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Claire Marin: “El confinamiento nos ha demostrado hasta qué punto somos seres sociales”

La filósofa francesa, experta en analizar el impacto vital de rupturas y enfermedades, reflexiona sobre las consecuencias de la pandemia

Silvia Ayuso
La filósofa Claire Marin, en París el 24 de agosto.
La filósofa Claire Marin, en París el 24 de agosto.Manuel Braun

La filósofa Claire Marin (París, 1974) ha dedicado buena parte de su carrera a reflexionar sobre las enfermedades y otras disrupciones que ponen a prueba nuestras concepciones o modo de vida. Rupturas amorosas, como las que analiza en su libro Rupturas (Alienta editorial, que se publica el 1 de septiembre), pero también todos esos procesos, desde el nacimiento a la muerte, que marcan un antes y un después —o al menos un giro— en nuestras vidas. Para ella, una crisis como la de la pandemia y el confinamiento es un campo de estudio ideal. Quizás, aventura en un encuentro en su casa parisina, una de las mayores sorpresas haya sido descubrir que no éramos tan invulnerables como nos creíamos. Aunque parezca que muchos quieren volver a olvidarlo.

Pregunta. ¿Estaba el mundo preparado para una pandemia?

Respuesta. Era inimaginable, sobre todo para los países más privilegiados, que consideraban las pandemias como algo de otro tiempo. Volver a métodos que nos parecen arcaicos, como el encierro, era algo que jamás habríamos imaginado. Encima recuerda a periodos más sombríos de la historia, lo que hace que en el plano colectivo vivamos esto casi como una regresión, una debilidad de nuestra medicina, de nuestra ciencia y tecnología. En el plano individual, sobre todo para pueblos con una larga historia de autonomía y afirmación del individuo, este encierro y esta lógica de lo colectivo ha sido una experiencia inédita y frustrante, vivida a veces como un ataque a la libertad.

P. ¿Nos creíamos invulnerables?

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R. Había una ilusión sobre el poder que le habíamos conferido a la ciencia, a las tecnologías y a la medicina. Era algo que ya me sorprendía antes de la epidemia, cuando la gente preguntaba: “Pero esa enfermedad ¿no somos capaces de curarla?”, como si estuviéramos en un mundo, al menos en los países ricos y desarrollados, donde la ciencia es milagrosa, casi divina, y que haya enfermedades incurables parece una contradicción. De golpe descubrimos que efectivamente estamos vivos y que, por tanto, el riesgo de morir está siempre ahí. Es una idea defendida por el filósofo y médico Georges Canguilhem, que decía que estar vivo es el riesgo de ser mortal. Tendemos a olvidarlo por la confianza que tenemos en la medicina.

P. ¿Va a cambiar el coronavirus nuestra relación con las enfermedades, con la idea de la vulnerabilidad?

R. Puede que haya cuestionado nuestra relación con la salud, con lo que comemos y con el impacto de la contaminación. Pero, pese a todo, el reflejo es volver a esa especie de ingenuidad. No creo que, salvo en las primeras semanas, cuando todo el mundo tuvo miedo por lo que le podía suceder, hayamos interiorizado la idea de la vulnerabilidad.

“En los países ricos habíamos conferido un gran poder a la ciencia. La considerábamos milagrosa, casi divina”

P. Usted critica el “lenguaje bélico” en torno a las enfermedades. ¿Por qué no es buena idea hablar de la “guerra” contra el coronavirus o de “ganar la batalla” al cáncer?

R. Cuando hay una guerra hay un enemigo e intención de perjudicar. Estamos ante un virus que no es ni el bien ni el mal. Moralizamos un fenómeno que no es moral sino biológico, neutro. Además, la imagen de la batalla es muy injusta: lleva a pensar que si el enfermo sobrevive es porque fue valiente, combativo, voluntarioso, optimista. Por desgracia hay quienes tienen un comportamiento que podríamos llamar heroico y no sobreviven.

P. En su último libro dice que “las rupturas marcan nuestra existencia, nos transforman, nos hacen cuestionarnos profundamente”. ¿Es el confinamiento una de esas rupturas?

R. Sí, y es algo que ni me planteé cuando escribí el libro. Antes del confinamiento tenía previsto reunirme con presos que habían trabajado con ese texto con su profesor y que de inmediato dijeron: “No habla de la gran ruptura que supone el encarcelamiento, la ruptura con la vida social, la vida familiar, profesional…”. Y eso es lo que hemos acabado viviendo todos de golpe. Los vínculos con los otros se restringieron considerablemente. Hemos experimentado hasta qué punto somos seres sociales, animales políticos que necesitan relacionarse con otros.

P. Esta sociedad cada vez más individualista, ¿era un espejismo?

R. Esto nos ha puesto ante nuestra capacidad de estar solos. Es una expresión que hallamos en algunos psicoanalistas. Donald Winnicott dice que crecer, hacerse adulto, es ser capaz de estar solo. Puede que seamos mucho menos individuales de lo que pensábamos. También hemos descubierto nuestra dependencia material, vital, incluida la gente que se creía muy autónoma e independiente.

P. Al mismo tiempo hemos visto reacciones muy individualistas o hasta egoístas, como los que se niegan a ponerse mascarilla.

R. No hemos tomado conciencia de lo que es el cuerpo social, eso es un paradigma que hemos perdido. Creo que es algo muy ligado a la lógica individualista del capitalismo. No quiero caer en caricaturas, pero hemos tenido esa especie de elogio del individuo que decide por sí mismo y que finalmente tiene poca conciencia de las implicaciones de sus acciones o de su coste humano. Salvo en el deporte, no se habla ya de lo colectivo, no es una prioridad.

P. ¿Es buena idea provocar una ruptura, hacer un cambio radical de vida, tras un momento tan particular como el confinamiento?

R. A veces las crisis, personales o colectivas, permiten la expresión de algo que ya estaba siendo cuestionado interiormente. Cuando es así podemos estar seguros de nuestra decisión. Pero cuando la reacción está motivada por angustias, quizás hay que dar un poco de tiempo, ver si pierde fuerza el deseo a medida que la situación evoluciona. Soy bastante escéptica con esa nueva marea de urbanitas reconvertidos en seres campestres. Este tipo de conversiones funcionan bien si transferimos capacidades o competencias que ya poseíamos. Si no, a veces es una idealización que pensamos que va a salvarnos de una situación peor.

P. Entonces, aunque las rupturas pueden ser una oportunidad, hay que calcular bien los riesgos.

R. Sí, está la esperanza de encontrarse, pero también el riesgo de perderse. A menudo tenemos esa idea de que al cambiar seremos mejores. Cuanto más importante es la ruptura más pensamos que todo va a cambiar, y podemos encontramos con los mismos problemas en otros contextos. Me alucinan todas esas nuevas vidas que no son más que una repetición de la precedente, en otra ciudad o con una mujer más joven.

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Sobre la firma

Silvia Ayuso
Corresponsal en Bruselas, después de contar Francia durante un lustro desde París. Se incorporó al equipo de EL PAÍS en Washington en 2014. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, comenzó su carrera en la agencia Efe y continuó en la alemana Dpa, para la que fue corresponsal en Santiago de Chile, La Habana y Washington.

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