Misión cumplida
Estados Unidos no será grande otra vez, su papel en el mundo y su prestigio se han debilitado

El cambio es imparable. Estados Unidos ya no es un país blanco, anglosajón y protestante, sino una sociedad multirracial. Una de las mayores paradojas de la gloriosa historia de su democracia es que el partido republicano, nacido de la oposición a la esclavitud, es ahora la formación que defiende los privilegios de la antigua mayoría racial hegemónica, mientras que el demócrata, feudo de los blancos sudistas frente a la minoría negra, representa al nuevo país coloreado y plural.
En los 20 años últimos los republicanos solo han conseguido la mayoría del voto popular en una elección presidencial, la de 2004, cuando George W. Bush, elegido con menos votos que el demócrata Al Gore en 2000, renovó su mandato en mitad de las guerras de Afganistán e Irak. La capacidad representativa del entero sistema político se ha resentido en estos años, y en especial el partido republicano, convertido en el último fortín de la tribu blanca en retroceso.
El éxito de su resistencia al cambio está fuera de dudas. Primero con la victoria de Donald Trump, tras los ocho años de presidencia de Barack Obama, el primer presidente negro. Después, con el bloqueo de los controles y equilibrios (checks and balances), característicos del sistema estadounidense, para evitar sobre todo la destitución del presidente o impechament. Finalmente, con la ocupación de la institución contramayoritaria por excelencia, como es el Tribunal Supremo, formada por jueces vitalicios, con el nombramiento de tres magistrados conservadores que garantizarán la mayoría republicana durante décadas.
Los republicanos saben que difícilmente Trump obtendrá la mayoría de votos populares el próximo 3 de noviembre, como no la obtuvo en 2016. Todo se va a jugar en los litigios sobre la validez del voto por correo, el recuento e incluso la validación del voto de los delegados, cuestiones en las que en última instancia deberá dirimir el Supremo. Solo una avalancha de votos demócratas, que inunde también los estados indecisos más determinantes, conducirá a una concesión trumpista de la derrota, aunque es dudoso que Trump la reconozca personalmente en cualquiera de los casos.
Incluso si pierde Trump, hay un republicano que ya ha ganado. Es Mitch McConnell, el líder de la mayoría del Senado, que paralizó el nombramiento de jueces por parte de Obama y ha sido el artífice de un insólito cambio de orientación ideológica en la judicatura, con el nombramiento de tres jueces del Supremo, 52 jueces de apelación y 162 de distrito, extraídos de las listas proporcionadas por los grupos de presión judiciales más conservadores.
En previsión de una oleada demócrata que también alcance al Senado, McConnell ha querido garantizar el legado de Trump, que se resume en un único capítulo y el más perdurable, el judicial. Estados Unidos no será grande otra vez, su papel en el mundo y su prestigio se han debilitado, quizás los demócratas coparán la Casa Blanca y las dos cámaras del Congreso, pero la derecha blanca más religiosa y conservadora controlará la judicatura durante muchos años. Misión cumplida.
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