Los cencerros y el diablo de los incendios resuenan en los carnavales de Zamora
La tradición centenaria de comarcas como Aliste o Carballeda resiste entre generaciones de una zona despoblada
En Villanueva de Valrojo (Zamora, 125 habitantes) visten colores llamativos y amplios volantes en trajes artesanales; lucen máscaras de cuero y cartón piedra y llevan un cinturón de campanas de latón que hacen resonar por el pueblo. Es Carnaval, época de mascaradas, un ritual pagano centenario que perdura en esta zona del oeste de la provincia y que tiene similitudes con otros festejos de diversas áreas de España y Portugal. Niños y mayores se visten con ropas de aspecto exótico, que se entremezclan con disfraces más normalizados como policías o princesas, para recordar una tradición que resiste a la despoblación de estos lugares. Castilla y León cuenta con 30 rituales similares protegidos como Bien de Interés Cultural Inmaterial. Lo material en esta ocasión son los personajes y los diablos que toman las calles por unos días.
Todo comienza en un pajar. Allí cuelgan sobre unas sogas decenas de ropajes de la más chillona y florida gama cromática. A un lado descansan decenas de máscaras. Al otro, cinturones de cuero de los que cuelgan unos 20 cencerros, cantidad que varía en función de la edad de quien los porta. En las esquinas se encuentran diablos, con cuernos y todo, que representan el mal que la sonora comitiva intenta espantar. Este hábito cultural se ha ido adaptando a los tiempos: primero solo salían disfrazados “los mozos de 14 años” hasta que se abrió a toda la población.
Uno de los impulsores de la cita en Villanueva, Carlos Andrés, de 59 años, tiene un taller artesanal en el que diseña y cose nuevas máscaras. “Los trajes van heredándose y renovándose. El carnaval está documentado desde 1841″, explica el zamorano. Los habitantes pueden o ponerse este traje de gala y salir a menear el trasero con sus cencerros o disfrazarse de cualquier otra cosa. Uno de los atuendos más comentados en esta edición lo llevó el propio Andrés, que con un traje, una corbata y una máscara impresa en papel se transformó en una figura demoníaca para la gente de esta zona de Zamora: el consejero de Medio Ambiente, Juan Carlos Suárez-Quiñones (PP). El político recibió innumerables críticas por la gestión que hizo la Junta de los incendios de la sierra de la Culebra en verano, donde murieron cuatro personas, ardieron unas 60.000 hectáreas y cuyo olor y color aún se aprecian al visitar estos parajes. El infierno nunca estuvo tan cerca.
El antropólogo y filólogo portugués Antônio Tiza, uno de los grandes expertos en las mascaradas a ambos lados de la frontera, aclara que el origen se encuentra en “el mundo agrario”. Una manera de honrar al sol, a la naturaleza, al agua o a los muertos. “La máscara se vuelve indispensable para actos mágicos y es aceptada como atuendo para los protagonistas de ritos de conexión entre vivos y muertos, humanos y divinidad”, expone, y destaca que “por diferentes que sean las formas de llevar a cabo las representaciones, lo importante es mantener la variada simbología de los rituales”. La denominación también cambia: zangarrón, carochos, visparra, tafarrones, entroidos, troteiros o bufas.
Hay treinta celebraciones de Bienes de Interés Cultural (BIC) en Castilla y León, con el oeste de la comunidad como principal escenario de una tradición que transcurre especialmente en invierno. Portugal, con Bragança como máximo exponente, también cuenta con este tipo de congregaciones.
Los más mayores de Villanueva, como Luciano Mozo, de 82 años, recuerdan que el carácter no religioso propició choques con las autoridades durante el franquismo. Pero, tal era el arraigo que los guardias civiles, el cura y el alcalde se compinchaban para “hacer la vista gorda” y mantener el rito. Algo que solo la pandemia pudo detener en 2021. “Cuando oigo los cencerros se me levantan los pelillos”, admite Mozo ante la comitiva ancestral y el “tolón tolón” que resuena entre las paredes de piedra como si un inmenso rebaño se lanzase en estampida.
La despoblación, detalla Carlos Andrés junto a su hermano Miguel, ha conllevado a la readaptación de los hábitos. Antes, los enmascarados salían “cuando les daba la gana”, vestidos de tal guisa, a hacer el mal fuese la hora que fuese. Hoy, al haber menos personas, se juntan a horas concretas del fin de semana de carnavales. “A los niños les engancha”, sentencian. Cómo no, pues ponerse la máscara, suave y con buena visibilidad, y las cómodas y amplias ropas con los cencerros atados invita a corretear y unirse al caos.
Los jóvenes se visten y cargan en el lomo cencerros con los que galopar. Marta González, de 23 años, vive en Madrid y da “envidia” a sus amigos. En la capital, lo más parecido a estos ropajes son las camisas estampadas de los modernos. Su amiga Alicia Caballero, de 30, respira sofocada tras un buen trote. “Es especial. Es curioso que niños y mayores lo celebren por igual”, valora esta gallega. Los menores de edad, que al disfrazarse quedan irreconocibles y pueden hacer el gamberro con relativa impunidad, lo ven como algo “muy guay”.
Adrián Mozo, Alejandro Vega y Saúl Collado, de entre 11 y 12 años, están “reventados” tras el griterío y las calorías quemadas. “Lo hacemos desde pequeños y nos gusta más este Carnaval que el normal”, presumen. “Mis amigos, que no son de aquí, dicen que es raro y da miedo, pero tienen envidia”, sentencia un muchacho, que minutos antes portaba una careta que algo de respeto sí infundaba. Todo sea por espantar los demonios, que en esta zona, los más temidos y conocidos son el fuego y la demografía.
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