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ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La Alicia del país de las maravillas era una auténtica filósofa

El personaje de Lewis Carroll, que ahora protagoniza una exposición en Madrid, usa su inocencia para socavar las convenciones sin miedo a los tiranos o a lo desconocido

La merienda del Sombrerero Loco, de 'Alicia en el País de las Maravillas', de Lewis Carroll, 1865.
Bernat Castany Prado

A mediados del siglo XVIII se publicó en Francia la más inteligente, libre y divertida de las novelas libertinas: Teresa filósofa. Pues, dejando a un lado el hecho de que la Alicia de Carroll no penetre en la cuestión sexual (aunque, en cierto momento, ésta pregunte, en insidioso francés: “Où est ma chatte?”, dónde está mi gata, una forma de referirse en francés al sexo femenino), dicha novela podría haberse titulado Alicia filósofa, ya que su protagonista posee, al igual que Teresa, algunas de las principales virtudes filosóficas, como son la curiosidad, el asombro, la valentía, o el instinto de la libertad. De ahí que la obra de Lewis Carroll (o Carl Lewis, si atendemos a la velocidad de su ingenio) trascienda la más que suficiente categoría de la literatura infantil (que C. S. Lewis definió como aquella literatura que también pueden leer los niños), para revelarse, o rebelarse, como una verdadera novela filosófica. Nos adentramos en sus ideas al hilo de la exposición Los mundos de Alicia que, tras pasar por Barcelona, estará del 4 de abril al 3 de agosto en el CaixaForum de Madrid.

Para empezar, no importa si el nombre de Alicia proviene del antiguo germánico, adalheidis, que significa ‘noble’, o del griego clásico, aletheia, que solemos traducir como ‘verdad’. De hecho, en griego moderno, aún se emplea la expresión “alicia ine” para decir “es verdad”. (¡Es verdad!) Lo que importa es que, para un profesor de la Universidad de Oxford, el griego y el latín lo impregnaban todo, de modo que el nombre de Alice Liddell no podía significar más que “verdad”. Y, si me apuran, “verdad pequeña”. La historia de Alicia sería, pues, la historia de la aletheia en el País de las Maravillas. Esto es, la historia de la verdad sometida a todas las violencias, mentiras y falacias con las que los dogmáticos buscan deformarla. De ahí que Humpty Dumpty le diga, en A través del espejo, que: “Con ese nombre que tienes, ¡podrías tener prácticamente cualquier forma!”. Pura preposverdad.

Ahora que lo pienso, no hay mucha diferencia entre aquel viejo Sócrates, que se enfrentaba a unos dogmáticos, muy oportunamente llamados “alazones”, y nuestra pequeña Alicia, quien se opondrá, en su sueño, a una cohorte de adultos dogmáticos, como la Oruga azul (“¿Quién eres tú?”), la duquesa (“¡No sabes nada de nada!”), la Reina de Corazones (“¡La sentencia antes que el veredicto!”) o Humpty Dumpty (“Cuando yo uso una palabra quiere decir lo que yo quiero que diga”). De hecho, 20 años después de publicar Alicia, Carroll escribirá un manual de autodefensa intelectual, titulado El juego de la lógica, en cuyo prólogo promete otorgar al lector infantil: “El poder de detectar falacias y desmantelar los argumentos endebles e ilógicos que encontrarás continuamente en libros, periódicos, discursos e incluso sermones.” Y acaba con un nostálgico: “Pruébalo.”

Alicia representa, pues, la capacidad de resistirse a los sofismas de los dogmáticos que pueblan el mundo que le espera: “¡Qué manera de razonar tienen todas estas criaturas!”, dice en el capítulo sexto. “¡Hay para volverse loco!”. Frente a su lógica abstracta (esto es, separada de la realidad), y especu­lativa (pues mezcla todas esas ideas separadas de la realidad), Alicia se atreve a decir, socráticamente: “No lo comprendo”, para dejar que sean ellos mismos quienes se enreden en sus propias contradicciones tratándoselo de explicar.

Pero Alicia no sólo posee la virtud crítica del escepticismo, sino también la virtud positiva de la philaletheia, o “amor por la verdad”, de la que ya habló Aristóteles. Me atrevería a decir, frente a los morbosos, que Carroll estaba alegóricamente enamorado de Alicia, porque representaba el amor (imposible) por la verdad. No es casual que el verbo to wonder signifique tanto ‘maravillarse’ como ‘preguntarse’ o ‘sentir curiosidad’. De modo que nuestro resignado “País de las Maravillas” es el país de la curiosidad asombrada, o thauma, que Aristóteles identificó con el origen de la filosofía. Aunque, en verdad, sea Alicia la que participa del wonder, y no todos esos personajes que se le enfrentan. Alicia es la única, la verdadera, la incuestionable wondergirl.

Claro que Alicia también podría haberse llamado Areta, de areté, ‘virtud’, que sería mejor traducir como “potencia”. Porque, además de las potencias cognoscitivas del escepticismo y la philaletheia, ésta posee la potencia ética del valor de abrirse al mundo, aun cuando éste se nos muestre, a veces, como algo siniestro y peligroso. En Alicia, la curiosidad vence al miedo. Por eso, a pesar de las tentaciones de domesticidad que siente, como cualquier otro héroe, desde Ulises hasta Bilbo Bolsón, ésta se anime siempre a seguir explorando: “¡Casi deseo no haberme metido por la madriguera del Conejo…!”, suspirará en el capítulo cuarto. “Y, sin embargo, a pesar de todo… ¡Vamos! ¡Hay que reconocer que esta forma de vivir es bastante curiosa…!”. Y es que la curiosidad asombrada no necesita encontrarle un sentido a la realidad. Simplemente se pregunta: ¿qué viene después?

Frente a las potencias de Alicia, los personajes con los que ésta se encuentra se nos aparecen como meras sombras, que apenas conservan nada de la vitalidad, la curiosidad o el valor que (idealmente) los caracterizaron de niños, antes de degradarse en (ese tipo de) adultos. Por eso Alicia no es tanto un cuento de hadas, como un cuento de Hades, pues, como otro Ulises, habla con los espectros de los niños que murieron, quedando encerrados en las mentiras, convenciones y apariencias de una sociedad equivocada. Pero Alicia no acepta ese espejismo social, cuyo hechizo tratará de romper, una y otra vez, afirmando su propio sentido de cómo son y cómo deberían ser las cosas. Y es que Alicia también posee la potencia política de la parresía, de pan, ‘todo’ y rhesis, ‘decir’, que designa el valor de decir la verdad ante los conciudadanos, y más importante aún, ante el poder. Por eso Alicia dice: “No lo comprendo”, “¡Y yo qué sé!”, “¡Pues no me callo!”, “Ni me va, ni me viene…”. Y, por eso, cuando la Reina de Corazones ordene que le corten la cabeza, exclama: “¿Quién les va a hacer caso? ¡Si no son más que un mazo de cartas!”. Lo cual no es la expresión de un escepticismo cínico o nihilista, sino de un instinto de libertad, que le lleva a plantarse (como buena mobile vulgaris) ante las mentiras y las convenciones que reinan en la sociedad. La primera de las cuales es que otro mundo no es posible.

No es extraño, pues, que, como aquel Sócrates con el que la comparábamos más arriba, Alicia acabe siendo condenada por ese mundo de alazones, cuya agresividad prefigura las resistencias que se encontrará en su inminente entrada en la sociedad de los adultos… Mientras tanto, su avatar literario sigue alimentando las eternas resistencias de los niños, y las irregulares lealtades de los adultos. Por todo ello, la Alicia de Carroll merece un puesto en las Vidas de los filósofos más ilustres, de Diógenes Laercio.

Alicia ine! ¡Es verdad!

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Sobre la firma

Bernat Castany Prado
Escritor y profesor de literatura en la Universidad de Barcelona. Ha publicado, entre otros, los libros 'Una filosofía de la risa' (Anagrama, 2025), 'Una filosofía del miedo' (Anagrama, 2022), 'Pensamiento crítico ilustrado' (Thule, 2022), 'Obedecedario patriarcal' (con Sara Berbel, Anagrama, 2024) y 'Literatura posnacional' (Editum, 2007).
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