Francisco: ¿gesta o gesto?
El papa Bergoglio, envuelto ahora en la revolución de las diaconisas, representa una contradicción entre lo que dice y lo que hace
El fervor que Francisco ha despertado en la sociedad contemporánea -más evidente entre los ateos que entre los fieles- llega al extremo de atribuirle declaraciones nunca proclamadas y proezas jamás realizadas.
Se trataría de forzarlo o de constreñirlo a cumplir con las expectativas de un revolucionario, otorgando así al cónclave del que salió triunfal todas las connotaciones providencialistas. El primer pontífice americano. El primer jesuita. El teólogo libertador elegido como antídoto al conservadurismo de sus antecesores.
Es un relato atractivo, pero no necesariamente verosímil. Lo demuestra el episodio de las "diaconisas", interpretado desde los exégetas franciscanos como el origen de una transformación radical que aspira a abjurar de la discriminación femenina.
No es verdad. La mera accidentalidad con que se ha producido el debate frivoliza las expectativas. El Papa ha accedido a abrir una comisión para indagar sobre el papel de las diáconas -podrían administrar el bautismo y asistir los matrimonios- únicamente porque le sugirió la iniciativa una representante de la Unión Internacional de Superioras. Ni estaba previsto ni existen garantías de que vaya a inaugurarse un seminario doctrinal, legislativo y normativo. Menos aún cuando la inercia de la misma comisión conduciría inevitablemente al conflicto del sacerdocio femenino.
Francisco ha logrado que la percepción revolucionaria de su pontificado haya sobrepasado las evidencias "materiales". Sirva como prueba la presunta apertura de la comunión a los feligreses divorciados. Se compadeció de ellos el Papa y los reconoció dignos de recibir la sagrada forma, pero ocurre que la exhortación apostólica "Amoris Laetitia" no introduce variaciones "legislativas" y atribuye a los obispos una etérea sensibilidad para acompañar a los divorciados en sus desasosiegos.
Francisco no le gusta nada a la Iglesia conservadora y le gusta demasiado a la sociedad laica, pero la distancia que media entre los gestos y las gestas de Francisco sobrentiende que los "cambios históricos" se han restringido a las maneras, a la superficie de los grandes debates, al dominio de la agenda social, incluso al "papulismo", un híbrido transformador entre papismo y papulismo donde se reconocen el instinto del Jorge Mario Bergoglio y sus veleidades peronistas.
Impresionó a los creyentes y a los agnósticos aquel pasaje inaugural del pontificado en el que Francisco se preguntaba quién era él para juzgar a los gays. La respuesta ha quedado bastante clara. En primer lugar, rechazando al embajador de Francia ante la Santa Sede precisamente por haberse "acreditado" su condición de homosexual. Y en segundo lugar, movilizando el Vaticano para malograr hasta donde ha sido posible la nueva legislación de uniones civiles entre personas del mismo sexo.
Francisco vive rodeado de lobos. Y se le observa en el Vaticano como un cuerpo extraño, pero el fervor popular con que se le ha ungido a medida de un patriarca planetario tiene pendiente transitar de las palabras a los hechos.
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