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Combat rock
Columna
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Ceguera voluntaria

¿Se puede vivir rodeado de muerte y mirar para otro lado? El México ciego de cada día parece decirnos que sí

Marines e investigadores desplegados en una carretera mexicana tras un tiroteo.
Marines e investigadores desplegados en una carretera mexicana tras un tiroteo. Miguel Tovar (Getty Images)
Antonio Ortuño

No hay otro modo de decirlo: México se atraganta con su propia sangre. Las cifras divulgadas hace unos días por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) asientan que en el país se cometieron 14,510 homicidios entre la toma de posesión del nuevo gobierno, el pasado 1 de diciembre, y el final del mes de abril. Son, de momento, las más frescas disponibles, ya que, como sucede cada mes, las correspondientes a mayo se divulgarán hasta bien entrado junio debido a las revisiones técnicas de rigor. Si promediamos estos números, hablamos de 2,902 casos al mes. De seguir esa tendencia (y nada hace suponer que se reducirá drásticamente en el corto plazo), el primer semestre del sexenio de Andrés Manuel López Obrador cerrará muy cerca de los 18,000 asesinatos. La época más violenta en la historia mexicana desde que se llevan registros precisos.

La apuesta del Gobierno para combatir la inseguridad se ha enfocado en la puesta en marcha de la flamante (y controvertida) Guardia Nacional. Al anunciar el martes pasado el despliegue de 4,500 de sus efectivos en Michoacán, uno de los estados más golpeados por el crimen, el secretario de Seguridad Pública federal, Alfonso Durazo, reconoció que “el avance de la violencia” constituye “una emergencia nacional” y comparó los tiempos que corren con los de la Revolución Mexicana. Es un antecedente siniestro: según recientes cálculos del investigador estadounidense Robert McCaa, el costo demográfico de los años revolucionarios para el país, entre víctimas directas de la violencia, víctimas de hambrunas y epidemias y exilios masivos, puede redondearse en el fenecimiento de 1.9 millones de personas y la migración de 200 mil y dio como consecuencia que el promedio de vida en el México revolucionario se desplomara a 20 años, es decir, al que tenía la gente en el Imperio Romano o la Edad Media...

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En fin: la violencia en México no comenzó, desde luego, el 1 de diciembre. Viene de cuando menos dos sexenios atrás. Es herencia directa de los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto y su “Guerra” contra el narco, pero también de la inundación de armas traficadas desde Estados Unidos y otros países. La ampara una impunidad casi absoluta, hija de la corrupción e inoperancia de los cuerpos policiacos y del poder judicial. Se refleja en el crecimiento imparable de los feminicidios, en el calvario cotidiano de los migrantes centroamericanos, en el miedo con que vivimos casi todos y la ruptura de los más mínimos frenos de contención en las sociedades que conforman México. Tampoco es nueva la incapacidad del Estado para remediar y revertir esas violencias: eso salta a la vista. Que la muerte y el crimen están fuera de control, que rebasan al Estado y que la convivencia está rota no se trata de “puntos de vista”: son realidades irrefutables. Nadie puede negarlo. Las palabras del secretario Durazo, que se salió de la línea habitual de minimizar el tema, solamente lo refrendan.

Pero reconocer es una cosa y resolver otra distinta. La mayoría de los debates políticos nacionales están centrados en frentes muy distintos y las prioridades del gobierno y la oposición dan vuelcos cada día, al son que marcan las “mañaneras”, twitter y los memes. Y así, en mitad de la mayor crisis de violencia y crimen desde la Revolución, discutimos sobre los búfalos que pastaban o no en Nueva York hace diez mil años, o sobre la sinceridad de los “espontáneos” seguidores que le cantan al Presidente…

Hace unos días, circuló en las redes la fotografía de unas personas que desayunaban muy animadas en un puesto de comida callejera. Bajo su mesa había un perrito echado, en espera de que le cayera algún mendrugo. Al fondo de la escena, ignorado por todos, yacía el cuerpo de un desafortunado, listonado por los consabidos cordones amarillos policiacos. ¿Se puede vivir rodeado de muerte y mirar para otro lado? El México ciego de cada día parece decirnos que sí.

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