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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hay que decir basta

La pandemia agravará la precariedad y la desigualdad social. Ha llegado la hora de exigir que la política embride a la economía. Y que la ciudadanía esgrima y defienda sin complejos sus derechos

Francesc Valls
Una persona sin hogar duerme en la plaza del Pedró, en Barcelona.
Una persona sin hogar duerme en la plaza del Pedró, en Barcelona.Albert Garcia (EL PAÍS)

Pensar en el futuro después del coronavirus produce vértigo. La sociedad que emerge tras la pandemia tendrá más precariedad, más pobreza y más desigualdad social. Si se cumplen los pronósticos del Banco de España, el PIB caerá este año entre un 7 y un 11%, lo cual supone un batacazo de grandes dimensiones. Entre enero y marzo, el PIB ya se ha hundido un 5,2%. De la experiencia de la crisis anterior hemos aprendido que entre 2007 y 2017 los ingresos del 1% más rico crecieron un 24%, mientras que para el 90% no llegaron al 2%, según el reciente y demoledor informe sobre España de Philip Alston, relator de Naciones Unidas y experto en derechos humanos y pobreza. Hay que preparar el futuro con firmeza, luchando contra el desarme del Estado del Bienestar. Un editorial del nada sospechoso Financial Times afirmaba hace unos días que “políticas hasta ahora consideradas excéntricas, como la renta básica o la imposición sobre la riqueza, deben empezar a tenerse en cuenta”.


En Cataluña, casi 500.000 personas padecen extrema pobreza y vulnerabilidad, según el Idescat

Ha llegado la hora de exigir que la política embride a la economía. Y que la ciudadanía esgrima y defienda sin complejos sus derechos. En Cataluña, casi 500.000 personas padecen extrema pobreza y vulnerabilidad, según el Idescat. La tasa de privación material severa ha pasado del 5% de 2017 al 6,5% en 2018, según datos de la Generalitat. Y, a pesar de ello, se ha aprobado tramitar unos presupuestos —con los votos de Junts per Catalunya y Esquerra más la abstención de los comunes— que rehúyen actualizar el Indicador de la Renta de Suficiencia (IRSC), baremo congelado desde 2010 del cual parten los cálculos de prestaciones. El Gobierno catalán ha presupuestado 380 millones de euros para la Renta Garantizada de Ciudadanía (RGC), lo que viene a suponer un 0,9% del presupuesto de 2020, cifra que en el País Vasco ronda los 500 millones y el 4,3% de sus cuentas autonómicas. Confrontando datos, en Euskadi —con algo más de dos millones de habitantes— hay 136.567 beneficiarios de la Renta de Garantía de Ingresos (RGI), contra 113.832 (en puridad solo 64.000 perciben la RGC íntegra) en la Cataluña de 7,5 millones de futuros que tienen un negro presente. En ambas comunidades, esta prestación es un derecho subjetivo; es decir, debe ser pagado a todo el mundo que acredite las condiciones de acceso.

Pero hay más. En las primeras semanas de la crisis y ante el cierre de oficinas del Servei d’Ocupació de Catalunya (SOC), la Generalitat quiso derivar a todos los peticionarios de la RGC a los servicios sociales de cada municipio, en un intento de sacarse de encima el engorro de un derecho subjetivo. Luego habilitó para las nuevas solicitudes una vía telemática a la que, por cierto, muy pocos de los candidatos a la RGC tienen acceso.


El Govern destina un 0,9% del presupuesto a la Renta Garantizada de Ciudadanía, por un 4,3% en el País Vasco

Paralelamente, el Ejecutivo de Quim Torra ha cerrado con la patronal de los hospitales privados el primer pacto a nivel español por el que se compromete a pagar 43.400 euros por cada infectado de coronavirus que haya pasado por sus UCI. La premura del acuerdo y la cifra contrastan con el hecho de que Cataluña es, junto con Madrid la comunidad autónoma que menos invierte en sanidad por ciudadano.

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En España, donde 2,8 millones de personas ingresan menos de 4.500 euros al año, Unidas Podemos ha renunciado en aras al Gobierno de coalición a su objetivo primigenio de crear una Renta Básica Universal (RBU). La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIREF) señalaba en su informe Los Programas de Rentas Mínimas en España un modelo —lejos de la RBU— en el que una prestación no tan ambiciosa supondría un gasto de entre 5.500 y los 9.000 millones. Los impulsores de la Renta Básica Universal —con el objetivo de situarla más allá de ser la muleta de la pobreza— estiman su coste en 34.000 millones, un 2,8% del PIB español. Según cálculos del economista Jordi Arcarons, si se grava un 10% al 10% más rico ya salen 84.000 millones, sin necesidad de rascar en los paraísos fiscales, recuerda Ariadna Trillas en el último Alternativas Económicas.

Sea como fuere, no se puede seguir escondiendo la precariedad ni la pobreza. Hace unos días, en el digital Vilaweb, Enric Canet, responsable del Casal dels Infants del Raval, aseguraba que las entidades sociales se han de plantar y decir basta. “En 2010, la Generalitat nos paró todas las subvenciones para proyectos de inserción laboral. Y se lo toleramos. Nos dijeron que no había dinero, que eran tiempos de austeridad”. “Fuimos incapaces de decir: esto no se puede admitir”, agregaba Canet. La crisis del coronavirus hace abrir los ojos a una durísima realidad. Ha llegado el momento de decir basta.

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