Gazpacho en plato llano. ¿En serio?

Hay una clase de restauración profesional que no tiene ningún tipo de interés en nada que tenga que ver con la gastronomía; cuya fuente de ingresos no es cocinar, sino usar la cocina como excusa

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Creo que como civilización culinaria hemos alcanzado alguna clase de cúspide. Ha llegado el día en el que en un restaurante me han servido un gazpacho en plato llano. Mi cuchara ha tocado fondo de loza presuntuosa de cuarenta centímetros de diámetro antes de poder llegar a quedar cubierta del todo. Siento el impacto del rayo láser dimensional venido del espacio, que me achica y me reduce al tamaño de un picatoste, me coloca en la linde de la cuchara, y desde ese pequeño cerro de metal, erguida en mi atalaya sobre un mar rojo de malos augurios, como una bella dama que esperase el retorno de su amado en lo alto de un acantilado oteando el horizonte en busca de una vela blanca, reflexiono. Me pregunto, “¿por qué?”.

Lo hemos dicho y discutido casi todo acerca del gazpacho. Es una cuestión transversal, mundial, colosal. El gazpacho nos importa. “¿Por qué de una manera y no de otra?” Es el quid de la cuestión.

Aún polemizamos acerca de si el gazpacho canónico lleva pepino, cuando deberíamos preguntarnos quizás si lleva tomate. Ya se hacían gazpachos en la Península mucho antes de la venida de América de esta hortaliza, y la versión colorada no se popularizó hasta que no se puso de moda el color rojo entre la alta sociedad andaluza, en torno a 1886.

Hay quien pone en tela de juicio que a un gazpacho con cerezas o con sandía se le pueda seguir llamando gazpacho, y da argumentos. Se puede llegar a cuestionar que el gazpacho sea una sopa, porque su germen original es un majado espeso de pan seco, vinagre, ajo y aceite de oliva, madre de todo lo bueno que puede dar de sí un mortero a partir de lo que guarda en el bolsillo un pobre de secano. A eso, los manchegos podrían añadir que el gazpacho, caliente y con cordero; y los extremeños, con conejo.

Hay quien sostiene que echarle agua es una argucia ruin para abaratarlo, otros responden que eso lo aligera y mejora. Hay quien aconseja quitarle el germen al ajo para que no repita, aunque eso del ajo de repetirse dependa más de la naturaleza del ajo que del germen. Pero la cuestión es que todo el mundo tiene una respuesta elaborada basándose en su punto de vista a ese “¿por qué así y no asá?”. Aunque esa respuesta sea “en casa, siempre se ha hecho así”. A mí esa respuesta me vale como punto de partida.

Todas estas conversaciones y debates me apasionan y me interesan, independientemente de quién lleve razón —más importante que tener razón es tener gazpacho—. Suman gozo a la degustación, añaden nuevas dimensiones de placer intelectual al acto físico de comer, y son en sí mismas una forma de sobremesa. Tal y como yo lo veo, su sentido no es fiscalizar ni juzgar qué hace la gente en su casa, porque en casa no hay un gazpacho bueno, sino millones; tantos como plasmaciones físicas de una idea abstracta que se invoca con el objetivo de apañar comidas y cenas y dar salida digna a lo que haya en la nevera, no ser canónico ni ajustarse a ninguna ley.

Pero mientras en el mundo de las ideas, los amantes de lo gastronómico conversamos sobre este plato y sus derivadas; mientras hurgamos en archivos históricos mirando de dilucidar y argumentar, sin faltar ni ofender, el cuándo, el dónde, el quién, el porqué y el cómo, en la caverna de la restauración de gama media, allí donde se sirve gazpacho a cambio de dinero a gente común, nos comen las hordas de goblins y existen cosas como un gazpacho en plato llano. ¿Por qué?, pregunto.

¿Por qué quedarse a medio camino pudiendo llevar la estulticia hasta el final y emplatar el gazpacho, no en plato llano, sino en pizarra, como los modernos de verdad? ¿Cómo es posible que el restaurante en cuestión estuviese lleno a reventar? Y, sobre todo, ¿por qué no de gente alzada en armas blandiendo antorchas ante un sipiajo en la cara de este calibre por parte de un chef que no debe de tener ni madre ni quien le arree, sino de gente dispuesta a pagar por algo que no puede ser interpretado sino como una falta de respeto?

Un chef es un responsable de cocina. Responsable es quién responde y da la cara cuando alguien pregunta “¿por qué?”. Hay una clase de restauración profesional que no tiene ningún tipo de interés en nada que tenga que ver con la gastronomía; cuya fuente de ingresos no es cocinar, sino usar la cocina como mampara, como pantalla, como excusa. No tiene respuesta a ningún “¿por qué?”, porque nunca se los ha planteado. Sabe que salir a comer nos gusta a todos, que el gazpacho se vende, y que servir en un chiringuito cincuenta gramos de babas, recién salidas de la Thermomix en un plato de tres kilos, va a causar cierto efecto en el cliente incauto y va a mejorar el margen de negocio.

La próxima vez que salga a comer por ahí me anudaré una cinta roja en la frente y me pintaré de tizne negro las mejillas. Yo ya he tenido suficiente. Por favor, no me dejen sola. Tenemos que empezar a decir basta a tanta tontería. ¿Por qué no lo hemos hecho aún?

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