El puerto viejo de Madrid o como mantener una poderosa tradición de marisquerías de barrio a 360 kilómetros del mar
Los locales más emblemáticos ofrecen una manera de tratar este producto de otra época, sin grandes ostentaciones y con precios razonables
Mesas amplias, mantelería blanca, albariño, animales vivos con escasa esperanza de vida que aguardan en acuarios y una clientela que, o está de cumpleaños y mirando de reojo la cartera, o lleva bien a mano el CIF de la empresa por si toca hacer factura. Estas son algunas de las ideas que vienen a la mente cuando uno escucha la palabra “marisquería”. También algún iluminado que come la gamba con cuchillo y tenedor. Así las hay, y es una generalización que, por lo común, se ajusta bastante a la realidad. Madrid goza, pese a que el mar pilla a trasmano, de la segunda lonja de pescado más grande del mundo, Mercamadrid, solo superada por el mercado de Tsukiji, en Tokio (que fue trasladado en 2018 a la también tokiota isla artificial de Toyosu). Con la materia prima tan accesible, no es de extrañar que las marisquerías aparezcan a la vuelta de cualquier esquina de la ciudad, muchas de ellas fieles al estereotipo. Pero no todas. Resisten en algunos recovecos de la capital ciertos locales de barra y solera que, dedicados al mismo negocio y empleando mariscos de una calidad semejante, son accesibles por lo económico y no te hacen sentir culpable por vestir de Bershka.
Ana Marcén (Madrid, 65 años) y Alberto Escribano (Madrid, 65 años) regentan desde hace más de dos décadas Los Crustáceos, un local de apenas 50 metros cuadrados (25 para almacenaje) ubicado en el distrito de la Guindalera, la zona menos noble del barrio de Salamanca. “Todavía es pronto, abrimos a las ocho y media”, dice Ana, preagobiada por lo que se le viene encima, a un par de clientes algo despistados por ver la puerta entreabierta. Alberto afirma que los conoce todo el barrio porque son del barrio, y fuera del barrio por su marisco: “Hay grupos en redes sociales de coreanos y franceses que son como una especie de club de fans. Se recomiendan unos a otros qué pedir, y vienen a enseñarnos las fotos sin saber muy bien qué es lo que están pidiendo”. No recorren más de media barra cada uno y se reparten el trabajo para no chocarse. Ana se ocupa del servicio en barra y los mariscos cocidos y crudos; Alberto, de todo lo caliente, que prepara en una pequeña plancha en la que gambas, zamburiñas (a dos euros la unidad) y navajas (ocho euros la ración) suelen coincidir, cada una en su sector para no mezclar sabores. Además de por su marisco, son famosos también por sus empanadas de atún y bacalao. De tapa, bígaros, y de cubierto, alfileres, a la vieja usanza.
El marisco es una materia prima cara, escasa y de disponibilidad algo incierta, por lo que abastecerse de buen producto a un precio asequible y que la carta no cambie demasiado de un día para otro es muchas veces un quebradero de cabeza para los dueños de estos locales. A todo ello se suma el desorbitado precio de los alquileres que, según el presidente de la Academia Madrileña de Gastronomía, Rogelio Enríquez (Madrid, 54 años), “dificulta que los restaurantes de toda la vida tengan continuidad si la propia familia no quiere seguir con el negocio o, simplemente, sus dueños se jubilan”. En el caso de Los Crustáceos, por ejemplo, tanto Ana como Alberto se retiran el año que viene y sus hijos no tienen demasiado claro si coger el testigo porque, aunque no lo descartan por completo, dicen que es una vida muy esclava. “Las siguientes generaciones, normalmente con estudios superiores, buscan trabajos menos exigentes físicamente y con horarios más limitados”, argumenta Enríquez, que defiende además que no se pueden imponer las mismas condiciones a estos locales, normalmente familiares, que a otros con mucho más músculo económico y de nueva creación: “No puedes exigir un acceso para minusválidos, unos servicios de equis dimensiones o un lugar de almacenaje suficiente a establecimientos que tienen un espacio muy limitado o que están en edificios antiquísimos en los que las reformas no son tan simples”. Pasa en el pequeño local de la Guindalera, que ya ha recibido algún toque de atención administrativo por el reducido tamaño del aseo.
A 10 minutos andando, también dentro del barrio de Salamanca pero más rodeado de restaurantes de alta gama, edificios solemnes y transeúntes de otro poder adquisitivo, está la puerta de la marisquería El Cantábrico, abierta desde 1948. A estas horas de la mañana, la franquea Fernando Amorós (Madrid, 46 años), nieto del fundador Dionisio. “Mi abuela era cántabra, pero nosotros somos madrileños. Mi abuelo quiso nombrar el restaurante en su honor”. Ya el local es tradición familiar, pero su dueño siente que la familia ha crecido porque cada trabajador forma parte del negocio tanto como él mismo.
Jesús Guillén, camarero, está preparando la barra para abrir como lleva haciendo desde hace 17 años (de ahí lo de “parte de la familia”), y colocando con mimo los mariscos en expositores transparentes para que queden a la vista del público: “No soy de los más veteranos que han pasado por aquí. Hasta hace nada estaba Raúl, que llevaba 28 años y ahora se ha puesto a conducir autobuses, y el más veterano se jubiló hace poco y se quedó a dos años de cumplir medio siglo aquí”. El restaurante ganó la Centolla de Oro en el año 2006, un galardón que concede la Feria de Marisco de O Grove a la tradición marisquera gallega. Todo un hito para un local madrileño. “El producto es de primera calidad, pero el trato es lo que nos diferencia. De usted no van a llamarte, y muchos vienen buscando ese ambiente desenfadado”, dice Amorós, y se refiere a Guillén sonriendo: “Mírale, silbando”. Sus especialidades son, entre otras, la centolla (de O Grove, en honor al premio, por 65 euros el kilo), las cañaíllas (caracolas semejantes al bígaro pero de mayor tamaño) y el chatka (cangrejo real, de origen ruso pero ya criado en España, a 17,50 el cuarto de kilo).
No se crio en España Iván Chen (Fujian, China, 39 años), pero ya es más de Usera que los de Usera porque lleva trabajando en la hostelería del barrio más de una década. “Parece que, por norma, si eres asiático, sirves asiático. Estuve trabajando en un restaurante japonés unos años, pero me pasé al marisco y a los callos, que me gustan más”. Aprendió a hacer este tradicional plato madrileño, que cuesta entre 9 y 16 euros dependiendo del tamaño, del que él llama “su maestro”, Paco, su jefe en el anterior restaurante en el que trabajó en la calle del Delfín que hoy da nombre al negocio que regenta.
Y el aprendiz superó al maestro: quedó finalista en varias de las ediciones del Campeonato Mundial de Callos. “Sin los callos no me habría dedicado al marisco, porque la gente viene de todo Madrid a probarlos y cuando ven que el resto de la carta es casi todo marisco, acaban pidiéndolo y ven que está al nivel”. El distrito de Usera ha sido durante años el barrio con menor renta media anual de la ciudad, según datos del Panel de Indicadores de Distritos de Madrid. Para Abraham Rivera (Madrid, 44 años), experto gastronómico y ganador del Premio Nacional de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro, “la supervivencia de marisquerías así, que, aunque mantienen un precio razonables, siguen siendo caras porque el producto lo es, pueden dar a entender que en estos barrios hoy más deprimidos también se ha vivido bien en otras épocas, pero también que la clientela no es solo del barrio, sino fieles de toda la ciudad que se trasladan solo para comer en ese lugar”.
Una de las claves para la subsistencia de estos espacios es la selección de proveedores que ofrezcan marisco de calidad a precios razonables. Al fin y al cabo, en una cocina en la que prima tanto el producto y no tanto su elaboración —normalmente los mariscos se sirven crudos, cocidos o, como mucho, a la plancha—, el intermediario que selecciona los mariscos cobra especial relevancia como una pieza más del propio restaurante. Para la marisquería El Cantábrico, también es parte de la familia Crustapesca, una empresa mayorista marisquera afincada en Brunete, que abastece al restaurante desde hace 36 años. Su administrador e hijo del fundador, Jorge Antonio González Ortega, nació el mismo año que lo hizo la empresa de su padre y lleva más de 15 años trabajando en Crustapesca. Cuenta que abastecen tanto directamente a restaurantes y tabernas como a pescaderías y otras empresas mayoristas de pescado, y están especializados en marisco mediterráneo como gamba blanca, cigalas y langostinos, con un volumen de ventas superior a las ocho toneladas anuales. “El 90% de nuestro negocio está dedicado directamente a la hostelería, y la confianza que estos locales tienen en nosotros es crucial porque, en un mercado que fluctúa tanto como el marisco, tener clientes fijos apoya en los momentos más difíciles”. En los Crustáceos confirman que en la mayoría de los casos la relación con los proveedores es estrecha. Alberto dice que antes tenía que levantarse a las 5 de la madrugada e ir a Mercamadrid a por los mariscos: “Con los años ya se me queda grande, ahora todos nuestros proveedores nos lo traen a la puerta, hay confianza”.
Estos restaurantes, que son el último distribuidor del marisco antes de llegar al paladar del cliente, se han convertido en emblemas de sus barrios y atraen a gente de otros lugares de la ciudad a recorrer sus calles. Icónico en las calles de Lavapiés es el bar El Boquerón. Dentro, tras una barra de zinc que este año cumple tres cuartos de siglo, atiende Pedro Andrés Simón (Brazacorta, Burgos, 75 años), que lleva desde los 14 trabajando allí. Aunque se jubiló hace años y el local lo gestiona ahora su hijo Daniel Simón (Madrid, 29 años), ahí está todas las mañanas pelando y cortando tomates para las ensaladas, que no se libran de su trocito de mar en forma de anchoa y boquerón: “Les pongo cuatro de cada y todavía se quejan, ¡si por nueve euros que cobro les estoy regalando el tomate!”, protesta Simón.
La familia diversifica sus pasiones entre el marisco, el vino —tienen una bodega familiar en Aranda de Duero— y los caballos, ya que suelen frecuentar los hipódromos franceses con su caballo Clunia, que crían en San Sebastián y cuyas fotos decoran las paredes de su taberna. Todos sus platos son caseros, desde sus famosos boquerones en vinagre, a tres euros la ración, hasta su curioso postre de fresas a la pimienta, una receta que replicaron del restaurante Ganbara, en San Sebastián. Ni la bebida evita cierta elaboración, ya que su vermú no sale de una botella, sino de un dispensador antiguo que mezcla soda y vermú a presión.
Abraham Rivera cree que todos estos locales tienen algo en común: “Mantienen la identidad de la gente del barrio y son muchas veces un reflejo de la inmigración de otros lugares de España, en este caso Galicia o la costa mediterránea, a la capital”. La tradición gastronómica de los barrios es un bien cultural a conservar, como se protegen plazas, esculturas, monumentos, parques, jardines y locales culturales y de ocio de especial relevancia por su contribución a la historia de su ciudad, y así lo defiende Rogelio Enríquez: “No hay que esperar a que sean centenarios para hacerles un homenaje”.