Eliane Brum, periodista y activista por el clima: “El capitalismo ha destruido nuestro instinto de supervivencia”
Decidió luchar por la Amazonia desde la primera línea del frente de su destrucción y se trasladó de São Paulo a Altamira. Ahora publica un libro en el que advierte que poner en peligro el mayor bosque tropical es hablar de un holocausto de las especies, incluida la nuestra
Escribe sobre el presente para que el lector vislumbre un futuro que asoma las fauces a la vuelta de la esquina. Las columnas de Eliane Brum (Ijuí, Rio Grande do Sul, 57 años) son como puñetazos en la boca del estómago, gritos a pleno pulmón alertando sobre la emergencia climática o análisis sobre los grandes males de Brasil, su país. Se nota que escribe des...
Escribe sobre el presente para que el lector vislumbre un futuro que asoma las fauces a la vuelta de la esquina. Las columnas de Eliane Brum (Ijuí, Rio Grande do Sul, 57 años) son como puñetazos en la boca del estómago, gritos a pleno pulmón alertando sobre la emergencia climática o análisis sobre los grandes males de Brasil, su país. Se nota que escribe desde las entrañas. Pero en persona habla bajito, con una voz de lo más dulce, como si quisiera asegurarse de que sus interlocutores prestan la atención debida a cada palabra, las elige con mimo. Quizá lo aprendió de sus padres, ambos profesores.
Brum creció en el Brasil más blanco, en la frontera con Argentina. Si una agarra un mapa, Ijuí queda en una punta; en la otra, la Amazonia, el mayor bosque tropical del mundo. Una selva que, tras sobrevivir a volcanes, glaciaciones, meteoritos y derivas continentales durante 50 millones de años, está gravemente amenazada por los estragos que los humanos hemos causado en los últimos 50 años. Y sin Amazonia, el planeta sería un infierno.
Brum, columnista de EL PAÍS, publica en español La Amazonia, viaje al centro del mundo, traducido por Mercedes Vaquero Granados y publicado por Salamandra. Mezcla de reportaje periodístico y alegato sobre la emergencia climática, también es una crónica personal sobre la profunda transformación que vivió al dejar São Paulo para instalarse en el corazón de la Amazonia, en Altamira, a orillas del río Xingú. Epicentro de la deforestación, es una ciudad violenta. Allí, hablar de ecología es tan peligroso y políticamente tóxico como difícil resulta encontrar una casa con patio ajardinado. Los prefieren de cemento.
Curtida en el periodismo durante tres décadas largas, Brum ha publicado ensayos y novelas, dirigido documentales y en 2022 alumbró una plataforma de periodismo hecho en la Amazonia (también en español) que se llama Sumaúma, ceiba en portugués. Lleva el majestuoso árbol tatuado en el antebrazo. La entrevista se celebra en una cafetería durante una breve escala de Brum en São Paulo. Aunque Altamira tiene aeropuerto, los casi 3.000 kilómetros requieren tres vuelos.
Cuando está en la selva, ¿lee en la hamaca antes de dormir? ¿Cómo es ese momento?
Siempre leo antes de dormir. Es muy importante para mí. Me retiro temprano a la hamaca. Una costurera de Altamira inventó una tecnología maravillosa, el mosquitero apartamento, como un dosel. Ahora es mucho más fácil porque llevo un Kindle con luz, antes usaba una lucecita en la cabeza. Leo mucha novela, me gusta evadirme, porque la selva exige presencia total y desde la hamaca viajo a otros mundos y regreso. En el último viaje, en noviembre, leí Umbigo do mundo, de Fran Baniwa, en el que ella contesta cómo los blancos hicieron antropología de su pueblo.
“Desde niña escribo para no morir y no matar”. Una afirmación que impresiona. ¿Cómo fue crecer en una pequeña ciudad en el sur de Brasil, en el extremo opuesto a la Amazonia?
Esa frase viene de un acontecimiento que ocurrió cuando tenía cinco o seis años, antes de aprender a leer. Crecí en la dictadura, en casa se hablaba de libros prohibidos. Yo quería combatirla, ser guerrillera. Mi padre, hijo de analfabetos, fue la primera persona de la familia en aprender a leer. Fundó una universidad que era considerada subversiva; y yo, hija del comunista. Creó una escuela en la zona rural que seguía el método Paulo Freire, tenía un calendario que respetaba los tiempos de cosecha, un plan de estudios creado con los pequeños agricultores… Y el alcalde, del partido ligado a la dictadura, cerró la escuela. Y, por primera vez, vi a mi padre, a mi héroe, ser humillado. El alcalde le dijo: “Señor Argemiro, no esté triste”. Nunca olvidé esa frase tan condescendiente. Vi a mi padre destruido. Volvimos a casa en el escarabajo, callados, sin que nadie hiciera nada. Pensé: “Tengo que hacer algo. Voy a quemar el Ayuntamiento”. Sabía que estaba mal, que podría tener consecuencias, pero crecí en este mundo de idealismo y lucha. Robé una caja de cerillas y, antes de que el resto se levantara, fui al Ayuntamiento, encendí un fósforo, otro… No pasó nada. Mi primer acto político fue un fracaso.
Después aprendió a escribir.
Para mí escribir es eso, una forma de provocar un incendio sin cometer un delito. A los nueve años escribí mi primera poesía para no morir. La escritura es algo muy visceral, me estructura. Ahora he estado un tiempo sin escribir reportajes, solo editoriales, columnas, y pasó algo gracioso. Dejé de llorar.
Y eso, para usted, ¿es bueno o malo?
Cuando no escribo, se me revuelven un montón de cosas no dichas. Me sienta muy mal. Tan pronto como me puse a escribir, volví a llorar.
Cuenta que la Amazonia atrapa como una anaconda. ¿Cómo ocurrió?
Lentamente, fueron años. Empezó de dos maneras. Primero, con la propaganda de la dictadura, que creó aquel lema que perdura: ‘Amazonia, una tierra sin hombres para hombres sin tierra’. O sea, para ellos, los pueblos de la selva, no eran personas. Los ricos de mi ciudad compraban tierras allí cuando era cría y contaban abiertamente que expulsaban a los indígenas. La segunda vía fue un indígena del Xingu que la Funai (la Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas) trajo a la ciudad a dar charlas. Debía tener como 60 años. Estaba en un alojamiento tan penoso que lo invitamos y se quedó un tiempo en casa. Como mis padres trabajaban hasta tarde, cuidaba de mí. Me enseñó a cantar en su lengua, me contaba historias, paseábamos de la mano. Aquello me marcó. Tenía una letra muy bonita, escribía el avemaría en [lengua] tikuna, algo que yo ya intuía que era violento. La Amazonia llega hasta mí a través de esas experiencias. Viajé por primera vez allí en 1997 y, como dice la poesía de [Carlos] Drummond de Andrade, “la máquina del mundo se abrió”.
Dos décadas después, en 2017, regresa para quedarse. Se instala en Altamira, según usted “la primera línea del frente de la batalla más importante de nuestro tiempo”. ¿Qué le impulsó?
Durante una década había seguido de cerca a familias expulsadas de la selva por [la construcción de la hidroeléctrica] Belo Monte. Aquello me dio otra percepción de la crisis climática. Entendí que estábamos en un momento que requería crear cosas que no existían, tomar decisiones radicales.
¿Por ejemplo?
En un viaje en 2014 conocí a una ribereña que se llama Raimunda Silva. Viajamos juntas en una canoa a remo. La mejor manera: es lento y no haces ruido. En realidad, mientras otros remaban, me contaba historias. La semana anterior, ella había visto arder la isla donde vivía con su marido, don João. Norte Energía, concesionaria de la obra, había prendido fuego a la casa con todos sus enseres. Todo reducido a cenizas. Raimunda cantó a las plantas, pidiendo perdón por no haber podido salvarlas. Me contó también que su marido había estado en la oficina de Norte Energía para negociar, pero ¿qué vas a negociar cuando no tienes elección? João, que tenía más de 60 años, entendió que a partir de entonces pasaría hambre. Y tuvo un ictus, intentó convencer a su familia de que quería inmolarse en la isla para llamar la atención del mundo. Conté su historia en EL PAÍS, tuvo mucho impacto. Creamos un equipo de psicoanalistas para escuchar el sufrimiento de los expulsados, pero pensé: “Defiendo que la Amazonia, la naturaleza, donde está la vida —y no los mercados—, son el centro del mundo. O hacemos un desplazamiento radical de lo que es el centro y la periferia o no tenemos ninguna opción de afrontar la crisis climática”.
Le gusta definirse ante todo como escuchadora. ¿Qué aprende de los pueblos de la selva?
Que la naturaleza, la vida, gira en torno a relaciones, no a individuos o grupos. Cuando veía la selva desde aquí [São Paulo], por más que leía, la entendía como vegetación, densa, exuberante, deforestada. Recuerdo el primer fuego cuando ya vivía allí, cuando era ya alguien distinto. Ahí entendí que estaba viendo holocaustos. Porque cada árbol es un planeta conectado a otro planeta, cada uno con millones de seres vivos. Y cuando ves que el bosque arde, tienes perezosos muriendo, jaguares muriendo, guacamayos, monos, sapos, insectos muriendo… Algunos con dolores insoportables. Asistes impotente a holocaustos. Y, al día siguiente, solo hay silencio. La selva es muy ruidosa, solo se sume en el silencio cuando ha muerto.
Y constata hasta qué punto absolutamente todo está conectado.
Entender la interdependencia es muy transformador. No veo mi casa como mi hogar. Lo aprendí en la Amazonia. Comparto mi casa con muchos otros seres que viven conmigo, arañas, sapos… Hay un tipo de hormiga que pasa una o dos veces al año; un día te despiertas y ahí están, cruzando en fila por casa. En cada época, un vecindario diferente. No matamos serpientes, intentamos expulsarlas si son venenosas. También aprendí que uno de los principales instrumentos de lucha, de resistencia, es la alegría. Lloramos a los muertos, pero también bailamos. El cuerpo no es negado, tampoco el amor, el sexo, el placer de ser cuerpo. Las personas ríen por más brutal que sea la situación. Yo siempre cubrí derechos humanos, pero después volvía a mi apartamento seguro. En la Amazonia, hay semanas que casi todos los días ocurre algo muy brutal que afecta a personas que conozco. Negar que vivimos una guerra resulta imposible.
Sin ningún lugar donde cerrar la puerta y refugiarse.
No, estoy en el banzeiro, en medio del remolino. Ahí entiendes que el tiempo es circular, no lineal. Dice [el antropólogo] Eduardo Viveiros de Castro que los indígenas en Brasil vivieron el fin del mundo en 1500 y que quizá puedan enseñarnos a vivir después del fin del mundo.
¿No la ahoga a veces la magnitud del desafío?
No pierdo ninguna oportunidad de reír, siempre tienes que estar buscando la vida. Aunque la Amazonia esté en medio del torbellino, me siento mucho más leve.
Un titular apocalíptico de hoy mismo: “2023 es el año más caluroso en milenios”. Y, mientras conversamos, los que nos rodean se toman un café, otros hacen ejercicio en ese parque, aquellos conducen. Sostiene que la solución para el planeta es que nos amazonicemos, como hace usted. Cuente.
Cuando vengo a São Paulo o voy a Londres, y veo a la gente viviendo como si no hubiera un mañana [se ríe], tengo una sensación muy angustiosa, como si estuviera en una maqueta o en un resort. Me gusta mucho la frase de [el filósofo] Bruno Latour: “El negacionismo es la manera que las élites encontraron para que los pobres paguen la factura climática”. Trump y Bolsonaro, los ejecutivos de las grandes empresas, son ese tipo de negacionistas, calculadores. Pero la mayoría vivimos otro negacionismo. El capitalismo ha destruido nuestro instinto de supervivencia. Cualquier ser, por más primario que sea, lo tiene. Por más información que la gente tenga, por más que se grite, por más que la casa se nos caiga encima, aunque no hagan falta más informes científicos, basta mirar por la ventana: la gente sigue viviendo como si esto fuera una fase que pasará.
Eligió Altamira porque está convencida de que allí puede vislumbrar cómo será nuestro futuro en años, décadas o siglos.
Belo Monte causó una especie de crisis climática localizada que en 10 años cambió radicalmente el paisaje. La gente fue arrancada de su territorio, que fue inundado, y, ellos, arrojados a las periferias de las ciudades. Perdieron lazos. Murieron. Altamira llegó a ser la ciudad más violenta de Brasil. Hubo una ola de suicidios de niños que se convirtieron en adolescentes en ese territorio trastornado.
¿Echa de menos oír más fuerte la voz de Greta Thunberg?
El movimiento que Greta inspiró es fundamental. Me coloco en el lugar de esa generación, debe ser desesperante ver tu vida en manos de adultos negacionistas. Yo acompaño a los jóvenes de la selva. En 2019, el primer año de Bolsonaro, celebramos que Amazonia fue el centro del mundo. Invitamos a activistas de Fridays for Future, Extinction Rebellion, Pussy Riot… a venir de Europa a la selva profunda. Fue un encuentro muy potente con los líderes de la selva. Se materializó el desplazamiento de lo que es centro y periferia. No vamos a salir de este abismo con el mismo lenguaje eurocéntrico, occidental, blanco, binario, patriarcal, que nos arrastró hasta aquí. Necesitamos colocar en el centro los valores de los pueblos de la selva. Gracias a ellos, sobrevive la naturaleza.
¿Por eso defiende que la lucha por la selva engloba las batallas contra el patriarcado, el feminicidio, el racismo o el género binario?
No se puede entender la crisis climática sin entender que está atravesada por cuestiones de raza, especie, clase y género. Las mujeres protagonizan la lucha en la Amazonia porque parte de los hombres se corrompió.
¿Cómo fue el experimento de usar el género neutro en este libro?
Al principio, bien difícil. Generaba ruido. Lo que causa ruido ahora es no usarlo. Necesitamos encontrar un lenguaje donde quepamos todos. En la selva todos son humanos, sin jerarquía.
El ser humano es engreído y prepotente.
¡Y ridículo! Nuestro tiempo en este planeta es ínfimo. Entendí lo ridículos que somos la primera vez que vi los hongos bioluminiscentes. Los hongos están hace mil millones de años haciendo conexiones sofisticadísimas.
Con Bolsonaro, Brasil era visto como un villano ambiental planetario. ¿Cómo evalúa al presidente Lula, el actual y el pasado?
Cualquier respuesta tiene que empezar por que Bolsonaro era un genocida. Derrotar a un genocida en las elecciones era lo más importante. Lula da señales muy contradictorias. Brasil tiene todo para ser una potencia ecológica, pero quiere serlo produciendo más petróleo. Son cosas inconciliables. La inserción de millones de brasileños en una nueva clase media fue a costa de la naturaleza, de la exportación de materias primas, sin cambios estructurales en la distribución de renta. Lula es un hombre forjado en la mentalidad de que el petróleo es la salvación nacional, riqueza. La mayor parte de la izquierda en América Latina, quizá del mundo, sigue viviendo en el siglo XX, aún no ha entendido lo que significa la crisis climática. De las derechas ni hablamos. Brasil es un ejemplo. Para la dictadura y todos los gobiernos posteriores, la selva es un cuerpo a violar, a explotar. El drama es que vivimos la peor emergencia de nuestra etapa en esta casa-planeta con una ultraderecha extremadamente predatoria y una izquierda que no entiende el siglo XXI. Y no hay tiempo.