Nuestros desperdicios hablan de nosotros
El arqueólogo y antropólogo William Rathje formuló que podemos saber cómo somos a través de nuestros desperdicios. También nos dio pautas para entender por qué es muy probable que gran parte del aceite de girasol que compramos cuando estalló la guerra de Ucrania se nos termine caducando.
Suele decirse que las redes sociales lo saben todo sobre nosotros. No son las únicas. Del cubo de la basura puede extraerse información pormenorizada sobre nuestra dieta, nuestras rutinas, nuestra vida social, nuestros hábitos de consumo e incluso nuestra visión del mundo. Nuestros residuos permiten extraer conclusiones tan en apariencia contrarias al sentido común como esta, enunciada ya en la década de 1970 por el arqueólogo y antropólogo de la Universidad de Arizona William Rathje: en tiempos d...
Suele decirse que las redes sociales lo saben todo sobre nosotros. No son las únicas. Del cubo de la basura puede extraerse información pormenorizada sobre nuestra dieta, nuestras rutinas, nuestra vida social, nuestros hábitos de consumo e incluso nuestra visión del mundo. Nuestros residuos permiten extraer conclusiones tan en apariencia contrarias al sentido común como esta, enunciada ya en la década de 1970 por el arqueólogo y antropólogo de la Universidad de Arizona William Rathje: en tiempos de escasez es cuando más se derrocha.
Rathje, padre de una insólita disciplina científica bautizada como basurología, documentó que, en plena escasez de vacuno, en 1974, “se tiró tres veces más carne que en tiempos de abundancia”. Algo similar ocurrió al año siguiente con el consumo de azúcar, que fue acumulado y desperdiciado en los hogares estadounidenses coincidiendo con un periodo en el que duplicó su precio. El arqueólogo dedicó una parte sustancial de su carrera a impulsar el Garbage Project (Proyecto Basura, como si de un disfuncional comando de superhéroes se tratase), un intento de deducir patrones de comportamiento en las sociedades humanas a partir de lo que puede encontrarse en sus vertederos. A Rathje debemos hallazgos tan significativos como que la ciudad de Nueva York se ha elevado cerca de dos metros desde su fundación debido a la acumulación de residuos o que el 13% del volumen total de basura generado en las ciudades occidentales es papel de periódico.
Si este perspicaz pionero siguiese en activo (falleció en 2012), hoy estaría constatando hasta qué punto la actual crisis de abastecimiento generada por la pandemia y agravada por la guerra de Ucrania ha venido a confirmar la perversa correlación entre escasez y derroche. Albert Vinyals, profesor universitario y experto en psicología de consumo, nos confirma que la historia que cuenta el cubo de la basura es tan cierta como humana: “Tiene que ver con un impulso derivado del instinto de supervivencia. Nos lleva a hacer acopio de productos que escasean o prevemos que escasearán, pero que no consumimos habitualmente”.
Ni siquiera se trata de prácticas especulativas, de acumular un determinado producto para hacer con él negocio a medio plazo. “Eso serían comportamientos tal vez perversos, pero con una base racional”, explica Vinyals, “pero lo que se está produciendo en la práctica son procesos de compra compulsiva que responden a un estado de pánico inducido”.
Alrededor de una cuarta parte del aceite de girasol que se importa en España procede de Ucrania. “Se trata de una cantidad significativa, y es perfectamente lógico y comprensible que la invasión rusa se esté traduciendo en un freno a las importaciones y las consiguientes rupturas de stock”, apunta Vinyals. Lo que ya no resulta tan racional es que “se dispare la demanda de ese producto entre personas que no lo consumen habitualmente, de manera que la escasez se convierte en una profecía autocumplida”. Como consecuencia de procesos de sobrecompra sin fundamento lógico como este, se tiende a desperdiciar más alimentos que en circunstancias normales porque “el comprador compulsivo se encuentra con un producto que no le gusta, que no le es necesario o que ha acaparado sin tener en cuenta factores como la fecha de caducidad”. En consecuencia, una parte de lo acumulado acaba en el cubo de la basura.
“La mayoría de nuestras decisiones de compra tienen una base emocional”, dice Vinyals. Eso nos vuelve vulnerables, según explica el experto, “a la sugestión que generan en nosotros las llamadas falacias ad populum, puntos de vista generalizados y triviales que damos por buenos sin una verdadera reflexión”. Si oímos que un producto va a escasear a medio plazo, como ocurrió con el papel higiénico en los primeros días del confinamiento, tendemos a acapararlo.
Vinyals concluye que estas disfunciones puntuales tienden a corregirse en cuanto la inteligencia colectiva (y, en consecuencia, las inteligencias individuales) se acostumbra a la nueva situación y vuelve a sus pautas de consumo. “No discuto que en esas circunstancias de guerra pueda llegar a existir un problema objetivo de suministro, pero me pregunto qué ocurriría si la gente se tomase estas predicciones al pie de la letra, se informase sobre la gran cantidad de productos derivados de estos cereales que existen y empezase a acumularlos en la misma medida en que se ha acumulado el aceite de girasol”. Rathje tiene la respuesta: si algo así ocurriese, los vertederos de nuestras ciudades se llenarían de derivados del maíz.