Cunha, el perverso que goza en nombre de Jesús
Cómo la perversión se expresa en la política y somete a los brasileños a una farsa llevada al estatus de realidad
La sensación es cada vez más extraña al abrir los periódicos, encender el televisor en el noticiario o navegar por los sitios de noticias de Internet. Día tras día, Eduardo Cunha, del Partido del Movimiento Democrático Brasileño de Río de Janeiro (PMDB-RJ) dice esto, afirma aquello, alerta y amenaza .Y niega las cuentas en Suiza. Están allá su firma, su pasaporte diplomático, su dirección. Pero él las niega. El hecho de negar lo que la pila de pruebas ya ha demostrado innegable es un derecho de cualquiera. La mayoría va a la cárcel negando haber cometido el crimen que le llevó allí. El problema son los otros verbos. ¿Cómo es que tal personaje se ha convertido en —y continúa siendo— tan central en la vida del país, al punto de seguir manipulando y chantajeando con las grandes cuestiones del momento, con las votaciones importantes? ¿Cómo Eduardo Cunha aún dice, afirma, declara, alerta y amenaza en los titulares de los periódicos? ¿Cómo lo que es farsa puede presentarse como hecho? Lo cotidiano de Brasil y de los brasileños se ha convertido en una experiencia perversa. La de vivir día tras día una abominación como si fuera una normalidad. Esta vivencia va provocando una sensación creciente de dislocación y vértigo. No se sabe cuánto eso le costará al país, objetivamente, ni cuánto costará en la expresión política de la subjetividad. Pero costará. Porque ya cuesta demasiado.
Hasta el más obtuso sabe que Eduardo Cunha continúa en el escenario porque todavía tiene utilidad para los proyectos de poder de un lado y del otro. Entre esos dos lados que se enfrentan no hay oposición. Esta es otra farsa y también es por eso que se puede tomar en serio a un farsante como Cunha. La agenda conservadora para el país ya se había establecido, lo que se disputa es el poder de ejecutarla. Pero, si Cunha es apenas la expresión de una operación política mucho más amplia, profunda y que ni ha comenzado con él ni acabará con él, en la cual el papel del PMDB es central, no se le puede negar la importancia de su individualidad. Si Brasil ya ha tenido muchos Cunhas, en varios aspectos, tampoco ha tenido ningún Cunha, en otros. Como todo villano, el personaje es fascinante y totalmente singular.
Al tratar de pervertir la Constitución proponiendo un proyecto que dificulta el aborto legal, Cunha refuerza que es el dueño de la ley
Eduardo Cunha parece ser un perverso. Aquel que niega: ve, pero finge que no ha visto, es, pero finge que no es. No seguiría dictando los días de Brasilia si no fuese el hombre perfecto para el papel. Para que la mayoría pueda fingir que disputa los rumbos del país, cuando disputa apenas el suyo propio, se necesita el fingidor mayor, el maestro de ceremonias de este espectáculo. La sensación extraña al abrir el periódico o internet o encender el televisor en el noticiario se produce porque esta farsa pide una adhesión. Nuestra adhesión. Y es ahí donde (también) está la perversión.
El moralista sin moral es el farsante que ha alcanzado la perfección
Es evidente que Cunha no espera que alguien crea, entre otras cosas, que él no tiene cuentas en Suiza, como sigue afirmando sin parpadear. Él sabe que (casi) nadie se cree eso. Pero eso no impide que Cunha espere que podamos actuar como creyentes. Esto también forma parte de extrañamiento al entrar en contacto con el noticiario: estamos llamados a la adhesión por la creencia, que, de nuevo, pervierte la experiencia de la política.
Cunha es nuestro villano de Batman
Es como si, a algún nivel íntimo, él se divirtiese mucho con la posibilidad de transformar la realidad en una negación colectiva. Para el perverso, el otro no cuenta como otro. El otro —nosotros— es tan solo un soporte para su satisfacción. Denunciado por corrupción y lavado de dinero, él habla en el nombre de Jesús, registra una flota de coches de lujo en empresa con el nombre Jesus.com, dice en discursos dirigidos a los votantes evangélicos que Dios lo ha puesto en la presidencia de la Cámara. Cunha el perverso que goza en nombre de Jesús.
En este sentido, Cunha se parece a un villano de Batman: todos muy singulares, pero con el rasgo de la perversión en común. Solo que Batman y sus villanos extraordinarios son ficción. Al producir el desplazamiento en la esfera pública, Eduardo Cunha hace de la farsa la realidad. Este es quizás su mayor poder: el poder que le permite aún tener poder. Por debajo de la farsa mayor se desarrollan todas las demás, como la del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), que finge que pide su destitución, cuando lo apoya en los bastidores, a la espera de que lleve adelante el proceso de destitución de Dilma Rousseff, o la del palacio presidencial, que también negocia con él, pero por el motivo contrario, para que no lleve adelante el proceso de destitución de la presidenta. O todos aquellos parlamentarios que temen el día en que Cunha abra la boca para contar algunas historias poco edificantes que los involucran. Para estos, es necesario mantener a figuras como Cunha con algo que perder. De lo contrario, el país gana, pero muchos de los actores del Congreso pierden.
Si todo fuese puesto en escena como una sátira política, en el teatro y no en el Congreso, sería un excelente espectáculo. La perversión es que la farsa se presenta como realidad, y se convierte en realidad. Eduardo Cunha nos corrompe a todos porque, de la forma como la escenificación evoluciona, somos parte de ella. La escenificación deja al público inmerso y ya no sabemos dónde está la salida del teatro, porque no hay teatro. Ya es la vida. Tal vez por eso, para muchos, han sido días de vértigo.
Simplificando, es como si, todos los días, aquel que está puesto en el lugar de autoridad afirmase: el cielo es rojo con bolitas verdes. Y la prensa reprodujese: fulano dice que el cielo es rojo con bolitas verdes. Entonces hay otras autoridades que dicen que no, que se ha probado que el cielo es azul y no tiene bolitas. Pero, al día siguiente, allá está la repetición: el cielo es rojo con bolitas verdes. Y las personas están allá, bajo el cielo azul, pero viendo o leyendo las noticias no como una comedia o una sátira o una farsa, sino como si fuese en serio. Y serio es. Porque la autoridad continúa siendo autoridad, a pesar de afirmar que el cielo es rojo con bolitas verdes. Y las demás autoridades del campo de la política, incluso las que se presentan en polos opuestos, negocian con el tío del cielo rojo con las bolitas verdes, como si esta fuese la normalidad institucional. Es imposible no ir sintiéndose raro y dudar de la propia cordura en un mundo como este.
Entonces la cosa va empeorando. Cada semana va empeorando. La semana pasada, por ejemplo, los políticos hicieron un homenaje a Eduardo Cunha, al inaugurar su retrato oficial en la galería de los exlíderes del grupo del PMDB en la Cámara. El episodio es una versión invertida de El retrato de Dorian Gray. En la obra clásica de Oscar Wilde, el retrato está oculto a los ojos del público porque va absorbiendo las marcas del tiempo y de los crímenes cometidos por el personaje en la vida real. En la crónica política del país, sin embargo, el sentido es otro. El retrato expuesto cristaliza la perversión: la de que un hombre sea homenajeado, con palmas y discursos laudatorios, en el momento que está denunciado por corrupción y que las pruebas de cuentas en Suiza, posiblemente abastecidas por dinero público, se acumulan. La perversión es la de ley que no valdría para el retratado, que recibe su monumento en la pared. Si el retrato de Dorian Gray tiene que ocultarse porque denuncia al retratado, el de Eduardo Cunha se cuelga en el espacio público porque el retratado, para sus pares, está más allá de la denuncia. Es cierto que hubo protestas, pero el homenaje se realizó. Y el homenajeado sigue como tercero en la línea de sucesión de la presidencia del país. El retrato del corrupto, al ser expuesto como virtud, corrompe a todos.
Pero el retrato de Eduardo Cunha no es el episodio más revelador de la semana. Es en la aprobación del proyecto de ley propuesto por él por la Comisión de Constitución y Justicia y de Ciudadanía de la Cámara donde la anatomía de la perversión se revela en su completa amplitud. Cunha quiere regular el cuerpo de las mujeres e intenta —y lo está consiguiendo— dificultar las posibilidades de aborto previstas por la ley. En especial, una de ellas: la interrupción del embarazo por violación. Al hacer un proyecto que castiga a los agentes de salud que garanticen los medios para que una mujer aborte, lo que él intenta hacer es burlar la Constitución. Cuando el proyecto determina que las mujeres necesitan comprobar la violación con el examen del cuerpo del delito es la palabra de la mujer la que él vacía. Porque es exactamente eso lo que un perverso hace: vacía al otro, en este caso a las mujeres, porque el otro solo existe para servir a sus intereses. El otro no es una persona, no es un sujeto de derechos, no es alguien con una historia. Es apenas un medio, un cuerpo, un objeto sometido al gozo del perverso.
Vale la pena prestar atención a este fragmento del proyecto de autoría de Cunha, con apoyo de la “bancada de la Biblia”: “Se trata, además, de garantizarles la máxima efectividad a las normas constitucionales, que preceptúan la inviolabilidad del derecho a la vida. Urge, por tanto, una reforma legislativa que prevenga la irrupción de un grave problema de salud pública”. Pero bueno, el “grave problema de salud pública” existe desde hace mucho tiempo. El aborto es la quinta causa de muerte materna en el país. Quienes más mueren son las mujeres pobres, la mayoría de ellas jóvenes y negras, que no pueden pagar una clínica segura, como las más ricas, ni pueden contar con el sistema público de salud. Al intentar dificultar los pocos casos en los que se permite la interrupción del embarazo, en especial el aborto en caso de violación, y criminalizar a los profesionales de la salud que presten asistencia a las mujeres en esta situación, lo que Cunha intenta hacer es exactamente lo contrario de lo que dice: lo que intenta hacer es atropellar la Constitución y dificultar la aplicación de ley, y no aumentar su efectividad. La ley, para el perverso, no vale para él. Por el contrario: la ley es suya y vale sobre el otro.
Para un perverso, la relación con la ley es la del desmentido. Cunha sabe que existe la ley, pero la niega. Todo lo que rige y regula las relaciones humanas y entre ciudadanos no lo regula a él, ya que el otro no cuenta como persona. El perverso invoca la ley, pero solo como un fingidor. El perverso que legisla, como Cunha, hace de la ley una farsa. Y goza con esa impostura. El perverso jamás goza con el otro, goza del otro. Pero ¿por qué Cunha transforma precisamente el cuerpo y la vida de las mujeres en objetos de su perversión? Porque esta es su obra maestra, su masterpiece: el moralista sin moral es el farsante que ha alcanzado la perfección.
En nombre de la moralidad religiosa, él promueve la muerte de las mujeres anunciando que defiende la vida. En nombre de Jesús, el perverso puede tener cuentas en Suiza abastecidas con el dinero público que falta en los hospitales y predicar la inmoralidad de que una mujer interrumpa un embarazo resultante de una violación. Para el perverso solo hay un sagrado: su gozo. Por eso, Eduardo Cunha puede hacer discursos para votantes evangélicos sobre su ascenso a la presidencia de la Cámara: “¡Dios me ha puesto allí! Yo siempre digo, Silas (Malafaia), si Dios me ha puesto allí, ¡él sabrá siempre honrar el trabajo que ha hecho!” Así, en el discurso del perverso, no es Cunha el que honra a Dios, sino que es Dios quien honra a Cunha. Ni el propio Jesús se atrevió a decirle algo así a la gente en sus sermones bíblicos.
Lo más desafiador será seguir hasta dónde eso puede ir. No hay cómo sostener tal surrealismo durante mucho tiempo más, pero saber hasta dónde consiguen llevarlo será crucial para entender el país. Porque ya ha ido mucho más lejos de lo estimado por las previsiones más pesimistas. Para el destino del perverso aún se puede contar con la Policía Federal, el Ministerio Público Federal y el Supremo Tribunal Federal. En algún momento, cumplido el rito del Estado de derecho, es posible que se concluya que el lugar de Eduardo Cunha no es en la presidencia de la Cámara, sino en la cárcel. Para el fin del Estado de perversión aún no hay desenlace en el horizonte.
Los perversos en posiciones de poder no son exclusividad de Brasil. La semana pasada, el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, llegó al extremo de disminuir la responsabilidad de Adolf Hitler en el exterminio de seis millones de judíos, para intentar poner al mundo en contra de los palestinos. Según el israelita, el Holocausto habría sido idea de un religioso palestino, y no del líder nazi. La afirmación fue rechazada, con todas las letras, por varios políticos influyentes de Israel, entre ellos el presidente, Reuven Rivlin, y el líder de la oposición, Isaac Herzog: no se manipularía la historia. El primer ministro israelí escuchó entonces de la canciller alemana, Angela Merkel: “La responsabilidad del Holocausto es de Alemania”. Y, antes, de su portavoz: “Nosotros, los alemanes, conocemos muy bien el origen del racismo criminal del nacionalsocialismo que condujo al Holocausto. Se enseña en las escuelas y no podemos permitir que se olvide la responsabilidad única de Alemania en ese crimen contra la humanidad”.
Los perversos están por todas partes, y siempre estarán. El vértigo que sentimos ante el noticiario es que en Brasil parece que no existe ningún político de gran estatura dispuesto a denunciar la farsa sin tergiversar. Y, así, cumplir con el deber público de asumir su responsabilidad histórica con el país.
Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas.
Sitio web: desacontecimentos.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: brumelianebrum
Traducción de Óscar Curros
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