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A la pena por la pérdida de ese paraje de tu infancia se le llama ‘solastalgia’

Proliferan las expresiones asociadas a la catástrofe ambiental. Como ‘colapsología’, ‘ecoansiedad’ y ‘solastalgia’, una melancolía por un entorno desaparecido. Vocabulario para una crisis climática

La selva tropical del Amazonas, el ecosistema más rico de la Tierra, destruido tras los incendios
La selva tropical del Amazonas, el ecosistema más rico de la Tierra, destruido tras los incendiosAlexandre Morin-Laprise/Getty Images (Getty Images)

Las brechas abiertas por una minería extensiva acabaron con los pastos de alfalfa y las hileras de viñedos del valle de Hunter, en el sureste de Australia. Esta situación fue mermando la moral de sus habitantes, que recurrieron al filósofo y vecino Glenn Albretch. Sabían que estaba investigando los efectos de la pérdida del medio ambiente. Y así fue como nació una de esas expresiones que van emergiendo bajo el influjo del calentamiento global, una palabra que define esa suerte de morriña que acecha por un entorno desaparecido, con sus consecuentes efectos psicológicos.

‘Solastalgia’

Albretch, profesor de universidad jubilado, alumbró el concepto de solastalgia, un término con el que veía a definir “la melancolía o la nostalgia por la pérdida de un hogar, estando en el propio hogar”, según un texto académico de 2005. Un sentimiento que Julia Albadalejo conoce bien. Nació hace 58 años en Lo Pagán, enfrente del Mar Menor: “Aprendí a nadar antes que a andar”, rememora. Y emite un suspiro: “No había casi orilla y el agua era transparente”. Últimamente, este ecosistema único en el mundo respira moribundo: los peces han llegado a amontonarse agónicos en la superficie, el color se ha teñido de verde y el fondo es un lodazal de flora extinguida. Una combinación de vertidos agrícolas cargados de nitratos, urbanismo desenfrenado y turismo masivo ha acabado con esta laguna salada de 170 kilómetros cuadrados perteneciente a la provincia de Murcia. La ‘solastalgia’ de Albadalejo se transmite entre los vecinos: llevan tiempo clamando por su supervivencia y recordando ese idílico paisaje que nunca volverá.

Este término engloba de repente todo un estado anímico, un sentimiento “profundo, evidente, que se palpa en todo el mundo en distintos contextos y que probablemente llevamos miles de años experimentando en circunstancias similares”, tal y como apuntaba el ambientalista Albrecht en la revista National Geographic. Es una palabra, arguye, que no debería existir, pero que tuvo que crearse por lamentable fuerza mayor. La ONU calcula en su informe de 2019 que un millón de especies se enfrentan a la extinción por el cambio climático, la temperatura del planeta subirá entre tres y cinco grados centígrados hasta 2050, 4.000 millones de personas vivirán en terrenos desertificados y la polución causará más de los siete millones de muertes anuales que ya produce. En Brasil el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales aseguró en noviembre que la selva Amazónica ha perdido en un año 9.762 kilómetros cuadrados de vegetación (la superficie de Navarra).

ˎ'Ecocidio’

Ante un presente ambiental desalentador, varios expertos y activistas han tratado de forjar un marco lingüístico adecuado. Hablan del desasosiego que provoca no saber cómo cuidar del entorno, del impacto irreversible sobre él que provocan ciertos actos o del punto de no retorno al que nos abocamos y que quizás voltee nuestras costumbres. También del crimen global que se está produciendo contra el planeta o ecocidio, como señala el escritor inglés George Monbiot. “Habría que considerar un nuevo crimen internacional: el ecocidio”, puntualiza por correo electrónico. Para Monbiot, cometen este crimen quienes dañan gravemente o destruyen el hábitat natural. Entre ellos, los altos directivos de una empresa o los ministros de un Gobierno, que tendrían que rendir cuentas ante un tribunal penal. Así existiría la obligación legal de cuidar de los seres vivos de la Tierra, dice. Tipificar el delito, sostiene, lo cambiaría todo: “Podría marcar la diferencia entre un planeta habitable y uno inhabitable”.

‘Trastorno por déficit de naturaleza’

Más en sintonía con Albretch se encuentra Richard Louv. El autor de Los últimos niños en el bosque añade la expresión “trastorno por déficit de la naturaleza”. No es un diagnóstico médico, sino un término “útil”, una “metáfora”, para describir “los costos humanos” de la separación de ella. Entre ellos: disminución del uso de los sentidos, enfermedades físicas y emocionales o aumento de la obesidad infantil y adulta. Porque biológicamente, somos todavía cazadores y recolectores. “Los seres humanos se sienten atraídos de forma innata por la naturaleza”, sostiene, “y necesitamos experiencias en ella para nuestra salud psicológica, física y espiritual”.

‘Ecotrauma’, ‘ecoansiedad’

La degradación provoca en la gente una sensación de pérdida. Y esto les lleva a lo que Stef Craps denomina ecotrauma. “Su bienestar mental se ve amenazado por la ruptura de los lazos emocionales con lugares que alguna vez fueron conocidos íntimos”, apunta el profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Gante (Bélgica). Craps analiza cómo se puede atravesar un duelo in situ o anticipado que, a menudo, queda sin verbalizar. “El acto de nombrarlo es un paso importante para llevarlo a la conciencia pública y otorgarle aceptación y legitimidad social”, razona, hermanando el concepto a otros como la ecoansiedad, dolor ecológico, melancolía ambiental y trastorno de estrés pretraumático. “Si queremos enfrentarnos adecuadamente a la crisis ecológica, necesitamos ir más allá del antropocentrismo, es vital expandir el círculo de los afligidos. Extender el agravio a otras especies puede ayudarnos a desarrollar una ética ecológica y animarnos a actuar en nombre del medio ambiente”.

‘Colapsología’

El porvenir, sin embargo, pinta menos bonito. La palabra colapso sobrevuela el planeta desde hace décadas. El apocalipsis que proclaman algunos responde a un proceso lento y gradual que destruirá irreversiblemente nuestras sociedades, anota Pablo Servigne, uno de los teóricos de la colapsología. “Puede que ya haya comenzado, pero hoy solo podemos apostar que no queda mucho y que existe la oportunidad de actuar y evitarlo o, al menos, limitar el daño”, aclara, refiriéndose a una encuesta en Francia en la que dos de cada tres personas afirmaban creer que experimentarán el fin del mundo durante su vida. Lo que importa, incide, es crear horizontes para las secuelas, pensar en las formas de vida que podrían suceder a nuestra civilización.

“Nuestro mundo es, paradójicamente, poderoso y muy vulnerable. Es necesario prepararse para otros choques, y esto se hace colectivamente, gracias a la ayuda mutua, la autoorganización y la autonomía”, apostilla Servigne, al que se acusó de alarmista antes de que la epidemia de coronavirus o la reciente tormenta Filomena reforzaran este tipo de teorías. Este periodo pandémico empuja en esa dirección. “Irónicamente, ha aumentado la conciencia pública de la profunda necesidad humana de conexión con la naturaleza”, aduce Richard Louv. Mientras estábamos confinados, añade, nos fascinó el regreso de animales salvajes a nuestros vecindarios. Cuando se despejaron el aire y el agua vimos un mundo restaurado. “La relación entre nuestra psique y nuestro entorno”, anota Servigne, “es fundamental, muy rica y profunda”. Los trastornos psíquicos causan trastornos ambientales, y viceversa. Por eso, la cuestión ecológica (cuidar a los humanos y la tierra) es al mismo tiempo política, científica, metafísica, emocional, artística, espiritual y léxica. No hay más que mirar a los vecinos del Valle de Hunter o a Albadalejo, aquejada de una aflicción abstracta que ya tiene nombre.

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