Julián Santamaría, un politólogo singular e inquieto
Fue presidente del CIS, embajador en Washington y referente en la Transición
Como rúbrica de un año aciago, Julián Santamaría nos dejó el pasado 31 de diciembre a los 80 años en Madrid. Con él se ha ido uno de los grandes politólogos; el más joven de una brillante generación. Fue un servidor público en su doble condición de funcionario, técnico de la Administración Civil del Estado, y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid. Sirvió al Estado en sus responsabilidades políticas y contribuyó de manera muy determinante, desde la presidencia del CIS (1983-87), a potenciar las encuestas, a las que siempre se aproximó con algo más que su cualificación técnica.
No basta con la técnica para saber leer los datos, siempre falta algo intangible, el olfato para extraer de ellos lo que en cada momento permite su interpretación correcta, algo de lo que Julián hizo gala con holgura. Ese mismo olfato lo guio en su extensa ocupación con los sistemas electorales, los partidos políticos y otros aspectos de la política española desde el tránsito a la democracia.
A comienzos de la Transición, Santamaría fue provisor de textos, formulaciones y argumentos a los protagonistas más directos del proceso constitucional. Sus huellas son identificables en el texto. Es posible que no acabe figurando en la historia de nuestra Transición, pero a él se deben algunos de los más lúcidos análisis sobre ella. Supo narrarla con brillantez, aunque quizá se ignore que hizo cuanto pudo porque aquella fuera posible en sus inicios y consiguiera consolidarse al final. Nadie podrá acercarse a este periodo sin haber conocido sus publicaciones, aunque ya no podrán disfrutar, como tantos de nosotros, oyéndole conversar sobre sus experiencias.
En su calidad de embajador de España en Washington (1987-2000), contribuyó a la reformulación de nuestra política exterior y de seguridad, y a la reconducción de nuestras relaciones atlánticas, en un proceso de recuperación de soberanía culminada con el paralelo ingreso en la UE. Como primer presidente de la recién creada Asociación Española de Ciencia Política fue uno de los que más hicieron por el asentamiento de esta disciplina en nuestro país. Con todo, puede que su mayor contribución fuera como maestro de innumerables cohortes de alumnos de Políticas y de los muchos discípulos que deja. Todos podían observar que Julián no era un académico al uso, era inclasificable. Pertenecía a la raza de los permanentemente inquietos; de los que preguntan y sugieren, no de los que ofrecen respuestas contundentes; de los que se regodean en las paradojas y eluden soluciones precipitadas, no de los que se dan por satisfechos con supuestas conclusiones evidentes; de los que invitan a compartir perplejidades, no de los que nos dan lecciones. Era flexible pero apasionado en sus valores, rocoso en sus convicciones. Y era divertido al trasladarlas. Muy divertido.
Julián era un politólogo metódico. Observaba su objeto de estudio como parte de un sistema caótico que se resiste a ser disciplinado por un único enfoque, donde nada es como parece y donde nuestros pronunciamientos sobre él revierten después sobre la compresión del mismo. En pocos colegas hemos encontrado esa capacidad para la distancia y la proximidad. Siempre fue actor y observador a la vez. De ahí que la política no haya sido solo su objeto de estudio, ha sido también su vida. Se ha movido por ella con el frío instrumental del académico y la emotiva pasión de quien se sabe partícipe. Todos los que le hemos conocido admiramos su compromiso político y su implicación en ella en momentos en los que hicieron falta mentes como la suya.
Si ya es admirable la obra que nos ha dejado, su mayor legado puede que haya sido el que ha ido esparciendo entre nosotros en tantas y tantas conversaciones. Muchas de ellas a altas horas de la madrugada o en interminables sobremesas. Tardes en las que acabábamos agotando al sol con tanta charla. Quienes hemos tenido el privilegio de compartirlas somos conscientes de que es ahí donde se encuentra su legado más valioso. Porque aquí sobresalen algunas de sus mejores virtudes: su facilidad para la crítica, unas veces demoledora, otras asombrosamente constructiva; su fina ironía, marca de la casa; y su especial sentido del humor.
Se mantuvo combativo en la era de las redes sociales. En su estatua interior era un hijo fiel de la Ilustración, combinada con fructíferos brotes de romanticismo, una sabrosa mezcla de racionalidad y commiseration. Esa estatua le acompañó siempre, impulsó sus primeras investigaciones sobre los movimientos sociales y políticos del proceso revolucionario francés, y afloraba una y otra vez en su magisterio y en su vida. Desde hace años remitía a sus muchos amigos itinerarios e imágenes de sus caminatas diarias, de donde nacían también sugerentes meditaciones de paseante solitario, al ejemplo de aquel Rousseau con cuyo nombre honró a su compañero perro de aguas. Le echaremos mucho de menos. Sobre todo porque, antes que nada, fue una gran persona.
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