Concha Jerez, arte en rojo profundo
La artista, pionera de la instalación y las prácticas conceptuales en España, es la invitada al espacio de EL PAÍS en Arco, que se inaugura el 23 de febrero en Madrid. Marginal por vocación, lleva una década recogiendo esos premios y elogios que durante mucho tiempo se le resistieron.
Concha Jerez lleva el pelo rojo desde que se le volvió cano, varias décadas atrás. “El gris me puede gustar en los demás, pero no iba conmigo, me parecía triste”, afirma la artista, sentada en el comedor de su casa en Madrid. “El rojo es un color más interesante, por su relación con el socialismo, el comunismo y, sobre todo, el anarquismo, con el que me siento identificada en el sentido histórico. Y además combina estupendamente con el negro…”, se ríe esta mujer menuda y vestida de azabache, más dicharachera de lo que podría dejar intuir su rictus solemne.
El tono eléctrico de su cabell...
Concha Jerez lleva el pelo rojo desde que se le volvió cano, varias décadas atrás. “El gris me puede gustar en los demás, pero no iba conmigo, me parecía triste”, afirma la artista, sentada en el comedor de su casa en Madrid. “El rojo es un color más interesante, por su relación con el socialismo, el comunismo y, sobre todo, el anarquismo, con el que me siento identificada en el sentido histórico. Y además combina estupendamente con el negro…”, se ríe esta mujer menuda y vestida de azabache, más dicharachera de lo que podría dejar intuir su rictus solemne.
El tono eléctrico de su cabellera se ha convertido en un rasgo distintivo al que no piensa renunciar. Le gusta que la reconozcan de lejos en las calles angostas del barrio de Lavapiés, donde vive y trabaja, transitando entre un piso interior, iluminado con tubos fluorescentes y decorado con varias decenas de sus obras, y un almacén situado a pocas travesías donde conserva las que no le caben en casa, bien ordenadas con etiquetas de distintos colores: amarillo para su obra, rojo para la que ha realizado junto a su compañero desde 1990, el artista y teórico José Iges. Los dos conviven a distancia prudencial: ella en Madrid y él en Barcelona. “Una amiga francesa me dijo que el secreto para que una pareja dure es que cada uno friegue sus propios platos”, se carcajea.
La artista, pionera de la instalación, la performance y las prácticas conceptuales en el arte español, ocupará el espacio de EL PAÍS en Arco, la gran feria de arte contemporáneo que se inaugura el 23 de febrero en Ifema, en Madrid. Lo hará con una intervención crítica con la deriva de los medios de comunicación, uno de los hilos conductores de su producción desde los setenta. En esta ocasión, analizará la cobertura de las buenas y las malas noticias en los diarios y la programación de las cadenas privadas, responsables de “introducir la basura televisiva en España y crear ídolos de barro, personajillos sin importancia que se ganan la vida gritando”, como las públicas, “que nunca debieron competir con eso ni entrar en ese juego”. E incluso los influencers que abundan en Instagram y TikTok, sus nuevas bestias negras.
El proyecto, titulado Menú(s) del día, es el último trabajo de una artista marginal hasta la médula, que se mantuvo apartada del mercado por voluntad propia hasta mediados de los ochenta. Su trayectoria traduce una libertad furibunda, hasta las últimas consecuencias. “Sí, aunque eso tuvo como contraprestación que no se me incluyera en colecciones de ningún tipo, ni públicas ni privadas. Es el precio que tuve que pagar. Me tuve que buscar la vida enseñando. Pero no me lamento, fue perfecto así”, puntualiza Jerez, conocida por “su densidad conceptual y radicalidad crítica”, en palabras del director del Museo Reina Sofía de Madrid, Manuel Borja-Villel, uno de sus grandes valedores.
Los tiempos han cambiado. Hace pocos meses, la artista cumplió 80 años —aunque la edad en el rostro de esta rebelde con causa parezca solo una abstracción— inmersa en un ciclo de reconocimiento sin precedentes. Ha costado, pero se le ha hecho justicia. Todo empezó con la concesión de la medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes (2011) y el Premio Nacional de Artes Plásticas (2015), seguidos del no menos prestigioso Premio Velázquez (2017) y la gran exposición que protagonizó en el Reina Sofía (2020), donde ocupó varias salas del museo e incluso las cuatro escaleras del edificio Sabatini, que ella conoce desde los tiempos en que era el hospital del barrio de sus abuelos.
Esta década prodigiosa ha puesto fin a un relativo arrinconamiento, propio de todos esos creadores que emergieron en el llamado arte conceptual durante los últimos días del franquismo. Admite que esa elección la condenó a cierta precariedad. “Pero no creo que tuviera alternativa. Para expresar lo que quería no me servían los bodegones o las marinas. Necesitaba otras herramientas”, responde. Los premios le llegaron cuando iba mal de efectivo. Con ese dinero, Jerez cambió las puertas de los balcones, construyó un segundo cuarto de baño e instaló armarios empotrados y estanterías para colocar los catálogos que se le acumulaban en el suelo. “Yo nunca he vivido de mi arte, tampoco ahora. Soy una jubilada mileurista. Vendo alguna obra, pero es un complemento. Sin mi pensión de profesora universitaria no podría vivir, como les sucede a la mayoría de artistas en este país. He vivido sin lujos, pero no lo he sentido como un castigo”, insiste.
Y pese a todo, Jerez nunca quiso dirigirse a una selecta minoría. Su arte, hecho de imágenes y palabras, sonidos y silencios, siempre ha querido despertar la perplejidad del visitante. La artista ha buscado sacarlo amablemente de sus casillas para obligarlo a interrogarse sobre sus certezas, en un lenguaje particularísimo, que ha jugado con lo ininteligible, lo elíptico y lo paradójico. Y pese a esas interferencias deliberadas, insiste en que siempre se ha dirigido a todos los públicos. Jerez se opone a la idea de que sus obras sean experimentos abstrusos que han hecho rehuir al ciudadano a pie de calle. “Desde el comienzo hubo interés. Otra cosa es que eso no conllevase una atención institucional o un beneficio económico, pero la gente siempre ha venido a ver mis exposiciones. No solo la élite social o intelectual: la gente corriente ha sido, a veces, muy sensible a mis obras y me ha dado interpretaciones apasionantes que otros, supuestamente mucho más entendidos, no lograron ver”.
—¿Sigue habiendo en España un problema con el arte contemporáneo?
—No, lo que aquí ha habido es un problema con el arte a secas. Franco fue a disparar contra la cultura, porque le salimos respondones, y algo de eso queda. Antes, cualquier padre quería que sus hijos estudiaran, se creía en la formación intelectual del individuo. Pero llegó un momento en el que eso desapareció. Ha habido una degradación brutal de nuestra relación con la cultura. Hoy se considera que es derrochar el dinero, cuando el pensamiento también es alimento. Es algo totalmente necesario para sobrevivir.
—¿Lo que dice es que seguimos yendo con retraso?
—El franquismo no se ha ido, nunca terminó del todo. Hay miles de personas que siguen siendo franquistas en su forma de ser y de actuar. La dictadura está todavía muy enraizada en España, que es un país que sigue en una situación de lucha permanente. Los garrotazos de Goya me siguen pareciendo actualísimos, lamentablemente.
Su exposición en el Reina Sofía se titulaba Que nos roban la memoria. No fue mera casualidad. “Es importantísimo reactivarla, no dejar que otros la silencien. Un país sin memoria puede incurrir en los errores que cometió en el pasado”, defiende. Considera que “memoria” ha sido una palabra denostada en un país que entró en democracia a golpe de silencio y olvido. “En aquel momento creímos que era un mal menor para lograr salir de todo aquello. Lo que nunca se nos pasó por la cabeza es que se perpetuara y se enquistara, como sucede hoy”. También en la revisión de esos consensos del pasado reciente fue una pionera, como le recuerdan hoy artistas de generaciones posteriores, que la señalan como ejemplo de integridad. A ella le asombra, y no parece falsa modestia. “Siempre me sorprende que los jóvenes me digan que les he aportado mucho, porque yo no me veo así. En el fondo, si he influido ha sido con mi actitud, más que con mi obra”.
Jerez se ha definido muchas veces como una nómada. “Aunque muchos tienen una noción equivocada de lo que eso significa. El nómada es el que sabe echar raíces en cualquier lugar y no quien evita tenerlas”, puntualiza. Nacida en Las Palmas de Gran Canaria en 1941, la artista creció en el Sáhara y en Sidi Ifni, en el protectorado español en Marruecos, adonde su padre, un ingeniero civil al que el régimen forzó a convertirse en militar —”pese a no saber manejar un arma”—, había sido destinado. Con formación de pintor y antiguo estudiante de Bellas Artes, no le entusiasmó que su hija se quisiera hacer artista. “Dijo que no era para chicas porque no le gustaba la idea de que viera modelos desnudos”, sonríe. “Pero fue en lo único en que se metió, porque mi madre no le dejaba meterse en nada más…”.
De repente, como si hubiera oído su nombre, doña Concha aparece desde la habitación contigua, acompañada de su cuidadora, Indira. Tiene 103 años y una salud de hierro. Esa anciana, dice, le abrió todas las puertas. “En los cincuenta, las chicas de mi edad estaban absolutamente tuteladas. Yo volvía a casa a las dos de la madrugada si quería. Mi madre confiaba en mí, me consideraba responsable. Me dio una libertad enorme, tal vez porque su padre, catalán, le había dado una educación abierta e igualitaria. La familia de mi padre, en cambio, venía de Salamanca, de esa cultura castellana a la que tanto se agarró el franquismo. Por eso huyó a África, todo lo lejos que pudo”.
A su vuelta a Madrid en plena adolescencia, Jerez siguió con sus estudios de piano, instrumento que ya no toca. Y poco después empezó a alternar con el círculo de la biblioteca del Ateneo, foco de resistencia izquierdista a la dictadura. “Era uno de los pocos sitios donde quedaba el rescoldo de la República, de lo que había sido España en otro tiempo”. Su espíritu crítico se avivó durante los meses que pasó en Estados Unidos, gracias a una beca que le concedieron a los 17 para cursar el último año de instituto, y poco antes de empezar Ciencias Políticas en la Universidad Complutense. “A mi madre le costó la salud, pero me dijo que no dudase en marcharme, que iba a ser fundamental para mí”, recuerda.
Pasó un año viviendo con tres familias de Arlington (Virginia), ciudad adosada a Washington donde residían sus altos funcionarios. Se fue sin hablar una palabra de inglés, escudada en un triste diccionario. Al cabo de un mes, lo entendía a la perfección. La oportunidad formaba parte de un programa estadounidense de intercambio impulsado por una misteriosa asociación. “Después he llegado a la conclusión de que por ahí debía de estar metida la CIA”, se ríe Jerez. La idea consistía en reprogramar ideológicamente a los jóvenes europeos con potencial de futuro. “En mi caso, no hubo manera. Fue un fracaso total”, añade esta artista conocida por su compromiso político y alérgica al neoliberalismo, posiciones que han transparentado en muchas de sus obras.
Desde los primeros setenta, Jerez llamó la atención con pequeñas exposiciones inscritas en un conceptualismo temprano, forjadas bajo la “influencia metodológica” de Josef Albers y el resto de adalides de la Bauhaus. Eran esculturas minimalistas y objetos colgantes, teñidos todos de un negro tan estricto como el de su inalterable atuendo, a los que, a partir de 1974, sumó sus conocidos escritos ilegibles y autocensurados, creados a la luz de los juicios sumarísimos del tardofranquismo. “En realidad, la censura no desapareció con el régimen, porque sus mecanismos se perpetuaron. Pervivió en forma de una autocensura en las relaciones personales y en el pacto social. En realidad, hoy nos autocensuramos más que en el pasado. Lo veo, por ejemplo, con el triunfo de lo políticamente correcto. Entiendo las razones históricas que lo explican, pero estamos llegando a extremos absurdos”, afirma en referencia al lenguaje inclusivo, que no parece convencerle: “Ya no sé si hay que escribir tod@s, todes o todxs…”.
—¿Qué alternativa propone?
—No, es que yo no propongo soluciones —responde, casi enfadada—. Lo que yo planteo es que debemos ser conscientes de ello. Cada individuo debe encontrar su respuesta. Yo no me erijo en ejemplo, simplemente señalo. Apunto que es un problema grave que está alterando nuestras relaciones sociales.
La diferencia de criterio respecto al combate lingüístico no impide que siga siendo una feminista convencida. “Que siga habiendo violencia de género en 2022 no es normal. Ni tampoco que, en el campo del arte, haya muchas artistas buenísimas a las que cuesta una barbaridad ver en los museos. El porcentaje de mujeres en las colecciones públicas es irrisorio y no respeta la Ley de Igualdad”, sostiene Jerez, miembro de una generación de creadoras que empezaron a producir sus obras en un momento de cambios mayúsculos, tanto históricos como tecnológicos. “¿Por qué Eugènia Balcells, toda una pionera del vídeo, no tiene ningún premio importante? ¿Dónde están Marta Cárdenas o Angiola Bonanni? Muchos hombres que no son tan buenos sí que han estado ampliamente representados”. Por supuesto, le pedimos ejemplos. “No lo voy a decir, que me cortarán la cabeza. Pero en cuanto apague la grabadora le doy nombres”.