Violencia y Navidad
En Cataluña se han alzado algunas voces que cuestionan la tradición del ‘cagatió’. Que los niños machaquen el tronco, se dice, puede contribuir a futuras conductas violentas
Las llamadas invasiones bárbaras marcan el fin del Imperio Romano y el principio de la Edad Media, o al menos así se contaba en los manuales escolares allá por los años 90 en Cataluña. En los libros escolares alemanes de la época se hablaba de migraciones hacia el sur para referirse al mismo acontecimiento. Es una cuestión de puntos de vista. Los hechos están ahí y se pueden revisitar a la luz de miradas dispares o disparatadas.
El pasado es un gimnasio donde entrenar el músculo de la interpretación. A remolque de las sensibilidades actuales se puede cambiar el relato sobre cualquier cosa, modas y costumbres, opiniones o memoriales. Así nacen la cultura de la cancelación y la policía del pensamiento, útiles para el debate sobre la materia del presente, grotescas en sus extremismos, al final una forma más de pensar el mundo. El caso es que todo se puede reinterpretar, pero nada sobrevive a la revisión indocumentada —esto es, puramente emocional— del pasado, porque ningún vaivén histórico se da fuera del tiempo. La Historia siempre estará por barrer. Ya en la antigua Roma el Senado decretaba la damnatio memoriae contra los enemigos del Estado y se borraba su recuerdo de monedas, inscripciones y pinturas y, a pesar de todo, su memoria ha llegado hasta nuestros días.
Cambiar la visión de los hechos o productos históricos es pedagógico. Hoy sabemos que la escena de la mantequilla en El último tango en París encubre una violación de Marlon Brando a Maria Schneider. Llamar atrocidades a las atrocidades alimenta la esperanza de su no repetición. En cambio, esconderlas o cancelarlas nutre el desconocimiento y por ende abre la puerta del enquistamiento. Dicho de otro modo, el pasado esclavista de los europeos no desaparece volatilizando esculturas, está, se debe convivir con él, para siempre, a modo de recordatorio.
Llegados a este punto, lo curioso es que la casa del futuro también está por barrer. Herederas medio conscientes de las mayores violencias, coetáneas de atentados horribles, de hambrunas y abusos de todo tipo, las sensibilidades más aguzadas del siglo XXI se devanan los sesos para fabricar ciudadanos más justos, más nobles, más comprometidos con la concordia universal. Se trabaja en todos los frentes. El cambio climático, el machismo estructural y el capitalismo rampante no auguran un futuro demasiado halagüeño. El golpe de timón tiene que ser contundente.
Una buena parte de las sensibilidades del cambio de rumbo se centra en los niños. Ellos habitarán el futuro que deseamos. Hace tiempo, por ejemplo, que antropólogos y arquitectos analizan la morfología de los patios escolares para crear nuevos entornos menos segregativos, más equilibrados en los cuales niños, niñas y niñes se puedan relacionar en igualdad de condiciones. El mundo de los juguetes marcados por el género es otro campo de batalla, pero también las canciones, los videojuegos, cuentos y películas se someten a un control ideológico que, no obstando las buenas intenciones, a veces se pasa de naíf.
Y el paroxismo de lo correcto ha llegado a las tradiciones navideñas, que casi siempre son fiestas infantilizadas. Reminiscencias de las libertades de diciembre romanas —hoy día mezcladas con rituales muy antiguos del norte de Europa (Papá Noel y el Árbol)—, en Cataluña se celebran la Navidad, Sant Esteve, el Día de los Inocentes, la Carrera de las Narices y los Reyes Magos. Se montan pesebres con la figura inmortal del caganer, y se hace cagar el tió moliendo a palos un leño para que defeque regalos mientras se cantan cancioncillas.
La tradición de exigir regalos a un árbol muerto nace en la oscuridad de las antiguas culturas agrarias. El mundo vegetal se contrae en invierno, da pocos beneficios. Adornar el árbol con bolas (falsos frutos) o pegarle (como cuando se sacuden almendros u olivos para cosechar), todo son formas simbólicas que representan la abundancia primaveral y el deseo de que se repita. Pero corren tiempos de revisionismo olímpico. En Cataluña se han alzado algunas voces que cuestionan la tradición del cagatió. Que los niños machaquen el tronco, se dice, puede contribuir a futuras conductas violentas. Y no cabe duda que la buena fe empaña las mentes pensantes de estos adultos, tan preocupados por un futuro pacífico. La pregunta es qué deben pensar cuando compran manzanas asesinadas para la merienda, cuando preparan el caldo navideño con cadáveres de pollo, qué sienten al ver la alegría infantil ante los videojuegos competitivos que les ha cagado el tió.
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