calle. Otra vez fueron ella misma y su hijo pequeño los que creyeron verlo en un taxi. Se cruzaron la mirada por la ventanilla, el muchacho giró la cabeza y se perdió por el horizonte de la carretera. El pequeño estaba seguro de que era su hermano. Susana sabía que no: su hijo se hubiese bajado del coche a darle un beso. En otra ocasión, uno de sus sobrinos la despertó llorando porque había visto a Mario con la cara pegada a la ventana.
Mario era tirador: vendía coca, cristal y marihuana. A veces, llevaba en la mochila un puño americano pero nunca dejaba de contestar a su madre cuando le llamaba por teléfono. El 30 de agosto de 2017 habían quedado para celebrar su 22º cumpleaños. Iban a comer pizza en la casa donde se crió con su abuela, sus tres tías y sus cinco primos. Mario no se presentó a la comida. Tampoco respondía al teléfono. En el barrio le llamaban Topo. Su madre con cariño le decía topendejo. Eso era antes de que le empezaran a faltar cosas en casa. Una vez le robó la camioneta, pero no llegó muy lejos porque no le quedaba gasolina. El Topo ya había abandonado la casa de la familia. A los 18 años, justo al salir del centro de rehabilitación. Las vecinas le preguntaban a Susana si su hijo le pegaba. Ella les respondía que no, que nunca la faltó al respeto, nunca la ofendió. Si ella levantaba la mano, el Topo se quedaba callado. De niño, hacía rollitos de tortilla de harina con plátano macho frito y miel. Le gustaba ir por las casas a venderlos. Mario era bueno para vender.
Tres veces escuchó Susana que a su hijo lo habían asesinado. A las pocas semanas de desaparecer, cuando Susana ya había puesto una denuncia, se le acercó uno de sus amigos. “Ya no le busque, a su hijo ya lo mataron”. Le preguntó quién había sido. “Los Beltrán Leyva, andaba con ellos y lo mataron. No se meta en broncas, que tiene usted otro hijo”. En La Cantera, un rancho en ruinas donde solía parar, le dijeron lo mismo: “Ya no lo volví a ver nunca, señora”. Y a su hijo pequeño también le avisaron por el barrio que dejaran que todo siguiera tranquilo, que Mario ya no iba a volver.
Mario empezó a drogarse con 12 años. Susana le revisaba el teléfono y descubrió una foto suya inhalando Resistol. Mario llegó a terminar la secundaria con una media de notable. El día que salió del centro de rehabilitación, su madre le estaba esperando con una tarta de chocolate. Antes de eso, pasó también por el correccional. Asaltó a una pareja. Era por la mañana y estaba tan drogado que apenas pudo correr delante de los policías. Mucho antes, cuando unos “vecinos enviciados” llegaron al barrio, Susana le sacaba a rastras de aquella casa: “Hijo de la chingada, vas pa fuera”. El padre les abandonó cuando Mario tenía 4 años. Volvió cuando tenía 13 y le prometió que le llevaría con él a EE UU. Mientras espera a su padre, Mario irá saltando del pegamento a la marihuana, del crack a la metanfetamina. Susana le romperá las pipas de un pisotón y le tirará las bolsitas de droga a la basura. Se volverá a quedar embarazada, empezará a trabajar en una gasolinera y sentirá que todo es su culpa. A Susana le dijeron muchas veces que era la oveja negra de su familia porque no estudió, le gustaba el baile y es madre soltera. Pero ella nunca probó la droga. Una cerveza sí, pero droga no. A veces le decía a su hijo: “Ojalá te agarren en la penal. Pero hasta suerte tienes que llegan cuando ya te pelaste”. También le decía: “Te estás comiendo la vida de un sorbo y no vas a acabar bien”.
Tres veces le confirmaron a Susana que el cadáver que habían encontrado era el de su hijo. Susana está la mañana del 2 de junio sentada en una habitación de la Fiscalía de Nayarit. Han pasado casi dos años desde la primera vez que la llamaron porque uno de los nueve cuerpos de una fosa clandestina podía ser el de Mario. Fue en julio de 2018, cuando reconoció dos indicios en las fotos forenses: el número 13 que tenía su hijo tatuado en el hombro izquierdo y el colmillo que se le solapaba con el diente anterior. Ahora la han vuelto a llamar y en la misma mesa hay sentaba mucha gente que le va a explicar las conclusiones de la investigación:
—De acuerdo a sus características morfológicas dentales la edad odontológica es de un adulto de 21 a 24 años— dice la odontóloga forense.
—La causa de la muerte es indeterminada ya que no se identifican lesiones de tipo traumático por el estado avanzado de putrefacción— dice la médico forense.
—Este cadáver fue procesado nueve veces hasta poder armar el perfil genético y compararlo con el suyo. La probabilidad de correspondencia es del 99.9974%. No queda duda de que usted es familiar en primer grado de este cuerpo— dice la perito genética.
La fiscal especializada en desaparecidos ha estado llevando la batuta de la sesión de un modo firme pero delicado. Con esta ya son casi treinta las veces que le ha tocado comunicar los resultados positivos de su equipo de genética. Ha inspirado su protocolo en el manual argentino durante la dictadura militar. La fiscal cierra diciendo:
—Susana del Carmen Corona Castro, su búsqueda ha terminado.
Susana aún irá a la morgue a identificar el cadáver de Mario Gerardo Sánchez Corona. El funcionario abrirá la bolsa negra y volverá a reconocer los tatuajes y los dientes de su hijo. Llorará abrazada a dos compañeras del colectivo de madres. Llamará a su familia para que le dejen enterrar a Mario en un terreno compartido. Le dirán que no. Volverá a llorar. Se perderá por un laberinto de oficinas y dependencias sociales para que le concedan una cripta, un féretro y un coche fúnebre para poder sepultar a Mario. Pero antes de que todo eso suceda, Susana regresará a su casa para darle la noticia a su hijo pequeño.
La psicóloga de la fiscalía que la ha acompañado durante toda la mañana está sentada en una silla. En el sofá de enfrente se sienta Susana, al lado de su hijo. Francisco tiene 12 años. Deja el mando de la consola en la mesa y se recuesta en el sofá. “Tu mamá —dice la psicóloga— tiene que decirte algo, Francisco”.
—Ya encontramos a tu hermano.
—¿Está vivo?
—No.
—Muerto. Bueno, ya lo sabíamos. Ya nos había dicho gente que lo habían matado.
—Eso no tiene nada que ver. Lo importante es que ya está en un lugar y vamos a poder ir a despedirle.
El diablo
El antiguo fiscal general de Nayarit se hizo famoso porque siempre andaba con un revólver colgado del cinturón. Cuando había que negociar, acostumbraba a desenfundar y dejaba el arma encima de la mesa. “Les gritaba a sus trabajadores y salían amarillos de las reuniones”, recuerda en su oficina Yayori Villasana, la actual fiscal especializada en desaparecidos. Pese a todo, ella asegura que el paso de Edgar Veytia por la dependencia —de 2013 a 2017— sirvió para dignificar a un equipo adormilado por el tedio burocrático y ninguneado por los ciudadanos. “Íbamos a una tienda después de un robo y no te querían dar las cintas de la cámara de seguridad. Él nos presionaba mucho pero a la vez nos hizo comprometernos. Nos decía que éramos poderosos, que éramos fiscales y nos protegía la ley. ¿Dónde veías a un fiscal con una pistola colgando?”.
El fiscal con pistola que dignificó el cuerpo fue condenado el año pasado en EE UU a 20 años de prisión. Durante su mandato, Veytia facilitó a cambio de sobornos el contrabando de heroína, cocaína, metanfetaminas y marihuana desde México a Estados Unidos. Dictada por el mismo tribunal que condenó a El Chapo, la sentencia reveló también el régimen de terror implantado por el fiscal en este Estado pequeño —el cuarto menos poblado del país con 1,2 millones de habitantes— y playero del Pacífico, acostumbrado a vivir del turismo. A Veytia le apodaban el Diablo. Amparado por el exgobernador Roberto Sandoval (PRI), investigado por corrupción y narcotráfico, sus métodos incluían secuestros, torturas, amenazas, despojo, extorsiones y una lista de desaparecidos que las asociaciones de víctimas estiman en más de 1.300 durante los cuatro años.
“Yo no fui parte de sus atrocidades”, afirma la fiscal especializada en desaparecidos, una oficina creada precisamente tras la salida del Diablo, por el impulso legal y la voluntad del nuevo fiscal, Petronilo Díaz, y como una manera de remedar y limpiar la cara de la fiscalía tras años de oprobio. Villasana, que en aquella época era una de las encargadas de implantar la reforma del sistema penal, cuenta que Veytia trabajaba con un pequeño equipo de confianza que “hacía y deshacía”. Escuadrones de encapuchados, armados y a bordo de camionetas sin placa a las órdenes del fiscal, que tenía una especial debilidad por acumular terrenos en zonas turísticas arrebatándoselos a sus propietarios. Veytia llegó a contar con una notaría personal en la costa para gestionar la burocracia de sus despojos.
En las declaraciones ante el juez estadounidense, el exfiscal reconoció que trabajó primero para el cartel de Sinaloa, después para los hermanos Beltrán Leyva y por último, para el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Fue cambiando de aliados y protegiéndolos frente a los carteles rivales y ante la propia justicia mexicana. En febrero de 2017, un helicóptero militar abatió al líder de los Beltran Leyva, Juan Francisco Patrón, conocido como H2, junto con 11 de sus sicarios en Tepic, capital del Estado. El dispositivo fue encabezado por el Ejército y el propio fiscal. “Yo estaba allí cuando le reventaron la puerta”, dijo entonces Veytia a este diario. Fue su último movimiento. Poco después, era arrestado en California.
La muerte del H2 y la posterior detención de Veytia desató una crecida de violencia soterrada durante años por los arreglos del narco con las instituciones del Estado. Nayarit revivía los episodios extremos de 2011, cuando la guerra era entonces entre el Cartel de Sinaloa y los mismos Beltran Leyva. Se dispararon los homicidios y empezaron a aparecer fosas clandestinas. Las denuncias por desaparecidos, invisibilizadas durante años, salen poco a poco a flote: 644 en 2018. El año siguiente aparecieron ocho fosas con 41 cuerpos. En total, 28 cadáveres ya han sido identificados por el departamento de genética forense.
Las asociaciones de familiares reconocen que las cosas en la Fiscalía han cambiado para mejor. Gracias, en gran medida, a su presión y su trabajo. “Antes teníamos miedo hasta de denunciar. Ahora nos escuchan y nos hacen caso, pero nosotros somos las que muchas veces encontramos las fosas o a muchachos perdidos en cárceles o centros de rehabilitación”, explica Victoria Garay, 50 años, portavoz del grupo Guerreras en Busca de Nuestros Tesoros. La fiscalía de Nayarit no ha llevado a cabo un proceso de depuración formal tras la salida del Diablo. “No hizo falta —explica Villasana— porque ellos mismos se depuraron”. La lista de colaboradores del antiguo fiscal se fue convirtiendo en un reguero de muertos. El último, el exdirector de la Agencia Estatal de Investigaciones, apareció el verano pasado en una cuneta.
Pese a los avances, la fiscalía continúa arrastrando el problema endémico de impunidad que azota a México, con más 60.000 desaparecidos desde el inicio en 2006 de la conocida como guerra contra el narco. De los expedientes abiertos el año pasado por las fosas, no hay un solo caso resuelto. Tampoco han elevado ninguno a los jueces federales, los encargados de atender los casos de crimen organizado. “Aunque popularmente se las conoce como narcofosas, nosotros todavía no hemos podido acreditar que se trata del crimen organizado”, sostiene Villasana. La fiscal a la vez reconoce que existe un patrón establecido en todos los casos. De hecho, en tres de las denuncias por secuestro hay un personaje que se repite. Un testigo que las tres veces ha estado en la escena de los hechos, pero que justo cuando se producía el secuestro salía de la casa a por tabaco o a llamar por el celular. Un mismo hombre, el único procesado por ahora, que hasta fue el encargado en los tres casos de “avisar” a las familias de que sus hijos habían desaparecido.
Las fosas
—Mira, aquí tenían a tu papá y a tu tío.
Sonia habla por una videollamada sentada en la ladera de una zanja. Le está enseñando a su hijo Martín, de 10 años, el lugar en el que aparecieron los cadáveres de su marido y su hermano. Una noche de 2017 salieron a trabajar como taxistas. La siguiente vez que los encontraron estaban en esta brecha en la tierra del tamaño de un camión, a los pies de un robusto árbol de aguacates.
No es mal lugar para esconder algo con la intención de que nadie lo vuelva a encontrar. Eso debieron pensar los que enterraron nueve cuerpos en este cañaveral que ocupa decenas de hectáreas a las afueras de Tepic. Las frondosas plantas de caña son de casi tres metros de alto y los caminos de tierra de los sembradíos tienen salidas rápidas a las carreteras. Un territorio tranquilo, casi desierto salvo la época de siembra y cosecha. Pero los que lo hicieron no contaron con el trabajo de detectives que hacen colectivos de familiares de desaparecidos. Siempre hay alguien que ha oído algo, que ha visto a alguien. Suelen recibir avisos anónimos por las redes sociales. Y se lanzan con sus herramientas: palas, picos, cavahoyos, varillas. En esta zanja aparecieron los dos familiares de Sonia, el hijo de Susana y seis cuerpos más, tres aún sin identificar. Nueve cruces de madera los recuerdan en la orilla del hoyo.
La fosa la encontraron en enero de 2018. Los cadáveres estaban apilados. Sin cubrir por bolsas. Amontonados bajo una capa de 80 centímetros de tierra. El equipo de la fiscalía cavó hasta recuperar los cuerpos y antes de volver a tapar la zanja, enterró una botella con un papel escrito con la fecha y el número de fallecidos. “Lo llamamos cápsula del tiempo, es una especie de registro”, explica Gabriel Cabrera, funcionario de la Comisión estatal de búsqueda de desaparecidos. Cabrera levanta la vista y señala con el dedo: 200 metros más adelante encontraron otra fosa con ocho cuerpos. Al final del cañaveral, otras dos con 18. En el siguiente predio, la más grande y profunda: 21 cadáveres a cuatro metros bajo tierra. Este barrio agrícola de las afueras de Tepic se llama Xalisco. Desde hace unos años también le llaman el panteón de Veytia, en honor al narcofiscal de Nayarit.
“Casi todas las fosas son del 2018. Fue la peor época. Había levantones y balaceras en cualquier esquina”, explica el funcionario. El boca a boca que corre por la ciudad es que el Cártel Jalisco Nueva Generación ganó la guerra. Los restos de los Mazatlecos, el brazo local al servicio de los Beltrán Leyva que dominó Nayarit y llegó a disputar el sur de Sinaloa, fueron exterminados tras la caída de su jefe, el H2. La plaza tiene nuevos dueños desde hace un par de años. La violencia ha amainado pero no ha desaparecido. La semana pasada los colectivos de familiares encontraron una nueva fosa con ocho cuerpos en el panteón de Veytia.
A la sombra del aguacatero que cubre la fosa, un policía de la fiscalía habla con una de las madres de los colectivos de búsqueda. El policía está enfadado porque hace poco un familiar que denunció la desaparición de su hijo no le dijo la verdad:
—Viene esta persona y nos dice. No, mi hijo no tiene broncas. Na más se juntaba acá y allá. Revisamos y el cabrón tenía ficha y andaba bien metido.
—A una le da pena que la gente escuche las cosas de su hijo. Muchas veces ibas a contar algo y el oficial andaba echando relajo y de risas.
—A lo mejor hace tres años, no había nada de que venga el psicólogo o derechos humanos. La clásica era ‘es que antes’. No, pues ahorita es ahorita y están cambiando las cosas. Y es bueno que los colectivos enseñen a sus integrantes a ver las cosas como son, reales.
—No, muchas sí lo aceptamos y lo vemos.
— Hay que ser honestos. ¿Por qué no me dicen ‘vendía droga, iba con estos, se juntaba con los otros’? Y yo ya sé por dónde investigar. Yo no digo que por hacer eso se merezcan esto, pero…
Los fantasmas
Unos días antes de que le llamaran de la Fiscalía, Susana soñó raro. Su hijo se le apareció sentado en la cama, a su lado, tomándole la mano. Le decía que ella y él pronto iban a descansar. También le dijo que aún no era el momento para su sobrina, que lleva dos meses internada en un hospital por un cáncer de pulmón: “Me dijo que ella va a seguir aquí”.
Además de en sueños, Susana también ha visto a Mario en sombras. Muchas noches, cuando se queda sentada en la mecedora a lado de su cama platicando con Antonio, su pareja, ve una sombra pasar por la habitación. O la ve Antonio, que le dice “ahí pasó tu hijo ahorita”. Y ella responde “pues irá a su cuarto. Dile que todo bien, que no pasa nada”. Su hijo pequeño, Francisco, también lo ha visto. A veces pasa la sombra delante del televisor cuando está jugando a la consola. “Él jugaba conmigo cuando venía a la casa. Me compraba pasteles”, cuenta Francisco sentado en el sofá.
Ante la ausencia repentina del hijo, del hermano, se hace muy difícil la digestión lógica de la realidad. La condición de desaparecido provoca un vacío en el pensamiento racional de los familiares. Mientras no llegue la certeza de que, efectivamente, la persona querida ha muerto no es posible siquiera comenzar el ciclo del duelo. ¿Dónde está? ¿Seguirá vivo? ¿Cuándo va a volver? “Constantemente están abriendo heridas. Se produce una situación en la que no saben qué hacer con ese dolor y ante esa falta de recursos se dejan llevar por la fantasía o el pensamiento mágico”, explica Evangelina Rodríguez, una de las psicólogas que trabaja con los colectivos de familiares. “En México, además, estamos muy acostumbrados a movernos en esa cultura del pensamiento mágico: muchas veces lo dejamos todo en manos de un ser supremo. Alguien poderoso va venir y me va a traer a mi hijo de vuelta. Y comenzamos a encontrar señales en situaciones cotidianas: por algo se movió la veladora o por algo se corrió la cortina”.
A Susana le duele su hijo y le duelen sus hermanas. Ninguna ha querido ceder el terreno familiar para que entierren a Mario. Desde antes de su desaparición, la familia ya se había empezado a alejar. “Mi hijo llegó un momento que también les robaba a ellas y le agarraron coraje”. Susana se ha enfrentado durante estos casi tres años a un doble estigma: la pérdida del hijo y el reproche social. Los colectivos de familiares de desaparecidos cuentan que es un patrón común en este tipo de casos. Primero pierden el entorno de conocidos, luego se caen también los amigos, después la familia.
Susana lo explica así: “Mi mamá siempre me dijo: ¿a quién le va a importar? ¿A quién le va a doler? ¿Quién va a sufrir? Solo yo. En todo este tiempo nunca ha venido nadie a decirme: ¿te acompaño, te ayudo?”. Sola con su hijo Francisco, su pareja y la asociación de víctimas, a quienes reconoce que desde el primer día la estuvieron “jalando para que no cayera en la depresión”.
La psicóloga recuerda el caso de una madre que le dijo “me da vergüenza conmigo cuando me río”. La culpa es uno de las principales emociones que trabajan en las terapias: no fui una buena mamá, no lo hice bien, si hubiera hecho… son latigazos constantes entre los familiares de desaparecidos. “Les genera mucha angustia, tristeza e irritabilidad. Se laceran sin descanso. Lo que trabajamos con ellas es la necesidad de voltear a ver ese sentimiento y darle un lugar, enfocarlo a una acción”, añade la psicóloga. Por ejemplo, colaborar con el colectivo de víctimas. “Aunque también es muy importante que desconecten de su búsqueda, que tengan tiempo para ellas y que no asuman que su vida no va a regresar hasta que no regrese el ser querido”.
Han pasado casi dos semanas después de que le confirmaran a Susana que su hijo era uno de los cadáveres de la fosa. La insistencia del colectivo de familiares logró que el viernes 12 de junio llegaran por fin las ayudas para el ataúd, el coche fúnebre y el nicho. Después de reconocer por última vez el cuerpo en la morgue, un féretro beis ha estado cuatro horas en el garaje de la casa. No ha venido casi nadie de la familia a velar a Mario. La sobrina enferma de cáncer ha entrado hoy mismo en el quirófano y están casi todos en el hospital. Francisco se ha pasado toda la mañana repartiendo refrescos y galletas entre unos 30 asistentes. Un amigo de Mario ha pedido si podían meter un ramo de flores dentro del féretro. Susana ha estado sentada al lado del ataúd hasta que lo han vuelto a cargar en el coche para llevarlo al panteón. Después de la misa, una amiga ha cantado la ranchera Amor eterno. Cuando metían el ataúd en el nicho, Susana ha vuelto a llorar igual que lloró hace años cuando el féretro de su madre quedó para siempre guardado bajo tierra.
Las cosas no han terminado como a ella le hubiese gustado, pero al menos, casi tres años después, han terminado. “Siento descanso. Puedo venir el día que me dé la gana, puedo venir yo sola y rezarle. Sé que aquí va a estar esperando”. A Susana también le gustaría dejar la casa, la ciudad y el Estado: “Quisiera irme de aquí y no volver nunca más”. Tiene planes de mudarse a Sinaloa con su pareja. Durante estos años, no se fue de la casa por si algún día Mario decidía volver.