Sanidad política
Los catalanes nos hemos dejado doblegar por los designios de quienes dictan dónde nos dejarán deambular. Por la pandemia, cierto, pero también por cómo utilizarla en la pugna por el poder
Como usted, lectora; como usted, lector: me pierdo en las restricciones sucesivas de la movilidad por causa de de covid. Estos días el confinamiento es comarcal. Pero para quienes vivimos y trabajamos en el área metropolitana de Barcelona, es decir, para sus 3.336.000 habitantes de 36 municipios, una restricción ceñida a la comarca del Barcelonés, 2.200.000 habitantes de 5 municipios, parece un chiste: incluye a L’Hospitalet de Llobregat, pero no a Sant Just Desvern ni a Cornellà de Llobregat. Esto no es política sanitaria, sino sanidad política, la utilización de la salud para instrumentar políticas ajenas a ella, como la defensa de una división comarcal desfasada y mediocre.
Hay más propuestas: una segunda sería la estrictamente territorial, el territorio de Cataluña, pero si ha de ser así, mejor acabar con el confinamiento perimetral mismo. Una tercera es una entelequia: las veguerías, antes eran siete, ahora son ocho, que acumulan comarcas contiguas. Nuestros políticos ni siquiera se han puesto de acuerdo sobre las capitales de algunas de ellas, pero la veguería permitiría moverse un poco más. Una cuarta propuesta es dividir por regiones sanitarias, que en Cataluña son siete. Y una quinta, distinguir por las cuatro provincias, es anatema, salvo a efectos electorales.
Los catalanes —disciplinados, dúctiles, dóciles, débiles, dominados— nos hemos dejado doblegar por los designios de quienes dictan dónde nos dejarán deambular. Por la pandemia, cierto, pero también por cómo utilizarla en la pugna por el poder.
La pandemia es grave: el 13 de abril vi y oí a Angela Merkel, la canciller de Alemania, anunciar el paso de una política sanitaria descentralizada en los 16 länder de su país a otra federal y centralizada: “No podemos esperar”, dijo, “a que las unidades de cuidados intensivos se saturen de pacientes de covid, pues para entonces ya sería demasiado tarde”. Urge, añadió, el Ausgangssperre, el toque de queda en todo el país desde las nueve de la noche hasta las cinco de la mañana, a partir de un nivel de contagio de 100 por 100.000 personas en una semana, así como cierres y limitaciones de actividad muy estrictas. Alemania es un país más pequeño pero más poblado que España y, dentro de la dificultad que entrañan las comparaciones internacionales en este tema, ellos están en casi 1.000 muertos por millón de habitantes por covid, mientras nosotros tenemos más de 1.600 (el país con mayor mortalidad hasta ahora es Chequia, con 2.645).
En políticas sanitarias conviene caminar con pies en la tierra, porque al final diferencias grandes de resultados entre países muy parecidos en economía, política y cultura llaman mucho la atención: ha habido más mortandad en Suecia (muy liberal en tema de covid) que en Noruega, Finlandia o Dinamarca (más estrictos). Ha habido buenos logros —por pura geografía— en países que son islas, como Australia, Islandia o Nueva Zelanda, fáciles de cerrar, aunque no en otros, como el Reino Unido, también una isla, pero al mismo tiempo un gigantesco nudo de comunicaciones. No es fácil juzgar antes del final del túnel.
Luego están las idiosincrasias colectivas (a españoles y catalanes se nos sigue diciendo, como en la dictadura, que no se nos puede tratar como si fuéramos suecos) e individuales (yo no estoy nada asustado, he superado la enfermedad sin mayores consecuencias, aunque pasé dos semanas entretenidas).
La cuestión está muy politizada en todas partes. Se comprueba fácilmente consultando las webs que publican y actualizan los mapas de los estados de EE UU que imponen la mascarilla obligatoria (los del este y el oeste) y aquellos que no lo hacen (a grandes rasgos, los del centro y el sur), es decir, estados mayormente demócratas contra estados tendencialmente republicanos. La mascarilla obligatoria al aire libre en lugares sin aglomeraciones es una imposición fácil, puro control social. Mucho más me preocupan las gentes que manosean todas las naranjas del supermercado. Para acabar comprando tres. O ninguna.
Por esto, más que en las medidas generales sobre distancia, enmascaramiento y movilidad, me fijo en políticas concretas: ¿cómo abordamos la enseñanza escolar?; ¿cómo protegemos a los ancianos y enfermos crónicos?, y, sobre todo, ¿cómo apoyamos a los trabajadores esenciales, a quienes no pueden dejar de salir a trabajar? Sanitarios, policías, maestros, repartidores que, montados en una bicicleta, me traen la comida a casa, o quienes barren y friegan, o quienes, finalmente, me reponen de mercancías las estanterías de los supermercados. Antes de manosear allí la fruta, piensen, por favor, en la reponedora.
Pablo Salvador Coderch es catedrático emérito de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.