Las huellas de la violencia
El próximo julio se cumplirán 75 años de un triste aniversario que marca a fuego la historia de este país: empezó una guerra civil, que duraría tres años y en propiedad 39 más de dictadura, y que dejó una estela de muerte, exilio, crímenes y odio, y con todo ello una herida profunda e irrecuperable en casi todas las familias españolas. Hace 150 años, justo el doble de tiempo, empezó otra contienda fratricida, más larga, más sangrienta, igualmente decisiva en su huella histórica, como fue la guerra civil americana. Los debates conmemorativos sobre aquella guerra fundacional en tantos aspectos –de Estados Unidos como país y de la guerra moderna tal como la hemos conocido desde entonces y durante todo el siglo XX- superan con mucho el estricto ámbito americano e interrogan sobre las dificultades de muchos países con su pasado.
Es realmente especial el caso español, pues aportó la novedad de la política de reconciliación, lanzada por la oposición al franquismo y sobre todo por los comunistas desde la clandestinidad ya en los años 50 y cristalizada con la transición democrática; y luego el cuestionamiento de esta misma reconciliación sin previa expurgación de las culpas, denunciada como política de olvido. Cada oleada de democratización renueva el debate, porque hay un pasado que hay que superar y asimilar en el nuevo relato del presente y hay también unos hechos controvertidos que hay que clarificar, entre los que se cuentan las responsabilidades de cada bando, no siempre fáciles de determinar, como nos demuestran los casos recientes de los Balcanes. Veremos también cómo funcionará en los próximos años la memoria árabe de las dictaduras que están despeñándose estos días.
A todo esto, parece claro que la historia, los historiadores, van haciendo su camino, habitualmente con eficiencia y rapidez, que contrasta en cambio con las dificultades de las opiniones públicas de los distintos países para terminar integrando en una narración común las visiones del pasado. Ahora en España este problema se plantea de forma aguda, e incluso lacerante para muchos, ante el horizonte del final de ETA: quienes han sufrido más directamente de la violencia terrorista no se conformarán fácilmente con la instalación en la sociedad vasca de un relato pretendidamente heroico que integre a quienes cometieron sus crímenes. Y, sin embargo, esto es exactamente lo que va a suceder si atendemos a la dinámica con que suelen funcionar las sociedades y grupos humanos. Nadie quiere reconocer que una derrota política o militar implique también una derrota moral de tal envergadura como para descalificar radicalmente a quienes combatieron en el bando equivocado. En esta cuestión, el nazismo funciona como piedra de toque o medida máxima del mal: nadie quiere ser nazi, nadie quiere ser derrotado como los nazis. Por eso es el grado máxima de la descalificación política.
En Estados Unidos, que es el caso contrario de Alemania, se vive la memoria de la guerra civil, mucho más alejada en el tiempo que todas las grandes tragedias bélicas europeas, con una proximidad y una buena conciencia históricas sorprendentes. El Pew Research Center ha realizado una de sus habituales encuestas de opinión a propósito de este 150 aniversario de la que se deduce que aquella contienda es todavía muy significativa para los ciudadanos estadounidenses y está muy viva en la actual conciencia pública. Un 56 por ciento de los encuestados la consideran relevante en la vida política actual, frente a un 39 por ciento que la consideran sólo históricamente relevante. Hay todavía una parte de la opinión, un 36 por ciento, que considera adecuado defender la figura de los líderes confederales, derrotados en la guerra, y una mayoría, un 48 por ciento, cree que la guerra civil se produjo por una disputa respecto a los derechos y poderes de los Estados, frente a sólo un 38 por ciento que considera que fue por la abolición de la esclavitud.
Las dificultades para superar definitivamente la guerra civil más remota de nuestra historia contemporánea como es la americana nos señala hasta qué punto es delicado y combustible este material político que es la memoria, y nos conduce a una enorme prudencia a la hora de precipitarnos y darnos prisas para dar por superados los grandes traumas violentos de nuestras sociedades.
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