La generación Maradona
El Pelusa, Garrincha y Best nunca quisieron ser ejemplo de nada y por tanto no tienen culpa de que les amemos
Ya he dejado de sufrir por Maradona desde que murió, atormentado como me sentía cuando enseñaba el culo a los que no reparaban en sus pies mientras sonaba la cumbia del Bombón Asesino, y he pasado a disfrutar del Pelusa que peloteaba al ritmo de Life is Life. El 10 no soportaba que le tocaran el pelo y recuerdo también que su empeine era tan ancho y sensible que le gustaba calentar con los cordones desatados, inmortalizado en aquel vídeo previo al partido Bayern Múnich-Nápoles de 1989.
Tengo adicción a Maradona y no puedo dejar de consumir las historias que se cuentan y los artículos que todavía se escriben sobre su figura, alguno de reprobación por la desmesura que generó su condición de futbolista único, el más popular, rey de los malditos, palabra de Segurola. Ya se sabe que fue un drogadicto y seguramente un maltratador, acusado de violencia machista y de tener tantos hijos legítimos como no reconocidos, una persona detestable, y así se ha dicho mejor o peor en la mayoría de los artículos, incluso en Argentina.
Y, sin embargo, no paro de buscar historias de Maradona de la misma manera que me encanta poner el candombe que evoca a Garrincha, la figura de los 60. “Lo lleva atado al pie, como una luna atada al flanco de un jinete/ lo juega sin saber que juega el sentimiento de una muchedumbre/ y le pega tan suave, tan corto tan bello/ que el balón es un palomo de comba en el vuelo/ y lo toca tan justo, tan leve, tan quedo/que lo limpia de barro y lo cuelga del cielo/ ¡y se estremece la gente, y lo ovaciona la gente!”, dice la canción de Alfredo Zitarrosa.
Garrincha era la alegría del pueblo, la estrella solitaria, título de la biografía de Ruy Castro. Vivió de una jugada, un engaño repetido e inimitable que petrificaba a su marcador después de esconder el balón en sus piernas arqueadas, la derecha seis centímetros más corta que la izquierda, zambo por una poliomielitis que sufrió de niño, hijo de Pau Grande, Magé. Nadie regateó como Francisco dos Santos, conocido como Garrincha, nombre de un pájaro del Mato Grosso feo y libre, capaz de escapar de cualquier jaula, igual que el extremo invencible que se alineaba con Pelé.
Al igual que Maradona, Garrincha murió joven —49 años el brasileño por 60 del argentino— e igualmente solo y miserable, víctima de sus vicios, del tabaco, el alcohol y las mujeres, después de que se le contaran hasta una cuarentena de amantes y 13 hijos, tan hábil en la cancha como torpe en la calle, criticado como ciudadano e idolatrado como jugador, siempre protagonista por supuesto de publicaciones tan exquisitas como El regate, de Sérgio Rodrigues. La literatura y la música se alimentan de personajes como Maradona, Garrincha y por supuesto, de George Best.
A Best se le conocía como el Quinto Beatle. Jugaba con los brazos pegados al cuerpo, las mangas de la camiseta tan alargadas que pedían ser agarradas por los puños, y driblaba y se arrancaba con una aceleración imposible de defender, incluso a la salida de un saque de banda, como le pasó a Quimet Rifé. Nacido en Belfast, el niño guapo vinculado al juego bonito, conquistó Europa con el Manchester United en 1968. Best fue una celebridad del fútbol y un personaje igualmente abrumador en un momento vibrante de Londres.
La vida del norirlandés se suele resumir en una antología de frases: Una: “Tenía una casa cerca del mar, pero para ir a la playa había que pasar por delante de un bar; nunca me bañé”. Dos: “En 1969 dejé las mujeres y la bebida, pero fueron los peores veinte minutos de mi vida”. Y tres: “Gasté un montón de dinero en coches, mujeres y alcohol; el resto simplemente lo malgasté”. A Best, conquistador compulsivo y a menudo implicado en episodios violentos, le gustaba conducir deportivos, frecuentar clubes y comprar boutiques, genio y figura del United hasta los 59 años.
Best acabó en prisión por pegar a un policía y Garrincha fue juzgado por conducir borracho —cumplió dos años de libertad condicional— tras un accidente en el que murió la madre de su compañera Elza Soares. Maradona, por el contrario, no fue condenado en vida por la justicia sino que es repudiado desde su muerte por quienes consideran que se ha divinizado a un personaje autodestructivo, alejado de los ídolos creados por la actual industria mediática, más cómoda con el esfuerzo y competitividad de Cristiano y la formalidad de Messi.
“Maradona fue el papá de sus padres, el papá de sus hermanos, el superamigo de sus amigos, el protector de sus protegidos mientras que Messi es la criatura lógica que nació, se crió y se consagró dentro de la contención con que un niño puede llegar a ser hombre”, sintetizó el periodista Ernesto Cherquis mientras Jordi Cruyff añadía respecto a jugadores como Diego. “No necesitaron ser virales para convertirse en ídolos y ahora que vivimos en una época brutalmente digital tenemos herramientas para avivar su recuerdo”, escribió Jordi.
No es fácil explicar a Maradona en tiempos de Messi. Diego fue el último futbolista analógico que emocionó a una generación de periodistas principiantes en Barcelona. Tiempos de transgresión, de porros y whiskies, de bares y discotecas, antes que de aulas en las que se impartía la semiótica de Umberto Eco. No era fácil prestar atención a las obras de un autor peleado con la pelota: “Yo no odio al fútbol, odio a los apasionados del fútbol”, afirmaba el filósofo de Alessandria. A nuestra manera nos podían los excesos como fieles de Maradona.
No sabíamos todavía de la plenitud que nos aguardaba con la llegada de Messi. Momentos también para dar visibilidad informativa a Paula Dapena, la jugadora que se negó a homenajear al Pelusa, o a Jenni Hermoso, protagonista de la contraportada de Núria Navarro en El Periódico. “Salvo la fuerza, entre Messi y yo hay poca diferencia”, afirma la delantera de juego exquisito, símbolo del hoy mejor equipo del Barça.
El periodismo deportivo ya no suda ni huele a calzoncillo, las manos siquiera se manchan de tinta, sino que se imponen los influencers, los especialistas, los asesores, los opinadores, los literarios y la comunicación corporativa o el entretenimiento, una generación diferente a la que buscaba y gestionaba las noticias y por tanto también la que decidía qué se podía contar de Maradona. La cuestión está en saber apreciar los tiempos: yo entendí que la gracia de Maradona estaba también en su frenada después de saber de la quietud de Kubala y de la movilidad de Cruyff.
Asegura Menotti: “El fútbol es como el tango, no se puede andar corriendo todo el tiempo. El fútbol tiene pausa, tiene aceleración, tiene ritmos, tiene cambios”. Igual que la vida, lo mismo que el oficio, razón de más para aplaudir los regates de Garrincha y de Best al tiempo que recuerdo a Fontanarosa (”Y qué me importa lo que hizo Maradona con su vida, me importa lo que hizo con la mía”) y pongo a Manu Chao: “Si yo fuera Maradona viviría como él”.
Ninguno quiso ser ejemplo de nada ni para nadie, no tienen la culpa de que les amemos, conclusión que de mayores nos devuelve al aula para discutir con Eco. Yo, mientras, y por si acaso, sigo en busca de la historia definitiva sobre Maradona.
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