La moda de ser modista
Hay una fiebre juvenil por ser costurera porque permite presumir de los nuevos valores de la sociedad
Mi suegra, que en vida jamás encendió un pitillo, murió de cáncer de pulmón en la cama de una clínica cogida de mis manos, como si implorara que no se me ocurriera volver a fumar, víctima de los paquetes de Ideales de su esposo y del tabaco rubio y negro que yo alternaba desde que cumplí la mili antes de que naciera mi hijo Sergi por el que renegué por igual de Marlboro que de Ducados. No fue una despedida casual sino que ambos nos buscábamos con los dedos, prendado como estaba de Gracieta Pujol, el nombre de la madre de mi esposa, natural de la Torre d’Oristà y vecina de Perafita, fallecida en Barcelona.
A sus 72 años era una viuda anónima que se paseaba dignamente por la ciudad sin ser reconocida después de ser la modista por excelencia de la comarca, hipnotizada por las princesas que desfilaban en revistas como Hola y Lecturas. A mí me fascinaba su porte, propio de una costurera cuyo magisterio consistía en que para vestir bien a una cliente antes había que desvestirla mejor, un juego psicológico entre lucir y esconder o, si se quiere, una sumisión consentida que no una humillación, dirigida por su mano virtuosa, reconocida en tiendas de prestigio a las que acudía los lunes como Chamonix, Casa Torres o Gratacós.
Tenía una facilidad asombrosa para elegir las telas después de retratar a las señoras sin que se notara que prefería enriquecer a las pobres que se escondían de los grandes espejos y empobrecer a las ricas que con su ego desbordaban los probadores más amplios, los dos al final satisfechas por la persuasiva Gracieta. Había que saber jugar con las palabras igual que con las manos para adaptar los gustos después de contemplar cómo caminaba la compradora a fin de advertir el volumen de las caderas, la carga de los hombros, la longitud desigual de los brazos y la firmeza de su pisada en la tierra semiplana del Lluçanès.
Había casos que sin ser un buen fisonomista parecían perdidos, ya fuera por la chepa, la barriga o el pecho, y, sin embargo, mi suegra les sacaba un gran partido por su destreza, paciente en disimular los defectos, evitar las arrugas —rigor que solo se alcanza con el arte de planchar— y en dar vuelo a aquel vestido hecho a medida para presumir en la fiesta mayor de Osona. Un método exigente con los ojos y el pulso porque requería mucha concentración a fin de personalizar la pieza para que fuera única y sus admiradores preguntaran por su procedencia y por tanto por Gracieta.
El magisterio de Gracieta consistía en que para vestir bien a una cliente antes había que desvestirla mejor
Había que mirar bien y tomar buena nota con discreción, mejor con un centímetro y una libreta austeros y unas gafas cristalinas para que la observada no se sintiera intimidada, para después cortar y embastar la ropa en casa pues no visitaba sino que recibía en Perafita. Aquel proceso servía para diferenciar las modistas de escuela de las autodidactas, como mi suegra, afanada en aprender de su madre desde niña, igual de presta para zurcir un calcetín que para remendar una blusa o manosear un forro, porque no tuvo más maestro que los cursos de formación del Sistema Martí.
A diario corría más que caminaba de la Torre a Prats, de día en la ida y de noche en la vuelta, temerosa de dar con la bruja Napa, ni que fuera porque también se apellidaba Pujol. No paró de ir y venir hasta obtener el certificado de patronaje y una máquina Singer. Ágil, enhebraba rápido la aguja, se manejaba especialmente bien con el hilo de glosilla, bordaba incluso mejor que cortaba los ojales y era muy detallista, enamorada de sus tijeras inglesas, tan robustas y largas como sus manos, que cuidaba con una crema de París. Nunca paró de aprender ni de enseñar a coser con pulcritud pese a convivir con el polvo de albañil que esparcía su esposo Jaume.
Aunque en sus clases se despotricaba en voz alta, jamás fue hipócrita, única cuando en detectar el talento y en disuadir a los novios que cercaban a su hija, igual de morena y con los mismos ojos que Gracieta. Nos las tuvimos tiesas mucho tiempo hasta que acabamos por congeniar tanto que hablábamos de las clases de patchwork a las que acudía y de las manualidades, empeñado como estaba en la defensa de la caligrafía, un arte también amenazado por el teletrabajo que se ha impuesto con la covid-19.
Fumadora pasiva, mi suegra se murió cuando disfrutaba con perfeccionar la técnica, como si nunca hubiera cosido, feliz por estar de incógnito en Travessera de Gràcia. Me quedé sin saber qué diría hoy sobre los muchos talleres de costura que se cuentan en Barcelona. Hay una fiebre juvenil por ser modista, por vestir la ropa que una misma ha diseñado y fabricado, porque resulta menos costosa y es de mayor calidad, fomenta la habilidad y la creatividad y por supuesto permite defender el reciclaje, ser ético, solidario y sensible con el cambio climático, un glosario hoy tan manido como insospechado para Gracieta.
Muy pocas actividades permiten presumir hoy de compromiso social, sentido de la responsabilidad y adaptación a la modernidad como la de coser, tarea que además funciona como terapia para la salud mental: ayuda a desconectar y a relajarse para concentrarse después en el punto de cruz o el ganchillo, como advertí, por ejemplo, en la admirable trompetista de jazz Andrea Motis. Y, por lo demás, ha habido decenas de mujeres que no han parado de hacer mascarillas durante la pandemia mientras se suceden los tratados sobre la costura porque desarrolla la psicomotricidad fina, como aprendí de mi suegra en Perafita.
Me gustaba mirarla y tocar sus manos, severa e insobornable, y pienso qué habría sido de su vida si hubiera nacido y no muerto en Barcelona. Hoy las modistas están de moda y a las niñas ya no les enseñan a coser sino a disfrutar de la costura, cosas de la vida, dura y exigente como era en tiempos en que para merecer a mi esposa aprendí a admirar a mi suegra Gracieta.
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