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Protestas por la situación en gaza
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El significado global de la rebelión de Madrid

La protesta contra el Gobierno de Israel evidencia la necesidad de superar indiferencia y polarización en la defensa de derechos humanos y la democracia

Protestas durante La Vuelta ciclista, a su paso por Cibeles, este domingo.
Andrea Rizzi

La protesta de Madrid que forzó la parálisis de la etapa final de la Vuelta de España fue un acto con rasgos de rebelión camusiana contra esta época de impunidad e indiferencia. Sería sumamente ingenuo creer que puede cambiar el curso de los acontecimientos mundiales, y, sin embargo, no debe subestimarse su significado y su potencial inspirador de réplica, uno que claramente teme el salvaje Gobierno de Netanyahu. El apartheid de Sudáfrica, cabe recordar, cayó en enorme medida por un sostenido boicot internacional que convirtió en insostenible aquella injusticia.

Algunos guardianes de la ortodoxia conservadora o liberal podrán legítimamente intentar retener de su lado el pensamiento del gigante francés, pero, si se superan los bajos instintos de querer dañar a un Gobierno adversario -sin duda criticable por varias cuestiones, pero precisamente no por esta-, cabe pensar que probablemente Camus habría visto en lo ocurrido rasgos de la rebelión contra el abuso que defendía. Tal vez hasta Primo Levi, extraordinario faro moral que, como recordó recientemente Pankaj Mishra en el festival Hay de Querétaro, tuvo la grandeza intelectual de marcar distancia de un sionismo abusivo, habría sentido dentro de su alma la razón de lo ocurrido. Él, el emblema literario mundial del holocausto, tuvo la fuerza de ver y decir hace ya décadas que algo estaba mal con el sionismo. Sufrió por ello un duro precio.

La masacre de civiles en Gaza prosigue sin frenos, con el apoyo o la culpable complicidad por inacción de tantos países occidentales. Ante esta realidad, la brújula moral reclama a los individuos actuar, movilizarse, y sobre la base de esa rebelión individual contra la impunidad y la sin razón tejer redes, fuerza colectiva. En ningún momento, de ninguna manera, cabe la violencia o la incitación a la violencia, que merecen la más rotunda repulsa allá donde ocurra, y condena judicial allá donde se quebrante la ley. Entre los inaceptables extremos de la violencia y la indiferencia hay una zona gris de acción que implica disrupciones que puede ser objeto de debate. Puede discutirse hasta donde llega el derecho de manifestación. Pero debería serlo desde el prisma de la defensa de los derechos humanos, de una situación de una gravedad histórica ―no a través de aquel de los calculillos partidistas―.

Israel pisotea a todas luces el derecho internacional ―pónganle el nombre que quieran al indescriptible sufrimiento humano infligido en Gaza― y si el Consejo de Seguridad de la ONU no actúa, si no hay una presión diplomática digna de ese nombre, la sociedad civil puede y debe movilizarse. Lo que está fuera de debate es la constatación de que lo emprendido hasta ahora ha sido completamente estéril.

La rebelión de Camus ―y una parte fundamental de las imágenes vistas en Madrid, las de señoras mayores protestando, que no deben ser opacadas por los incidentes puntuales ocurridos― son la voladura de la indiferencia, ese terrible monstruo adormecedor, que Dante odiaba tanto como para endosar a los portadores de ese pecado un desprecio aún mayor que hacia aquellos culpables de pecados teóricamente peores. Porque es la renuncia al libre albedrío, lo más preciado del alma humana.

La voladura de la indiferencia ―o de la resignación―, la capacidad de movilizarse sobre la base de una adhesión emocional a ciertos valores son sin duda parte fundamental del antídoto contra la acción de los depredadores de esta época, según el feliz concepto de Giuliano da Empoli. La contraparte está muy movilizada, porque este tiempo es uno en el que la reacción nacionalista e identitaria arde en el terreno seco y propicio de las redes sociales, esas cloacas en las cuales triunfa la estupidez dicotómica del me gusta o no me gusta, donde campan a sus anchas las soflamas de la polarización emocional. La contraparte está muy movilizada, como se vio este fin de semana en el Reino Unido con una impresionante manifestación nacionalista.

La asimetría de una respuesta racional, de argumentos lógicos y matizados, frente a la embestida emocional identitaria es un grave problema, porque torna ineficaz la primera. Por supuesto, la respuesta no puede por ello hundirse en la misma cloaca. Pero sí parece necesario inyectar emoción dentro de los argumentos racionales. Sentir la emoción de la defensa de la democracia y de los derechos humanos. Y sí parece necesario, como recordaba este domingo el historiador Steven Forti en un acto en Madrid, proyectar la resistencia en el espacio de la vida real, tangible, humana, fuera del cosmos digital. Esto es en buena medida lo que ha ocurrido este domingo en las calles de Madrid. Cualquier episodio de violencia debe ser condenado. Saltarse una valla y boicotear un acontecimiento puede criticarse, puede discutirse, pero no es intrínsecamente un acto de violencia. Criticar esa acción tampoco equivale a sostener un genocidio. Más allá de las opiniones, y más allá de incidentes, la sustancia fundamental de lo ocurrido es la manifestación de una voluntad de rebelión contra un abuso que nadie para.

Lo ocurrido puede provocar un efecto réplica, espolear otras protestas y movilizaciones. Hasta ahora, han abundado en EE UU y en Europa políticas de represión ciega de las protestas contra el Gobierno de Israel. Pero, dejando al margen los EE UU de Trump, en Europa esa represión se hace cada vez más insostenible. Hasta los políticos más reluctantes empiezan a mover sus posiciones ante la insostenibilidad de su actitud previa.

La movilización ciudadana y la acción callejera no son de ninguna manera garantía de éxito. Baste con ver lo que ocurre en Georgia, con un extraordinario movimiento de protesta, prolongado y masivo, que no ha logrado sacudir el regimencillo títere de Moscú. No obstante, aunque no suficiente, es condición necesaria.

La posibilidad de éxito contra el abuso de los depredadores del mundo existe si demócratas de todas inclinaciones y defensores de derechos humanos son capaces de abandonar el miope instinto partidista que lo domina todo casi por doquier. La izquierda no es para nada inmune a ese vicio. En este caso son las personas de inclinaciones conservadoras y liberales las que deberían salir de una lógica partidista y sumarse de forma más activa a una lucha con indiscutible base moral y que debe reforzarse a la vista del trágico devenir de las cosas. Pero el sectarismo y el partidismo también infectan el otro lado, no cabe esconderlo. Desgraciadamente, según la bella cita de Camus subrayada por Jean Birnbaum en “El coraje del matiz”, “nos asfixiamos entre gente que cree tener absolutamente razón”. Hace falta rebelarse y despolarizarse en defensa de derechos humanos y democracia como probablemente lo reclamaría hoy el autor francés.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS. Autor de la columna ‘La Brújula Europea’, que se publica los sábados, y del boletín ‘Apuntes de Geopolítica’. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Autor del ensayo ‘La era de la revancha’ (Anagrama). Es máster en Periodismo y en Derecho de la UE
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