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Desamparados, confinados y hacinados

En un mismo edificio de Barcelona pueden convivir muy distintas maneras de pasar el confinamiento: desde las personas sin hogar hasta pisos atestados de gente

Josep Catà Figuls
El centro abierto de la fundación Arrels, en el barrio del Raval de Barcelona.
El centro abierto de la fundación Arrels, en el barrio del Raval de Barcelona.Albert Garcia

Nunca antes había hecho yoga. No por nada, seguramente mi mente lo había evitado al imaginar mis patitas de alambre temblar al hacer la postura del guerrero o del avión. Lo que hace el confinamiento. Dos semanas encerrado para darme cuenta de que el tiempo es una cosa muy extraña: cada nuevo día es casi exactamente igual al anterior, pero han ido mutando los humores, los temores y las conversaciones sobre el coronavirus dichoso, y ya somos muy distintos de lo que éramos. Las horas han moldeado este piso de 70 metros cuadrados, que comparto con otro chico y una chica, hasta convertirlo en un cuchitril. Y me han obligado a cosas impensables, como a juntar las manos decir namasté una vez al día.

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El confinamiento le pilló a cada uno exactamente como estaba: viviendo solo, con gente, en pareja o con hijos; con trabajo, en el paro o —ya que gustan tanto las metáforas bélicas— siendo un soldado más del Precariado Nacional; con algunas dudas de la vida resueltas o con muchas por solventar. Sin la posibilidad de coger la puerta e ir al cine o a tomar cañas para airear tantas cuestiones vitales, nos hemos confinado con nuestras preguntas, y aquí estamos, dando vueltas por el piso. Se añaden otras angustias, como la de ser productivo. ¿Por qué no leer todos esos libros pendientes?; ojalá tuviese un bajo eléctrico, ahora lo aprendería a tocar; ¿no te apetece hacer un pastel? De la masa de sugerencias para un entretenimiento productivo sobresale uno de los tuits que se hicieron virales al principio: “Si necesitáis motivación para estos días, Shakespeare escribió Macbeth y el Rey Lear durante cuarentenas por la peste”. Me alegro mucho por él, y por la Humanidad. Yo he empezado a ver The Office por tercera vez.

Hay que airearse, así que salimos al rellano, a subir y bajar escaleras, también para hacer algo de deporte. Una excusa para ver que en el edificio donde vivimos, en el Raval, hay muchos confinamientos, no solo el nuestro. En los bajos de la finca está la Fundación Arrels. Todos los días hacia las dos de la tarde se acercan personas sin hogar esperando a que abra. “Lo están pasando mal, tienen miedo del contagio, hay mucho nerviosismo, también por la comida”, explica el director, Ferran Busquets.

Entre ellos está un hombre a quien conozco de hace años. Con la barba larga, gorra y gafas, estaba siempre en la puerta de un super, dispuesto a contarte una y otra vez cómo un día pudo ver en directo a Luis Enrique y le cantó las cuarenta por algún penalti fallado. “Esto es una mierda, sobre todo por la policía, que te para por la calle cada dos por tres”, dice mientras otros discuten sobre la falta de mascarillas. Son muchos los que no han ido al pabellón que se ha habilitado en la plaza de España para acoger a las personas sin hogar. “Cuando vives en la calle, cada vez que intentas salir y no lo consigues, se siente como un fracaso muy bestia. Está muy bien acoger a la gente, pero cuando esto acabe volverán a la calle”, explica Busquets.

Uf, hay que seguir subiendo escaleras, de dos en dos, que así cansa más. También están Rosa y su marido, una pareja mayor a la que solo veo cuando salen al balcón cada tarde a aplaudir por una sanidad pública. Echo de menos verlos por la calle trajeados y elegantísimos, ahora entiendo por qué: salir es una ocasión social. También hay un piso turístico ilegal que, por fin, está vacío, y un vecino que al principio de la epidemia me dijo que los virus no existían, que todo era un montaje, y que cómo podía no saberlo.

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Escaleras arriba viven varias familias de paquistaníes y algunos apartamentos compartidos por más gente de la necesaria para una convivencia fácil. “No hay problema, nos apañamos”, esquiva la pregunta el vecino. En el barrio se augura un confinamiento duro para mucha gente que vive hacinada, y que además ha perdido ingresos y no tiene a quién pedir ayuda.

Al final está la azotea, donde nos atrincheramos los días que hace bueno para acumular horizontes un poco más lejanos que las paredes del cuarto. Adivino a lo lejos el piso de mi abuela, casi más preocupada por no tener instalado el canal de la ópera en la tele que por el virus. Creo ver las casas de mis amigos, con los que las videollamadas nunca serán suficientes. Y la redacción del periódico: echo de menos el ajetreo y los gritos del cierre, ahora reducidos a un insistente grupo de whatsapp. De vuelta al piso, toca yoga, con un vídeo de YouTube en inglés. “Put a smile”, dice la tía, mientras sudas las lentejas en medio de la quinta plancha de abdominales. Pues eso, put a smile, porque quedan muchos días todavía.


EL CINE

Lugar de cuarentena: un piso en el Raval de setenta metros cuadrados.

Número de personas: dos chicos y una chica.

Carencias del confinamiento: no poder ir al cine ni a la piscina.

Libro y serie: El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, y Los alimentos terrenales, de André Gide; y The Office, siempre.

Sobre la firma

Josep Catà Figuls
Es redactor de Economía en EL PAÍS. Cubre información sobre empresas, relaciones laborales y desigualdades. Ha desarrollado su carrera en la redacción de Barcelona. Licenciado en Filología por la Universidad de Barcelona y Máster de Periodismo UAM - El País.

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