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Amalia Álvarez y Alexandre Bóveda: no enterraron cadáveres, enterraron semillas

Se enamoraron cantando en la Coral Polifónica de Pontevedra en los años veinte. Él fue detenido por los fascistas el 20 de julio de 1936, cuando ella estaba embarazada del quinto bebé. En la cárcel, le escribió una carta imperecedera que ella atendió siempre: velar por su recuerdo, cuidar de los niños, crecer sin odio

Amalia Alvarez y Alexandre Boveda
Amalia Álvarez y Alexandre Bóveda dando un paseo en barco por la ría de Pontevedra durante la procesión de San Benito del 11 de julio.Fundación Alexandre Bóveda
Manuel Jabois

El padre de Amalia Álvarez Gallego se metía con su hija, de 18 años, diciéndole: “Mucho hablas tú de ese de Hacienda”. Ella respondía airada: “Bah, ni siquiera me fijo en él. Yo quiero uno alto, ese no me gusta”. Porque Alexandre Bóveda, “ése de Hacienda”, era bajito. Y de Ourense. Había llegado a Pontevedra en 1926, con 23 años, gracias a una fulgurante carrera en la Administración pública: era a esa edad ya jefe de contabilidad de Hacienda, y en Pontevedra encontró un caldo de cultivo perfecto para sus inquietudes políticas. En la ciudad coincidían, en aquella época, Castelao, Antón Losada Diéguez, Iglesias Vilarelle o Valentín Paz Andrade, con los que acabaría fundando el Partido Galeguista (PG). También encontró el amor: Amalia Álvarez Gallego y Alexandre Bóveda Iglesias se enamoraron cantando. Estaban los dos en la Coral Polifónica. Empezaron a hablar, a salir. Y ella, poco a poco, empezó a hablar de él. Hasta que su padre se lo hizo notar, y ella, que era muy digna, dijo que no: que no le gustaban los hombres bajitos. 60 años después del fusilamiento de su marido Alexandre Bóveda, reconoció que sí. “Vaia se me gustaba. Era todo: a conversa del, aquel marabilloso falar e contar”.

Imágenes de la época los muestran paseando por los jardines de la plaza de Ourense, yendo a ver un partido de fútbol en Pontevedra, sentados en la Alameda de A Coruña o, como la foto que ilustra esta página, dando un paseo en barco por la ría de Pontevedra durante la procesión de San Benito del 11 de julio. Se casaron el 20 de octubre de 1930 en el Monasterio de Poio. Xosé María Álvarez Blázquez, primo de la novia y escritor, dejó escrito que Alexandre parecía un niño lleno de felicidad. Llevaba una pequeña flor blanca en la solapa y jugaba, nervioso, con sus guantes, también blancos. Se fueron a vivir a Andurique, un lugar pegado a Pontevedra, al otro lado del puente de A Barca.

Hasta 1936, Bóveda hizo muchas cosas, la más importante de todas junto a Amalia Álvarez: cinco hijos en seis años. También vivió fuera un año, fue secretario de Organización del PG y puso a andar el primer Estatuto de Autonomía de Galicia mano a mano, entre otros, con Enrique Rajoy Leloup, abuelo de Mariano Rajoy. Entre medias, se convirtió en tenor y solista de la Coral Polifónica. Allí contaban con un barítono, Víctor Lis Quibén, médico culto y estudioso de la etnografía, que en 1936 lideró un grupo paramilitar dedicado al “exterminio de rojos” en Sanxenxo, Poio y Pontevedra: mataban por la noche y saqueaban locales sindicales; Lis Quibén fue apartado de semejante grupo (la Guardia Cívica) por su brutal violencia.

El 18 de julio de 1936, tras el golpe de Estado, Alexandre Bóveda se presentó en el Gobierno Civil para formar parte de un grupo de colaboración de defensa de la República junto al gobernador. Y más gente, entre ella Amancio Caamaño, Telmo Bernárdez, Luis Poza, Paulo Novás, Germán Adrio, Benigno Rey, José Adrio Barreiro, Víctor Casas, Juan Rico y Ramiro Paz (fusilados todos ellos el 12 de noviembre en Pontevedra) y Juan Milleiro, fusilado en 1937, y Amando Guiance Pampín.

Años después, la viuda de Bóveda recordaría a Diario de Pontevedra que una de esas noches, entre el 18 y el 20 de julio, tuvo una pesadilla: había soñado que Alexandre pasaba por delante de casa vestido de soldado, y caía muerto de un tiro. Despertó llorando, y él le preguntó: “¿Choliñas, Choliñas, que che pasa?”. Y ella recordaría mucho tiempo después que esos dos días le pedía que no volviese a casa andando, que podía haber alguien que le disparase, y él se reía y decía: “¿Pero quién me va a querer matar a mí?”.

El 20 de julio, a las 19.40, al salir del Gobierno Civil, el mando militar lo detuvo para recomendarle que no saliese de la ciudad, que no atravesase el puente de A Barca para llegar a su casa, pues se estaban produciendo muchos tiroteos en esa zona. Bóveda atendió la petición (¿u orden?) y decidió dormir en casa de sus suegros, los Álvarez-Limeses. Ellos fueron los primeros que le inquietaron de verdad: le recomendaron huir. A la mujer de Bóveda, Amalia, le había llegado una conversación en la que un marido le decía a su esposa: “A esos rojos los tienen que liquidar. Dicen que ya hay listas de gente para matar”. Alexandre Bóveda tampoco le hizo caso a sus suegros: ¿por qué iba a huir? Esa noche se quedó hasta tarde hablando con su cuñada, Lolita Álvarez Gallego.

Uno de los testigos del juicio al nacionalista gallego Alexandre Bóveda fue el abogado Gonzalo Adrio, fallecido en 2018, que se coló como público en las sesiones con apenas 17 años. Entrevistado por Diario de Pontevedra, recordaba bien la “pantomima” que había sido aquello. Lo juzgaron junto a Amando Guiance, condenado a cadena perpetua que se quedó finalmente en 20 años. “A cada pregunta capciosa del fiscal Ramón Rivero de Aguilar, un funcionario de la Diputación se levantaba aplaudiendo a gritos”, dijo Adrio. Bóveda fue condenado a muerte. Esta fue su última declaración: “Mi patria natural es Galicia. La amo fervorosamente. Jamás la traicionaría, aunque se me concediesen siglos para vivir. La adoro hasta más allá de mi muerte. Si el tribunal entiende que por este amor entrañable debe serme aplicada la pena capital, la recibiré como un sacrificio más por ella, y bajo su bandera deseo ser enterrado (…)”.

“Mi madre decía que le dedicaba más tiempo a Galicia que a nosotros”, dijo a El Mundo su hija, Amalia. “Y yo creo que él, cuando lo detuvieron, lo reconoció y se arrepintió de no haber pensado más en nosotros. Mi madre nunca habló, sólo al final, y yo me fui enterando de más cosas”. En esa misma conversación, en 2014, contó un recuerdo muy turbio que tenía de niña: “En verano jugaba delante de la puerta de casa que teníamos en Poio. Jugaba sola al mediodía porque no había nadie, y siempre pasaba un hombre muy grueso que se me quedaba mirando fijamente. A mí me daba mucho miedo y un día se lo dije a mi madre. Al día siguiente las dos esperamos tras la puerta para ver quién era. Pasó como siempre, no me vio fuera y siguió de largo. Mi madre me dijo muy seria que nunca más saliese de casa a esas horas. Sólo cuando fui mayor supe quién era: Víctor Lis Quibén”.

Tras la condena, Alexandre Bóveda se negó a firmar un último recurso con la esperanza de que así se dejase en paz a su familia. Se fechó su fusilamiento el 17 de agosto a las 5.30, en un punto indeterminado de la carretera número 1 de Campañó, en Pontevedra. La tarde del día 16 fue la última vez que Amalia Rodríguez, embarazada de cinco meses, pudo ver a su enamorado, el hombre bajito, “ese de Hacienda”, del que al principio renegaba coquetamente. David Otero, en su libro sobre Bóveda (Alexandre Bóveda. Na demanda de restauración, Laiovento, 2009) describe bellamente esa despedida: “Alí déronse o derradeiro bico de amor. De eterna fidelidade. Fixéronno coa enteireza dos inocentes aos que lles estaban roubando algo incalculábel”. El tiempo que le quedaba con vida lo pasó diseñando su propia lápida: una cruz, su nombre (alguien después fue a su tumba a tachar la ‘x’ y poner una ‘j’), la fecha de su muerte y una estrella de cinco puntas. También se confesó, fue a misa y comulgó. Esa madrugada, la camioneta que lo llevaba para ser fusilado pasó a pocos metros de su casa, donde pasaba las noches Amalia, insomne, junto a sus cuatro hijos.

El fusilamiento fue en A Caeira, al lado del puente de A Barca, pegado a Pontevedra; tanto, que el hermano de Amalia, Xerardo Álvarez Gallego, escuchó los disparos: “Escoitamos o tremor dos tiros na Caeira. Foi como unha puñalada no noso cerrizo [espinazo]”. “Non enterraban cadáveres, enterraban semente [semillas]”, dijo Castelao de los fusilamientos.

Hubo dos historias antes de eso que tuvo como protagonista a un amigo de Alexandre, Xosé Sesto. Bóveda había pedido ser enterrado con una bandera gallega, algo que se le negó; Sesto, cuando el cadáver iba a ser enterrado en el cementerio de San Mauro, se acercó a él y le escondió una bandera pequeña en el pecho, bajo la chaqueta. El mismo Sesto, en las horas previas al fusilamiento, recibió la visita insólita de un soldado. Era un hombre que había sido muy amigo de Bóveda, al que había ido a visitar a la cárcel, con el que jugaba en Ourense cuando eran niños. Y le había tocado estar en el pelotón de fusilamiento. Sesto le dijo que fingiese una enfermedad; el soldado le respondió que en ese caso le montarían un consejo de guerra. Sesto, entonces, le preguntó si tenía hijos. Dijo que sí. Rendido, le preguntó si era buen tirador. El soldado le dijo que estaba calificado como tirador de primera. “Pues ese valor tan extraordinario que veo en usted, póngalo al servicio, serenamente, de su pulso, y apunte a nuestro amigo al corazón, para que no sufra”. A la historia reaccionó así Xosé Luis Bóveda, hijo de Alexandre Bóveda, cuando se le preguntó si llegó a conocer a aquel amigo: “Yo era un crío de dos años. Comprenderás que fuera quien fuera, y de la condición que fuera, a uno de los que le pegó un tiro a mi padre nadie me lo presentaría”.

Amalia Bóveda, la hija de la que estaba embarazada Amalia Álvarez cuando fue asesinado Alexandre, es una mujer entrañable, cariñosa y lúcida. Una de las razones de ese carácter es que nunca se permitió odiar: no le concedió ese lujo a los enemigos de su padre. “Cada 17 de agosto mi madre nos cogía a los cinco y nos llevaba al cementerio a verlo. Mi madre se quedó sola con cinco hijos, nos separaron a los hermanos para poder salir adelante. Yo fui interna a un colegio de monjas escolapias en Carabanchel Alto. Un día a las rojas, como nos llamaban las monjas, nos escondieron en una aula cuando Franco vino a visitar la escuela”, contó a El Mundo hace ocho años.

En su casa no se hablaba de lo ocurrido. “Supongo que por sentido de protección, por no alentar odio y por la última carta de él. Unas señoras llegaron a escupirla por la calle. Como habían fusilado a su marido, y era la viuda de Alexandre Bóveda, humillarla era una adhesión indudable al régimen”, dijo. “Pero mantuvo amistad con familias falangistas toda su vida, con familias vecinas con las que había convivido en paz hasta la guerra y después. Y vivió lo suficiente para ver la restauración de la figura de mi padre, su busto en esta plaza, el monumento en donde lo mataron, su reconocimiento como hijo predilecto de la ciudad, su aniversario como Día de Galiza Mártir. Y gracias a ella ninguno de nosotros crecimos con revanchismos. Solo quisimos, y aún queremos saber, porque siempre hay que saberlo todo. Pero odio no. Porque los que lo hicieron están muertos, y los hijos nunca deben pagar por los pecados de sus padres”.

Amalia Álvarez Gallego murió el 27 de noviembre de 2001, 65 años después del fusilamiento de Alexandre Bóveda. Su último deseo fue que sus restos descansasen junto a los de él, así que Xosé Luis Bóveda abrió la cripta de los Álvarez en el cementerio de San Mauro, donde estaban los restos de su padre junto a otros de su familia política; pudo reconocerlos pronto porque en el cráneo de Bóveda estaba el agujero del tiro de gracia.

Amalia Bóveda Álvarez, el bebé que no llegó a conocer a su padre, se enteró de quién era Alexandre Bóveda cuando un día por la calle le contaron que fue un hombre que se había vuelto loco y había cogido armas e iba por la calle disparando. Llegó a su casa y se lo dijo a su madre: ella le contó la verdad. Le dijo cómo había muerto su padre y por qué. Y le habló de la carta. Fue lo último que escribió Alexandre Bóveda en prisión, a sus 33 años. Una carta escrita en gallego y dirigida a aquella chica de la que se empezó a enamorar mientras cantaban en el coro.

«Choliñas, Miña Peque, Vidiña:

Quisiera escribirte mucho. Pero ya sabes todo lo que podría decirte. Perdóname todo, que los peques me recuerden siempre; que cumplas todos mis encargos. Yo, almiña, estaré siempre con vosotros como te prometí. Faltan unos minutos y tengo valor, por vosotros, por la tierra, por todos. Voy tranquilo. Adiós, Vidiña: vive para los peques y los viejos, abrázalos, confórtalos. Sé Tú, mi pequeñita admirable, la más valiente de todos. Allá sentiré alegría y satisfacción de ti y de todos. Os recordaré siempre, velaré siempre por vosotros. Adiós. Contigo, con los peques, con los viejos todos, estará siempre en el recuerdo, en el más grande, más hondo, más infinito de los abrazos, vuestro, Xandro.

P. S. / Recé contigo».


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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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