Manel vuelve a los escenarios tras cuatro meses de parón
El cuarteto barcelonés entusiasmó en un Grec reducido a un tercio de su capacidad
Muy raro, como tantas cosas estos meses. En la puerta del Teatre Grec, minutos antes de una actuación estelar, nadie. Solo prendas rojas que señalaban al personal del recinto, presto a responder preguntas y guiar a quien lo precisase. Ya en el hemiciclo, el Ayuntamiento ha ideado el mejor sistema para evitar contagios mediante la distancia: se han eliminado sillas de manera que la bancada parece una dentadura octogenaria que ha perdido un tercio de sus piezas en los estragos de la vida. No hay pareja que valga, ni convivientes: todos lejos, lo que curiosamente aproximaba las conversaciones al entorno dado el volumen preciso para que llegasen a destino. Se notaban ganas de Manel, el grupo que al poco de salir al escenario recordaba que su último concierto había sido un 7 de marzo y pedía comprensión y apoyo para un sector, el musical, en una crisis devastadora que también se refleja en las caras y comentarios de los organizadores y personal de los ciclos que están llenando la ciudad: está todo el mundo agotado por las dificultades de montar una programación exprés que, además, solo puede seguir un tercio del público habitual. Son tiempos raros en los que solo es certeza la incertidumbre.
Más cosas de los tiempos que corren, las instrucciones de uso del recinto. Que si no es posible moverse, que si al final hay que esperar en la localidad a que los acomodadores hagan salir por turnos a la asistencia…todo ello explicado por una voz que hacía sentirse en un avión. Solo faltó el “no olviden sus objetos personales”. Y el público, en tiempos de complicidades, aplaudió tras el mensaje, algo también insólito. Una cámara robotizada blanca no evocaba la grabación de televisión en curso, sino un medidor de temperatura a la caza de fiebre y la inmovilidad del personal, solo violentada a partir de Boomerang, en el tramo final de la actuación, lo convertía en plantas fijadas a su silla por una raíz bulbosa. Todo singular, incluso que Guillem Gisbert agradeciese el riesgo por todos corrido por el mero hecho de estar allí. Ir a un concierto, sí, implica ciertos riesgos en estos tiempos que de normales tienen lo que Manel de previsibles.
El grupo barcelonés es una liebre que nunca puede ser captada en una imagen estática. Escuchando sus nuevas aproximaciones a Ai, Dolors!, Captatio benevolentiae, La cançó del soldadet o cualquiera otra previa a su masaje electrónico, resulta chocante recordar sus inicios. La liebre ya come otra hierba y no vive siempre en el mismo trigal. Los bajos programados, los filtros de voz, las programaciones de teclados, las aperturas estilísticas, incluso la creciente bis paródica de Guillem, cimbreándose al son del ritmo, bailando o gesticulando como quien interpreta a un cantante que se cimbrea, baila y gesticula, renuevan la imagen de quien nunca se sienta en la misma silla. Y el público ha comprado esta sana incertidumbre que no depara lo consabido, que aleja lo previsible distanciándose del aburrimiento. El cuarteto se mostró feliz en escena, incluso improvisaron un bis, con Benvolgut, para atender a una petición anónima procedente de una platea entregada que en dos horas de concierto había vuelto a renovar sus votos a un grupo en cierto modo esquivo que huye de las rutinas e incluso de lo que ellos mismos pueden esperar de sí. El movimiento oxida menos que la quietud.
Tras un repertorio estructuralmente igual al del estreno de Per la bona gent el pasado noviembre, el concierto acabó en un mar de aplausos y de besos, aquellos besos que la distancia prohibió hasta el final, cuando con educada paciencia y comprensión se esperaba turno para abandonar las gradas escalonadamente. Pero, cosas humanas, la aglomeración solo se pospuso, pues la salida del Grec nos volvió a recordar que somos gregarios por naturaleza. Ir contra lo que nos define. Probablemente nos los hemos ganado a pulso.
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