Salieron de Vietnam y murieron asfixiados en un camión rumbo al Reino Unido

39 inmigrantes fueron hallados muertos en un remolque frigorífico en Essex en octubre pasado. Un viaje a sus lugares de origen en el país asiático revela los sueños que perseguían y las deudas que dejaron atrás

“Lo siento, mamá. No he tenido éxito en mi viaje. Te quiero mucho. Me estoy muriendo porque no puedo respirar”. Oculta en el interior de un camión, Pham Thi Tra My, de 26 años, escribió el desesperado mensaje en su móvil. En la otra punta del mundo, de madrugada, nadie vio en la diminuta casa de su familia en el norte de Vietnam el breve resplandor azulado de aquella alerta. El teléfono de su madre estaba silenciado. Al día siguiente, pese a las llamadas cada vez más frenéticas de los suyos, ya era demasiado tarde. La falta de aire y una altísima temperatura habían matado a la joven y a 38 compatriotas con los que, apiñada en un camión maldito, Tra My había compartido el sueño de entrar en el Reino Unido para empezar una vida mejor y enviar dinero a casa. “Fue lista hasta en sus últimos momentos”, sonríe en medio de las lágrimas Nguyen Thi Phong, de 55 años, abrazada al retrato de su hija en el soportal de casa. “Incluyó su dirección (de Vietnam) en esos mensajes. No nos la estaba mandando a nosotros: era para que la policía pudiera identificarles”.

El hombre que conducía aquel vehículo que ocultaba al grupo de migrantes lo abandonó en un polígono industrial en Grays (condado de Essex), a unos 30 kilómetros al este de Londres, al darse cuenta de que la parte trasera se había convertido en una tumba. Era el 23 de octubre de 2019.

La familia de Tra My vive desde entonces atormentada por no haber visto el grito de ayuda a tiempo. La joven, una de las ocho mujeres del grupo, fue la única que pudo esconder el móvil entre su ropa al subir al camión frigorífico. Solo sirvió para que la policía británica hallara la pista hasta el punto de partida del largo viaje que la llevó a la muerte: una vivienda con el techo desconchado en la aldea de Thi Tran Nghen, en la empobrecida provincia de Ha Tinh, en el norte de Vietnam. Allí, Nguyen Thi Phong, vendedora en el mercado local, cuenta que la joven, la única chica entre dos hermanos varones, era el cerebro de la familia, la niña de los ojos de sus padres.

Nguyen Thi Phong y Pham Van Thin, padres de Phan Thi Tra My, una de las víctimas, en su casa de Thri Than Nghen, en la provincia vietnamita de Ha Tinh.
Nguyen Thi Phong y Pham Van Thin, padres de Phan Thi Tra My, una de las víctimas, en su casa de Thri Than Nghen, en la provincia vietnamita de Ha Tinh.Lorena Ruiz Pellicero

“Fue ella la que decidió marcharse y nosotros la apoyamos al 100%. Era la más preparada de la familia, ¡hablaba japonés! Tenía unas ideas muy claras sobre lo que teníamos que hacer para salir adelante y aconsejaba muy bien a sus hermanos. Lo había calculado todo sobre este viaje y nosotros aceptamos lo que ella había pensado”, explica Thi Phong.

Tra My había aprendido japonés para entrar en uno de los programas de mano de obra legal que Vietnam exporta a otros países asiáticos —cerca de 160.000 personas se inscribían antes de la pandemia en ellos cada año para trabajar en Taiwán, Japón o Malasia— y se empleó en una fábrica de empaquetado de alimentos nipona durante tres años. Con parte de lo que ahorró, Tra My compró un taxi para su hermano pequeño, que no encontraba su camino en la vida. El joven lo acabó estrellando el verano pasado en una carretera secundaria durante una fuerte tormenta, lo que hizo más apremiante que ella consiguiera ganar más dinero.

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"Cuando regresó de Japón, le dije que era el momento de buscar novio y casarse. Ella me contestó que ya habría tiempo para eso cuando hubiera pagado nuestras deudas y nos hubiese construido una buena casa”, rememora su madre junto a las velas de incienso que arden en el altar funerario de su hija. Tra My había puesto la vista en el Reino Unido, donde tenía unos primos, y creía que allí doblaría su sueldo japonés.

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“Se marchó de casa con una sonrisa enorme. Insistió en que no hacía falta que la despidiéramos. Que ya era la segunda vez que se iba y que volvería pronto, en uno o dos años, con las deudas pagadas”, se rompe su madre entre sollozos. “Si hubiese sabido que era algo tan peligroso, no la hubiera dejado marchar nunca”. Su marido, Pham Van Thin, con los ojos enrojecidos, asiente. Este antiguo guardia de seguridad no ha podido volver a trabajar desde el fallecimiento de su hija.

La esperanza de Tra My de una vida mejor se rompió en mil pedazos, como la de Nguyen Dinh Luong, de 21 años. Su padre, Nguyen Dinh Gia, campesino y carpintero de 55 años, se aferra a un rosario roto, de plástico barato, mientras habla de él: un chico tímido, responsable, deportista. Recibió el cuerpo de su hijo para enterrarlo a finales de noviembre pasado: “Nos dieron la opción de devolver sus cenizas o los restos en un ataúd. Preferimos el ataúd. Era más caro, pero queríamos verle una última vez. Abrimos la tapa y vimos que el Gobierno británico le había vestido con un buen traje. Un detalle muy bonito. Nos confortó mucho”.

Detrás de Dinh Gia, en la sala principal de la casa -una vivienda sencilla de carpinteros-, está levantado el altar funerario en honor a Luong, con una imagen de la Virgen. Fuera, en el pequeño jardín, están esparcidas algunas de las pocas posesiones que dejó el joven: la tabla de abdominales que fabricó con unos hierros y unas pesas hechas con madera y bloques de hormigón.

Campos de cultivo en el distrito vietnamita de Can Loc.
Campos de cultivo en el distrito vietnamita de Can Loc.Lorena Ruiz Pellicero

Frente a la casa, la llanura de arrozales húmedos se extiende hasta el infinito. Aquí, en Thanh Loc, un pueblo de mayoría católica de Ha Tinh, la misma provincia de la que procedía Tra My, hasta las nubes bajas de un cielo plomizo parecen pesar sobre las personas para encorvarlas sobre la tierra de cultivo. Como en muchos otros pueblos de su distrito, Can Loc, el campo es casi la única fuente de empleo y da para muy poco más que subsistir. Treinta de los 39 pasajeros del camión procedían de esa provincia o de la vecina Nghe Anh.

Luong, el joven deportista, se marchó en 2017. Los ahorros de su tercer hermano, regresado de trabajar en Taiwán, le permitieron lanzarse a la aventura. “Su propósito era muy puro, ayudar a la familia a salir de la pobreza”, apunta su madre, Nguyen Thi Huan, de 55 años, mientras se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

El viaje de Luong costó 20.000 dólares (unos 18.475 euros), o 460 millones de dong vietnamitas, y duró nueve meses. Según explican sus padres, siguió una ruta típica, en varias etapas: en avión hacia Moscú, donde permaneció unos meses con un visado caducado. De allí hacia Ucrania, cruzando bosques y carreteras a pie. Al entrar en Europa occidental, en Alemania, la familia pagó lo que quedaba del importe del pasaje, como cuentan los padres en una entrevista realizada en vísperas de cumplirse en enero pasado 100 días de la muerte de su hijo: el momento en que la tradición requiere retirar el altar casero y colocar los recuerdos del fallecido junto a los de sus antepasados.

El joven llegó finalmente en 2018 a Francia, donde se colocó de camarero en el restaurante de un compatriota. Pero su idea, como la de casi todos los que emigran en su distrito, era llegar al Reino Unido: un lugar donde, según los mitos que corren en Ha Tinh, se pueden ganar supuestamente 5.000 libras (unos 5.730 euros) al mes en los establecimientos de manicura, de camareros… o en granjas de cannabis.

Los padres y el hermano de Nguyen Dinh Luong, una de las víctimas del camión, en su casa de Can Loc.
Los padres y el hermano de Nguyen Dinh Luong, una de las víctimas del camión, en su casa de Can Loc.Lorena Ruiz Pellicero

“Él quería ir al Reino Unido para entregarse a la policía, pedir asilo e intentar entrar en algún programa de formación que le diera un trabajo más cualificado”, asegura su padre. “Nosotros no queríamos, nos daba miedo que le deportaran. Pero otros amigos le convencieron. Teníamos que pagar 11.000 libras cuando llegara”.

Pero el viaje acabó en tragedia en el camión que conducía Maurice Robinson, de 25 años y originario de la localidad norirlandesa de Portadown. Detenido poco después del hallazgo de los cadáveres, se declaró culpable de homicidio el mes pasado y de formar parte de una red de tráfico de personas por la que están acusados y esperan juicio otros cuatro hombres afincados en el Reino Unido e Irlanda del Norte, según la BBC.

Un país marcado por las desigualdades y contrastes

Vietnam es hoy uno de los grandes éxitos de desarrollo del sureste asiático, aunque también es un país marcado por las desigualdades y contrastes entre regiones. La política de Doi Moi, la reforma económica adoptada en 1986 por el Gobierno comunista, ha multiplicado por diez el PIB en 30 años (204.000 millones de dólares en 2018) y ha hecho de este país de régimen socialista un ferviente converso al capitalismo, con el sector de las manufacturas como principal motor. El dinamismo de una sociedad muy móvil de 96 millones de personas, de las que casi el 70% tiene menos de 35 años, es palpable en las callejuelas turísticas de Hanoi, atestadas de motocicletas hasta la llegada del coronavirus, o en los rascacielos y el frenesí empresarial de Ho Chi Minh, la antigua Saigón. Se espera que para 2026 la clase media se haya doblado y alcance el 26% de la población.

Con esa clase media de las grandes ciudades y sus comodidades sueñan los campesinos de la provincia de Ha Tinh, de 1,3 millones de habitantes y entre las más pobres del país. Una zona fría en invierno, un horno en verano, presa de los huracanes, las inundaciones y las sequías. Apenas hay industria y la que había sufrió un duro golpe cuando una planta taiwanesa causó un desastre ecológico en su costa hace tres años. Si en las grandes ciudades los ingresos medios rondan los 170 dólares (unos 150 euros) al mes, y la media del país es de 85, en Ha Tihn es de solo 51 dólares mensuales. Suficiente para subsistir -un bocadillo de carne y verdura cuesta 10.000 dong, 40 centavos-, pero con lo que solo se puede comprar la cuarta parte de un metro cuadrado de tierra en Can Loc.

Por eso, desde hace décadas, los que pueden, emigran. Una opción que genera remesas por 13.800 millones de dólares, o un 6% del PIB vietnamita, mediante los programas legales de trabajo en otros países asiáticos o la alternativa ilegal en Europa. Aunque la pandemia de la covid-19 ha cerrado esas opciones de momento. Y la prensa vietnamita ha empezado a publicar llamamientos de inmigrantes atrapados en el Reino Unido que ahora desean regresar a su país, donde la gestión de la enfermedad ha sido excelente.

El recorrido de los migrantes

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El camión en el que fueron encontrados los 39 cadáveres viajó desde Irlanda del Norte hasta el puerto de Purfleet, donde recogió el contenedor en el que estaban escondidos.

El camión y el contenedor fueron abandonados en el polígono industrial de Waterglade, en Grays.

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Es fácil distinguir a las familias de quienes se han marchado: sus casas en Vietnam son mansiones de varios pisos que empequeñecen las diminutas viviendas, de cemento o ladrillo visto, de los no tienen esa fortuna.

“Marcharse es algo natural. Todas las familias de este pueblo, Dau Lieu, tienen algún miembro en el extranjero”, explica sentada en cuclillas ante su granja Pham Thi Ha, una campesina enjuta de 65 años, que perdió a su hijo Bui Thai Thang, de 37, en aquel camión.

Su nuera, la viuda de Bui, tocada con el pañuelo blanco en la frente símbolo del luto, no para de llorar dentro de la casa. “Vivimos al día”, se lamenta mientras se abraza a sus tres hijos, dos niñas y un varón, entre los cuatro y los ocho años. “Él se fue para que los niños tuvieran un futuro. Todos los demás que se marcharon han tenido tanto éxito... Ahora no sé cómo vamos a pagar las deudas”, afirma. El dinero para costear el viaje lo pidieron prestado a los vecinos. “Hay que devolverlo y no hay nada en casa con qué hacerlo”, explica Pham. “Por mucho que trabajemos, en Vietnam no vamos a ganar suficiente como para pagar ese préstamo”.

Pham Thi Ha, madre de Bui Thai Thang, otra víctima, con dos de sus nietos, hijos del fallecido.
Pham Thi Ha, madre de Bui Thai Thang, otra víctima, con dos de sus nietos, hijos del fallecido.Lorena Ruiz Pellicero

“Los jóvenes crecen creyendo que la mejor manera de ganar dinero es irse al extranjero”, apunta por teléfono la experta en inmigración vietnamita Mimi Vu, desde Ho Chi Minh. “Para ellos, la prueba son esas casas construidas con el dinero de las remesas, las motos, los pequeños comercios que se abren con esos fondos”.

Cuando llegó a casa el ataúd de Nguyen Huy Hung, de 15 años, la víctima más joven en aquel camión, apenas había familia esperándolo en su pueblo, Xa Cuong Gian. Su padre y su madre se habían marchado ya al Reino Unido hacía tiempo. Él iba a reunirse con ellos.

“Debía haber esperado más tiempo”, se lamenta su abuela, Nguyen Thi Chien, de 69 años, en el interior de la casa familiar, una espaciosa vivienda de dos pisos que revela que algún pariente trabaja en el extranjero y que el hermano de la víctima, Mung, de 18 años, limpia cuidadosamente. Lo normal hubiera sido que fuera él, el mayor, quien se hubiera marchado siguiendo la senda de sus padres. Pero el carácter del pequeño se reveló demasiado fuerte.

“Se metía en muchas peleas", admite Thi Chien. Su ávida pasión por el fútbol no le metió en vereda. “Siempre andaba por ahí y la familia llegó a la conclusión de que era mejor alejarle del pueblo para enderezarle”, admite la abuela, que recuerda pesarosa los tiempos en que Hung era pequeño, siempre con la pelota en la mano y pidiendo arroz con huevo para comer. “Era muy niño aún. Muy ingenuo todavía”.

Altar dedicado por la familia a Nguyen Huy Hung en su casa de Xa Cuong Gian.
Altar dedicado por la familia a Nguyen Huy Hung en su casa de Xa Cuong Gian.Lorena Ruiz Pellicero

En el altar que su familia le ha dedicado, en el piso superior de la casa, junto a las varillas de incienso han quedado cuidadosamente colocados algunos de sus caprichos. Un móvil -"jugaba mucho con él", cuenta su abuela-; un bote de gominolas; paquetes de galletas; un cartón de leche. Y su foto, aún trajeado con el uniforme escolar. La foto de un adolescente de cara redonda y gesto serio, que no llegó a volver a ver a sus padres. Ni ellos, inmigrantes ilegales en el Reino Unido, pudieron regresar a enterrarlo.

En el camión, entre aquel grupo heterogéneo de migrantes, estaba también Nguyen Huy Phong, un hombre bromista y amante de las peleas de gallos, de 34 años y que deja un hijo de cinco; Vo Nhan Du, de 18 años y único hijo varón de una pareja de mediana edad que se describe ahora a sí misma como “los más pobres de los pobres”: ya no tendrá quien cuide de ellos en su vejez ni se preocupe por sus espíritus en el más allá; el primo de Du, Vo Van Linh, de 27 años y cuyo padre, cuando piensa en él, tiene como mayor deseo que “cuando se reencarne, lo haga en una persona”.

El destino de los 39 migrantes quedó sellado cuando se cerró la puerta del camión. En algún momento, cuenta Dinh Gia, el padre del joven Luong, empezó a faltar el aire y a subir la temperatura de manera insoportable. “Parece que se arrancaron lo que tenían puesto para intentar respirar. Mi hijo llevaba esto al cuello y se le desgarró al zafárselo. Me lo entregaron con su ataúd”, musita. Está mirando el rosario roto. No lo ha soltado en ningún momento.


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