'Homo sacer'
Sacer, según el diccionario latino-español de Agustín Blánquez Fraile, significa "sagrado, consagrado, sacro" y también "maldito, execrable, abominable, detestable". Pertenece al concepto que puso en circulación hace una decena de años el filósofo Giorgio Agamben, en su libro "Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida" (Pre-Textos). "El protagonista de este libro es la vida nuda", escribe, "es decir, la vida que se puede quitar y sacrificar del homo sacer, de quien queremos mostrar su función esencial en la política moderna". Se trata de "una oscura figura del derecho romano arcaico, que incluye a la vida humana en el orden jurídico sólo en forma de exclusión (es decir, en la posibilidad de darle muerte sin sanción)".
Desde que Bush declaró la Guerra global contra el terror
no ha hecho más que crecer la figura del homo sacer, habitante de
territorios donde la ley no tiene vigencia, lugares de excepción donde
los prisioneros pierden su condición de personas, chupaderos que
trasladan al siglo XXI el universo concentracionario del siglo pasado:
Guantánamo, Abu Ghraib, Bagram, Diego García, las flotas americanas,
las mazmorras egipcias o sirias donde la CIA externaliza los
interrogatorios, los vuelos clandestinos para trasladar secuestrados, o
las cárceles secretas europeas, todo un archipiélago donde naufragan
los derechos humanos y permanecen en suspenso los valores que dicen
defender EE UU y sus aliados.
Hecha la ley, hecha la trampa. Oficialmente, sigue vigente la regla de
juego aceptada por todos. Pero ahí donde no alcanza la luz de la
opinión pública ni llega la mirada de las instituciones del Estado de
derecho se elude el cumplimiento de las leyes o se retuerce su
interpretación. Por fortuna, las trampas también han sufrido la erosión
tanto de una opinión internacional que ha ido despertando del efecto
hipnótico de los atentados terroristas como de la acción de los
tribunales y del Congreso norteamericano. El primero de los reveses
legales a la política antiterrorista de Bush se produjo de mano del
senador John McCain, entonces ya presumible sucesor suyo como candidato
republicano, que a finales de 2005 utilizó una ley presupuestaria
militar para introducir una enmienda que prohibía la tortura a
cualquier detenido. Bush se vio forzado a elegir entre dejar sin dinero
al Ejército o prohibir la tortura. El segundo revés llegó seis meses
después, cuando el Tribunal Supremo declaró ilegales las comisiones
militares que venían sentenciando a los prisioneros de Guantánamo sin
garantía alguna (1).
Cada una de las derrotas ha tenido su respuesta automática por parte
del aparato legal republicano, un cuerpo de leguleyos preparados para
cualquier malabarismo jurídico y muy propenso a utilizar la
Constitución norteamericana a su capricho, leyéndola de la misma forma
literal que los salafistas leen el Corán, o penetrando en la cabeza de
los "Padres Fundadores", para interpretar lo que querían decir
Jefferson, Hamilton o Washington, como si sus ideas de grandes
terratenientes esclavistas o de ilustrados insignes pudieran tener
vigencia exacta hoy en día. La respuesta a la acción de McCain fue una
artimaña legal por la que el presidente se reserva la interpretación de
cualquier ley mediante una declaración firmada o signing statement y
que tiene como fundamento la llamada teoría del ejecutivo unitario. En
esencia, se trata de una interpretación expansiva de los poderes
constitucionales del presidente en relación al poder legislativo, algo
que ha llegado a su punto culminante con George W. Bush, el presidente
que más signing statements ha firmado (más de 800), y que cuenta con el
contrafuerte adicional de los poderes otorgados con motivo del 11-S, la
famosa AUMF (Autorización para el Uso de la Fuerza de 18 de septiembre
de 2001) de duración indeterminada en esta guerra sin fin.
Esta sentencia del Supremo de 2006 obtuvo otra respuesta todavía más
contundente, y fundamentada, asimismo, en la misma idea de unos poderes
presidenciales excepcionales, reconocidos directamente por un
legislativo que entonces capituló ante el ejecutivo y los sustrajo del
control del judicial. El Congreso norteamericano, dominado entonces por
los republicanos, dio provisionalmente carta legal a Guantánamo,
dejando en manos del presidente el sistema de garantías, la dureza de
los interrogatorios, la interpretación de los convenios internacionales
y la declaración de quién es combatiente enemigo ilegal, figura sagrada
y maldita señalada por el poder supremo y excepcional. El bucle se
había cerrado. La trampa era ahora ley. Fue necesaria la siguiente
intervención del Tribunal Supremo en junio de 2008 y el cambio de
mayoría parlamentaria en las dos cámaras para que la suerte de
Guantánamo empezara a quedar sellada, algo que probablemente deberá
remachar el próximo presidente.
1.- El Tribunal Supremo ha ido desgranando sentencias contra Guantánamo
de forma regular. Primero declaró la vigencia de la legalidad
norteamericana en aquel territorio, descartando la idea de que se
trataba de un lugar donde no tenía vigencia ninguna ley. Luego
desautorizó las primeras comisiones militares o tribunales sumarios
secretos con que se pretendía juzgar a los presos. Más tarde, en junio
de 2008, desautorizó de nuevo las nuevas comisiones militares aprobadas
por el Congreso en respuesta a la sentencia. Todo ello con el argumento
de fondo de que todo detenido tiene derecho al habeas corpus, es decir,
a ser juzgados por un tribunal civil.
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