El rito más íntimo de Bachelet
En un año difícil en lo personal y político, la presidenta chilena conmemora en privado los 42 años de la muerte de su padre, fallecido en prisión en 1974 luego de las torturas de sus compañeros de armas
Con claveles rojos y blancos comprados por ella misma, que ha repartido personalmente a cada uno de los asistentes, llegó esta mañana la presidenta chilena Michelle Bachelet al Cementerio General de Santiago para participar en una ceremonia en honor al general Alberto Bachelet Martínez, su padre. Como cada 12 de marzo, la familia Bachelet se ha reunido para recordarlo. Fallecido en prisión en la dictadura, luego de ser torturado por sus propios compañeros de armas, este 2016 se cumplen 42 años desde su deceso en la Cárcel Pública en 1974. La mandataria ha llegado a las nueve y media en punto hasta el mausoleo familiar, saludando a cada una de las menos de 40 personas que asistieron al homenaje: un pequeño grupo de parientes, los amigos más cercanos, excompañeros de prisión de su padre y dirigentes de agrupaciones de víctimas del régimen de Pinochet que han acompañado a la familia desde 1973 hasta la actualidad.
En el rito más íntimo de Bachelet, justo en la mitad de su complejo segundo mandato, no ha estado presente ningún medio de comunicación local: el aniversario de la muerte del general, donde la familia se conecta con los momentos más duros de su propia historia, no es anunciado en la agenda pública de la socialista. Probablemente por ello, la Jefe de Estado estuvo especialmente relajada. “El cara de gallo –el sol– acaba de salir, así es que no me voy a desabrigar”, comentó antes de que comenzara la ceremonia, en referencia a la soleada pero fría mañana santiaguina.
Entre los asistentes al homenaje, donde Bachelet parecía sentirse como en casa, no había ningún alto dirigente de su bloque político Nueva Mayoría: probablemente porque su mundo originario no son los partidos ni la alta dirigencia de centroizquierda chilena, sino el que esta mañana la ha acompañado. El senador Juan Pablo Letelier, la diputada Denise Pascal y el exministro de Justicia Isidro Solís asistieron, más bien, por las relaciones personales que los han unido a la familia. En este cementerio, este sábado de verano Bachelet no fue la presidente sino la hija del general. Así lo aclaró ella misma cuando la oradora, que en su pecho llevaba un pequeño cartel pidiendo verdad y justicia para un ejecutado político, en el pequeño escenario la presentó como Jefe de Estado. “Soy la hija, la hija, por favor”, solicitó Bachelet, sentada frente al mausoleo familiar que cobija los cuerpos de varias de generaciones de sus antepasados.
La seguridad presidencial vigilaba, deambulaba por los alrededores, pero a metros de distancia. Porque este acto privado no lo organiza ni el Gobierno ni la Presidencia, sino la Casa Museo Alberto Bachelet junto a una mujer de casi 90 años: Ángela Jeria, la madre de la mandataria. Totalmente activa y víctima de la tortura como su hija, Jeria todos los años se preocupa de convocar uno a uno a los más cercanos para que las acompañen. Para la viuda, este lugar no solo es importante porque alberga los restos de su marido. En este sitio, además, se hallan los restos de su primogénito Betito, el hermano mayor de la presidenta. Radicado en Australia y en Estados Unidos desde antes del Golpe de Estado de 1973, falleció en 2001 a los 55 años, mucho antes de que en Chile se pensara que su única hermana llegaría a La Moneda. Después de la muerte trágica del general Bachelet en 1974, es el segundo dolor inmenso de estas dos mujeres.
Los restos escondidos por cinco años
Alberto Bachelet Martínez, general de la Fuerza Aérea de Chile, a comienzos de 1973 asumió como secretario de la Dirección Nacional de Abastecimiento y Comercialización (DINAC), por encargo del presidente Salvador Allende. Desde ese cargo político, tuvo que hacerse cargo de uno de los problemas más sensibles del Gobierno de la Unidad Popular: controlar el acaparamiento de productos básicos y la crisis de desabastecimiento. “Los diez millones de chilenos tienen el mismo derecho a alimentarse, porque el estómago no tiene color político”, señalaba Bachelet en ese primer semestre de 1973. En alguna ocasión, recorriendo los cerros de la zona de Lo Curro, en Santiago, encontró el aceite enterrado y tuvo que obligar a distribuir el producto que escaseaba en todo el país.
Bachelet no militaba en ningún partido y aunque era un hombre progresista, fundamentalmente formaba parte del pequeño grupo de uniformados que se apegaban a la Constitución. Nunca supo, por lo tanto, de la conjura de sus propios compañeros de armas y el resto de las ramas de las Fuerzas Armadas para derrocar a Allende. El Golpe de Estado de 1973 lo tomó por sorpresa y ese mismo día el padre de la presidenta fue humillado y tomado prisionero en su oficina por militares de menor jerarquía. Incomunicado, desde una ventana observó a pocos metros el bombardeo a La Moneda. Desde ese momento, el general Bachelet comenzó a sufrir un calvario, el rechazo de la mayoría de sus compañeros de institución y sus últimos seis meses de vida.
Estuvo dos días en su casa hasta que fue detenido nuevamente. En la Academia de Guerra de Aviación, que después del Golpe de Estado se transformó en un lugar de prisión, fue víctima de torturas que le provocaron un primer episodio cardíaco. “Una de las cosas que más lo angustiaba era cuando lo tenían durante muchas horas de pie, encapuchado y con las manos amarradas en la espalda (…) La capucha se le metía entre la boca y la nariz y le impedía respirar”, señaló su viuda en 2011, cuando la Justicia chilena investigó por primera vez su muerte. Luego de permanecer 26 días prisionero, regresó a su casa con ocho kilos menos para cumplir arresto domiciliario. El 18 de diciembre de 1973, sin embargo, lo detuvieron una tercera vez y para siempre: junto a varios compañeros de la Fuerza Aérea fueron sometidos a un Consejo de Guerra titulado Aviación/Bachelet y otros,acusados de traición a la patria. Nuevamente el general sería sometido a apremios físicos y sicológicos.
El 12 de marzo de 1974, hace justamente 42 años, Ángela Jeria debía llevar los paquetes familiares a la celda número 12 de la Cárcel Pública, donde permanecía su marido junto a los otros detenidos. Pero la llamada telefónica de una pariente que trabajaba en Gendarmería cambió bruscamente los planes y su vida: la mujer le avisaba que el general Bachelet había muerto. De acuerdo al dictamen de los tribunales chilenos en 2014, su deceso se produjo a causa de las torturas.
Luego de desesperadas gestiones para conocer el destino del cuerpo, Jeria se dirigió al Hospital J.J. Aguirre, donde su hija Michelle atendía a los pacientes bajo la supervisión de sus profesores. Necesitaba darle la noticia. Un médico la llevó hasta la sala donde se encontraba la estudiante, que miró a su madre con sorpresa.
“Te vengo a ver porque tu papá murió”, le dijo Jeria a su hija.
Las mujeres se abrazaron y lloraron en esa sala del hospital, para luego ir juntas a buscar el cuerpo a la morgue.
En el funeral, el día 13, había una mezcla de indignación y de miedo. Tanto la masonería como la Capilla General Castrense se negaron a velarlo. Finalmente, luego de que el cuñado del general amenazara con dejar el ataúd en la acera, los militares les concedieron una pequeña habitación en la iglesia, ubicada en ese entonces en la céntrica calle Carmen. Posteriormente trasladaron el féretro hasta al Cementerio General. En el trayecto desde la entrada al crematorio, un grupo de esposas de presos políticos impidieron que los militares del régimen que vigilaban la escena se acercaran al ataúd, que taparon con una bandera chilena. Cuando llegaron a la sala, un grupo de compañeros de universidad de Michelle Bachelet montaron una guardia de honor y cantaron la canción nacional con el puño en alto. Ángela Jeria realizó un sentido y fuerte discurso contra la Fuerza Aérea y la masonería, dos instituciones a las que su marido había pertenecido por décadas.
En los primeros meses de la dictadura, el ambiente en Chile era de terror: muertos, desaparecidos y centros ilegales de detención. Aunque tanto la familia Bachelet como la familia Jeria tenían un mausoleo en el Cementerio General, la viuda optó entonces por no dejar en ese lugar los restos de su marido: temía que la Junta Militar ordenara profanar la tumba, por miedo a que se transformara en una especie de héroe para la oposición. Guardó los restos de su esposo en un ánfora y lo enterró en la casa de su hermana en la zona de El Arrayán, en la precordillera de Santiago. Recién en 1979, cuando ella y su hija regresaron del exilio en la RDA, Jeria trasladó las cenizas del general Bachelet al lugar donde se encuentra actualmente. Desde entonces, todos los 12 de marzo, junto a su círculo más íntimo recuerdan su figura y esos días de tragedia.
Arropada por los suyos
El Cementerio General de Santiago de Chile –donde se hallan los restos de Salvador Allende, el cantautor Víctor Jara y el memorial en homenaje a los detenidos desaparecidos en dictadura–, este sábado a primera hora se encontraba prácticamente vacío. El silencio apenas era interrumpido por los discursos que, con una pequeña amplificación, pronunciaron cinco de los asistentes. Entre ellos, el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, antiguo conocido de la familia desde los años setenta, que señaló que “la memoria de Alberto Bachelet nos obliga a reflexionar sobre el rompimiento de la hermandad entre los chilenos luego del Golpe”.
En la entrada del mausoleo, a un lado del micrófono, se podían observar dos inmensas coronas de flores: una de agrupaciones de los derechos humanos y otra de la masonería, que con los años reconoció el error histórico que cometió con Bachelet hace 42 años.
La presidenta y su madre de casi 90 años escucharon las intervenciones conmovidas, pero enteras. Se hablaban al oído y, en ocasiones, también se reían en gestos de complicidad, como cuando la maestra de ceremonia se refirió al general Bachelet por sus tres nombres: Alberto Arturo Miguel. Pero a la Jefa de Estado se le vio, sobre todo, en una actitud de recogimiento ante a tumba de su padre.
Ninguno de sus tres hijos estuvo esta mañana en la ceremonia –la del medio vive en el extranjero– aunque tampoco en años anteriores acostumbraban a asistir. Acompañaban a su madre y a su abuela cuando eran pequeños, como en el acto que se realizó en 1991 y del que se conservan algunas fotografías.
No ha sido un año fácil para Bachelet y su familia. En febrero de 2015, hace 13 meses, estalló el caso Caval. La Fiscalía desde entonces investiga la empresa de la nuera de la presidente, Natalia Compagnon, casada con su primogénito, Sebastián Dávalos Bachelet, imputado también en la causa. Politóloga y madre de los únicos dos nietos de la Jefa de Estado, el Ministerio Público formalizó la acusación en su contra por delitos tributarios. No puede salir de Chile y, mensualmente, debe firmar en una comisaría de Carabineros. “Han sido tiempos difíciles para mí y mi familia, muy dolorosos”, señaló Bachelet en enero pasado. A causa de la trama no solo ha tenido que enfrentar difíciles situaciones personales, sino que también problemas políticos. Uno de los puntales en este tiempo ha sido Ángela Jeria, la figura que ha mantenido firme el tronco familiar en este nueva etapa dolorosa que enfrentan los Bachelet.
El rito más íntimo de la familia fue sobre todo un homenaje al padre pero, en ocasiones, también una muestra de apoyo de los suyos, que la arroparon. La prima de la presidente, Vivienne Bachelet, médico como ella, le habló directamente a la Jefa de Estado en su discurso: “A pesar de incomprensiones pasajeras, su liderazgo y su Gobierno quedará guardado en el corazón de los chilenos por muchas generaciones. Usted sabe que cuenta con una familia que la admira, que la quiere y que siempre estará a su lado. Aquí está la familia congregada, varias generaciones. Los vivos y los que ya partieron”.
Al finalizar las intervenciones, Bachelet se puso de pie para mirar la tumba. Allí dejó el ramo de claveles blancos y rojos que no soltó durante toda la ceremonia.
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