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Parodia involuntaria

Ni a Uribe ni a Pastrana les importa despojarse de sus dignidades, convertirse en youtubers de los malos

Ricardo Silva Romero

Si lo hubieran hecho en chiste no habría quedado tan chistoso: Uribe Vélez y Pastrana Arango, dos repugnados expresidentes colombianos que hace un par de años nomás se echaban mutuamente la culpa de todo, graban un video de sí mismos con un teléfono más o menos inteligente –las voces roncas, los ceños fruncidos, las papadas intimidantes– porque se han reunido en un apartamento en Bogotá a declararle su apoyo a las marchas democráticas en Venezuela, pero también a decretarle a Colombia un futuro preocupante “en manos de las Farc”: han estado pidiéndole al país, los dos, que el 2 de octubre vote “no” al acuerdo de paz. Y sí, no deja de ser fascinante que un par de hombres en pugna encuentren un par de enemigos en común, no deja de ser chocante que un par de expresidentes, el pacificador Uribe y el pacifista Pastrana, por inquinas de barrio nos cobren a todos la paz con las Farc que ellos habrían querido firmar.

Pero lo más curioso de todo –habría que decir “lo más colombiano”, “lo más narciso”– es que a ninguno de los dos expresidentes les importe despojarse de sus dignidades, convertirse en youtubers de los malos, portarse como sus propios memes y volverse socios en la sombría empresa del “no” a los acuerdos con las Farc, con tal de atravesársele a los planes de su sucesor: ¿y el video fue en una sola toma?, ¿les dio ataque de risa al principio?, ¿se dijeron “ahora sí en serio”?, ¿cómo hacen para no recordar que Pastrana acusaba a Uribe de tener al mismo consigliere de Pablo Escobar o de ser “el único colombiano que nunca le dio a Colombia la posibilidad de la paz” o de no haber entendido que “cuando uno sale de la presidencia, sale”?, ¿cómo consiguen olvidar que Uribe llegó a decir que Pastrana le había entregado un país “secuestrado”?

Extraña uno, por ejemplo, la dignidad con la que se retiran los presidentes gringos, la solidaridad, la civilizada hipocresía con la que el republicano George W. Bush repite que el trabajo del demócrata Barack Obama no es nada fácil. Extraña uno, sobre todo, la juventud en el buen sentido de la palabra que se convirtió en la marca de estilo de Pastrana cuando dejó de ser periodista para convertirse en candidato político. Lamenta uno que un par de exmandatarios curtidos, que dedicaron las energías de sus gobiernos opuestos a un par de procesos de paz, descubran demasiado tarde –ay, el olfato de perros cazadores de los políticos, las capacidades actorales de los políticos– que para someter a las Farc a las leyes colombianas hay que sacarse de la cabeza la idea de exterminarlas, de odiarlas a muerte, de pudrirlas en una jaula a la vista de todos.

Tal vez estoy repitiendo una obviedad: que las personas públicas se guardan unos principios en la manga por si acaso. Pero también estoy hablando de la democracia en tiempos de Twitter: de cómo los políticos de hoy no sólo envidian la enorme popularidad de las estrellas de las redes sociales, sino que han caído en la trampa de desmontar ellos mismos –rabiando, errando, jurando en vano ante todos– el personaje que habían conseguido venderles a sus seguidores durante décadas: en Colombia, donde aún no se escriben las biografías que contradigan las memorias inverosímiles de los últimos expresidentes, los líderes han descendido a Twitter para que alguien los ridiculice o los denuncie o los contradiga, como Leonard Rentería, un joven víctima de la violencia, que en una reunión del uribismo en Buenaventura se atrevió a pedirle al propio Uribe que no infunda el miedo, el “no”.

Nada es como antes. Cuando la gente callaba. Cuando las viejas declaraciones de los expresidentes no estaban en internet. Cuando no eran los políticos los que probaban su propia indignidad, su propio oportunismo.

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