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Trabajar cansa
Columna
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Dos de Mayo: hasta que el mundo refleja las necesidades más profundas del alma

Me ha apasionado la final mundial entre el chino Ding y el ruso Niepómniashi. Es pura evasión. Si escapas de la realidad, es lo mejor y más lejano que encuentras en dirección contraria

Mundial de Ajedrez
Partida de ajedrez entre el chino Ding Liren y el ruso Ian Nepomniachtchi el pasado 30 de abril.VLADISLAV VODNEV (REUTERS) (REUTERS)
Íñigo Domínguez

No tengo ni idea de ajedrez, pero me ha apasionado la final mundial entre el chino Ding y el ruso Niepómniashi. Es pura evasión. Si escapas de la realidad, es lo mejor y más lejano que encuentras en dirección contraria. Es al revés de lo habitual: unos señores, vestidos como para trabajar, en una reunión, sentados en silencio, sin sonido ambiente y sin gente (y sin mirar el móvil). Pero es una calma engañosa, es boxeo mental. Al final uno se rinde y le da la mano al otro. Y el que gana no se pone a dar botes, ni a subirse la camisa para que debajo se vea que lo dedica a su perro, ni hace el pino, simplemente se lleva la mano a la cara en un gesto de infinito cansancio y emoción. Luego se larga sin más al camerino, o lo que sea que tienen los jugadores de ajedrez. Me pareció un espectáculo absolutamente intenso y real, el clímax de la inteligencia y la civilización. Luego lees cómo lo cuenta Leontxo García y aunque yo no entienda nada, porque soy un zoquete, disfrutas como un enano.

Este chico, Liren Ding, de 30 años, es un personaje. Su padre le obligó a estudiar derecho (lo de siempre, se ve que hasta en China creen que tiene muchas salidas), y justo ahora le ha dejado la novia (exclusiva de EL PAÍS, no todo va a ser Ana Obregón). Ha contado que, en los momentos de bajón, le animó un verso de Louise Glück sobre los poetas, que “transforman, en silencio, los meros hechos en augurios / hasta que el mundo refleja las necesidades más profundas del alma”. Ni siquiera eso lo he entendido bien, debo decir. En fin, todo esto tan marciano, pero tal real, fue un bálsamo para la realidad cotidiana, tan ficticia, que tenemos que soportar. Hay ya casi un género literario del tema “cómo fracasan las democracias” (Guillermo Altares acaba de publicar uno que está muy bien), pero asumido el concepto, y que desde luego está todo fatal, quizá sería ya más práctico ir creando otro, en sentido contrario, para no alarmar innecesariamente: cómo no fracasan las democracias. Es decir, por cosas como la del acto del Dos de Mayo desde luego que no. Lo digo para que no parezca todo el rato que esto está a punto de estallar. Sí, lo entiendo todo, capto el trasfondo, el contexto, el subtexto… pero es que es todo tan efímero. Y lo peor es que, siendo efímero, vamos a estar así meses. Harán todo lo posible para que lleguemos enfadados a las urnas. Se vota mejor, eso es verdad. Por mi parte, estoy en plan zen, aparte que ya estaba enfadado de antes. De hecho, casi he agradecido el forcejeo en la escalera de Madrid como el paso definitivo hacia el fin de la política abstracta y la entrada definitiva en el horario infantil. Son escenas físicas, casi deportivas, y nuestro papel es de espectadores, para decidir con quién estamos, ya sin hablar de ideas. Es la evolución más natural. Que jueguen a algo y ya los animamos directamente. Pero si podemos escoger un deporte, por qué no el ajedrez. Leontxo ha contado que es buenísimo para sublimar las tendencias violentas, por eso funciona bien en las cárceles, y por ejemplo, en los colegios, hay una revolución cuando el alumno supuestamente más torpe le gana al líder de la clase. Creo que sería el remedio con estos políticos, que transforman los hechos hasta que el mundo refleja sus chorradas más profundas. Tanta táctica y tanta tontería, a estos los ponía yo a jugar al ajedrez.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.

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