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Tribuna
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El síndrome García Luna

La caída del exsecretario de Seguridad debería ser el acicate que destierre el desprecio a la verdad del sistema judicial mexicano

Jorge Volpi
García Luna y Felipe Calderón en junio de 2012, en el día del Policía.
García Luna y Felipe Calderón en junio de 2012, en el día del Policía. Moisés Pablo (cuartoscuro)

Si una figura encarna los años de plomo que México ha vivido a lo largo del siglo XXI, es ese sujeto corpulento y arisco, de rostro un tanto abotagado, andar nervioso y un tanto tartamudo que hace unos días fue arrestado en Dallas por sus supuestos vínculos con el cartel de Sinaloa: Genaro García Luna. Quien fuera el todopoderoso secretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón, se formó como espía en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, desde donde pasó al equipo del almirante Wilfrido Robledo Madrid, en la Policía Federal, a cuyo lado formó el núcleo de amigos —apodados los Geranios— que, a partir del año 2001, articularon las políticas de seguridad pública que dieron lugar a la guerra contra el narco.

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Con el ideal de transformar la actuación de la policía mexicana, muy desprestigiada en esos días, García Luna convenció a Vicente Fox de crear la Agencia Federal de Investigaciones, prometiendo que la convertiría en un modelo de profesionalismo. Acompañado por otras piezas de su círculo, como Luis Cárdenas Palomino o Francisco Javier Garza, el antiguo ingeniero construyó un nuevo sistema de inteligencia que apenas tardó en corromperse. La personalidad de García Luna quedó asentada en la AFI desde el inicio: para él lo único relevante era demostrar la eficacia de la nueva corporación, aun si para conseguirlo había que inventar pruebas, manipular o crear testigos y culpables, valerse de la tortura o cooptar y manipular a los medios de comunicación. El fin siempre justificaba los medios. Y mejor todavía si los medios lo secundaban en su empresa.

Esta perversa lógica quedó plasmada desde el secuestro del entrenador Rubén Omar Romano, pero alcanzó su punto culminante en el caso de Florence Cassez e Israel Vallarta. Cómplice de la venganza personal de un empresario aliado, García Luna aprovechó la detención arbitraria de la pareja para crear el mayor espectáculo de fake news imaginable: un largo y desaforado operativo, del todo falso, transmitido en vivo por las dos principales cadenas de televisión del país. Poco importaba que Cassez y Vallarta hubiesen sido detenidos el día previo o que él hubiese sido torturado para que confesase sus crímenes: lo único que le importaba a García Luna era asentar, con este alud de mentiras superpuestas, el éxito de su lucha contra el secuestro.

Muy pronto, la valentía de la reportera Yuli García y de la periodista Denise Maerker pusieron a García Luna contra las cuerdas: comprobaron, sin asomo de dudas, que la transmisión del 9 de diciembre de 2005 había sido un montaje y permitieron que Florence Cassez increpase en directo al jefe de la AFI, quien en su fuero interno juró vengarse de quien se atrevió a humillarlo en público. No es otra la razón de la saña que exhibió, a lo largo de los años posteriores —y aun desencadenando un grave conflicto diplomático con Francia—, contra la ciudadana francesa y en particular contra la familia de Vallarta. Vale la pena recalcar lo ocurrido ese día: en cadena nacional, el jefe de la policía mexicana reconoció la existencia del montaje. Y, aun así, meses después Calderón lo premió confiándole la Secretaría de Seguridad Pública.

A partir de diciembre de 2006, García Luna al fin pudo poner en práctica su aprendizaje como espía: el que Calderón bautizase como guerra su estrategia de seguridad obedecía a la educación recibida por su colaborador estrella. De este modo, la acción más irresponsable cometida por cualquier presidente mexicano —lanzar al ejército a tareas de seguridad pública sin prever las consecuencias— encontró a su operador ideal: alguien a quien no le importaba la verdad, sino la apariencia. Las prácticas ensayadas en el caso Cassez-Vallarta se transformaron en las reglas básicas de la guerra contra el narco: un desorbitado despliegue bélico que provocó justo lo contrario de lo que se quería. El inusitado incremento de la violencia, que al día de hoy se ha cobrado unas 250.000 víctimas —y decenas de miles de desaparecidos— es responsabilidad de García Luna y, por supuesto, del presidente que confió ciegamente en él.

Detenido por ser una pieza más del engranaje del crimen que él mismo presumía perseguir, García Luna es el mayor símbolo del fracaso no solo de la guerra contra el narco, sino de todas las estrategias empleadas desde entonces para combatir al crimen organizado. Pero es sobre todo eso: un símbolo detrás del cual están Calderón y los que secundaron su guerra. Y, en buena medida, quienes después han copiado o seguido tácitamente sus consejos, es decir, todos los responsables de seguridad que hemos tenido desde entonces. Más que una persona concreta, García Luna es el síndrome de un estado fallido que durante décadas ha simulado ofrecerle justicia a sus ciudadanos, cuando en realidad solo ha permitido y alentado la impunidad.

Paradójicamente, a García Luna le espera un juicio en el que se beneficiará de un justo proceso y la presunción de inocencia que él les negó a Florence Cassez e Israel Vallarta —preso desde hace 14 años por su culpa— y cientos de detenidos cuyos nombres no conocemos. Su estrepitosa caída debería ser el acicate que nos lleve a desterrar para siempre la lógica que introdujo, como un virus, en nuestro sistema de justicia —el absoluto desprecio hacia la verdad y los derechos humanos— y que nos lleve a construir, por fin, uno en verdad independiente, transparente y eficaz.

Jorge Volpi es escritor y autor de Una novela criminal, que desentraña una fabricación policial en los años de García Luna. Su cuenta de Twitter: @jvolpi  

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