José Sacristán: “Que les den a las banderas”
Nació hace 83 años en Chinchón, pueblo madrileño que siempre ha atraído a directores y rodajes de películas. Y lo tuvo claro desde niño: quería ser actor, a pesar de que su padre quería convertirle en mecánico. Lo consiguió, y por doble vía: en el cine y en el teatro
Aparece José Sacristán en un hotel de El Escorial relajado por sus días de vacaciones en un pueblo cercano. La noche anterior ha visto Muerde la bala, de Richard Brooks, “en copia remasterizada, con Gene Hackman, Candice Bergen, James Coburn… Un gustazo”, confiesa. Ni el calor de agosto puede con él. A finales de verano retomará la obra de teatro Señora de rojo sobre fondo gris, y hará temporada en Valencia. Por eso recibirá ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Aparece José Sacristán en un hotel de El Escorial relajado por sus días de vacaciones en un pueblo cercano. La noche anterior ha visto Muerde la bala, de Richard Brooks, “en copia remasterizada, con Gene Hackman, Candice Bergen, James Coburn… Un gustazo”, confiesa. Ni el calor de agosto puede con él. A finales de verano retomará la obra de teatro Señora de rojo sobre fondo gris, y hará temporada en Valencia. Por eso recibirá el Premio Nacional de Cinematografía no el primer sábado del Festival de San Sebastián, la fecha habitual, sino el lunes 20 de septiembre, día de descanso de las representaciones. “Me han emocionado los comentarios de sorpresa porque aún no tuviera este premio ni el Nacional de Teatro. Bueno, en los Max no he sido ni nominado, y la Unión de Actores me entregó el de honor sin tampoco haber sido nunca candidato. Ya les dije: ‘Si no he merecido ni una selección, ¿por qué me dais este?’. Aprendí de Fernando Fernán Gómez que la medida del éxito está en la continuidad del trabajo”.
Durante mucho tiempo, el actor, director y escritor de cuyo nacimiento se acaban de cumplir 100 años fue “una fijación”, cuenta Sacristán, que en las entrevistas decía aquello de: “Estoy en primero de Fernán Gómez”. Un amigo de profesión, que ha trabajado con ambos, recuerda: “Con la voz tan bonita que tiene Pepe, y él se ha pasado mucho tiempo engolándola, acercando su timbre al de Fernando”. Y sigue Sacristán: “Para mí fue un hombre imprescindible. Me enseñó cómo ser actor en un país como España, a encajar, a esquivar, a no caer en lo patético, a respetar el día a día. Me pasó también con Delibes. A su lado tenías que ser mejor, no cabía la impostura. Fue un disfrute estar con ellos. Y hablar de cualquier cosa. Por ejemplo, con Delibes nos intercambiábamos motes de la gente de los pueblos [y suelta una veintena]”. Hoy solo se escucha a Sacristán, sin voz engolada y escupiendo palabrotas, el hijo del Venancio y de la Nati, un chaval nacido hace 83 años en Chinchón (Madrid) que se rebeló contra un futuro marcado de mecánico.
Pregunta. ¿Cuánto hace que no pisa Chinchón?
Respuesta. Pues estuve justo anteayer, a visitar a un familiar que se recupera de una operación. Y de paso, como está rodando allí Wes Anderson, para hablar para TVE sobre la relación de mi pueblo con el cine, donde yo mismo dirigí planos de Cara de acelga y de Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? Cuando yo era mocito, abordé allí a mi admiradísima Carmen Sevilla cuando fue a rodar La bella de Cádiz, con Luis Mariano, y me regaló una foto.
P. Pero usted entonces ya vivía en Madrid, tras la salida de la cárcel de su padre.
R. Desde los siete años. Pero tengo muchos recuerdos de mi infancia en Chinchón. Incluso me acuerdo de la difteria que sufrí con cuatro años, de las inyecciones del médico y de las cataplasmas de mi madre. En mi memoria predomina la sensación de que alguien se había peleado con alguien en el pueblo. Y a mí me había tocado el lado del que había perdido, eso estaba claro. Como contrapartida, estaba la ternura, el calor, la confianza de mi abuela de puertas adentro en casa, mientras mi madre estaba yendo por las cárceles donde estuviera Venancio, y mi tío materno se encargaba del campo.
P. ¿Cómo vivió la mudanza a Madrid de su familia, obligada por el exilio impuesto a su padre republicano para ser excarcelado?
R. Como un palo. Tengo todo el viaje filmado en la memoria. No había amanecido y mi madre me ayudó a vestirme. Y a la estación a coger el tren de Arganda, que pita más que anda, para llegar a la parada del Niño Jesús. Añadían un par de vagones de pasajeros a un convoy de mercancías. Esos recuerdos los retrató muy bien el cine en Surcos. Aquella sordidez, aquel frío, aquellos braseros improvisados en latas de conservas… Las mujeres llevaban comida a los familiares en Madrid, incluso algunas se dedicaban al estraperlo, y se colgaban chorizos bajo las faldas. Aquella idea de la clandestinidad, de que pasaba algo raro. Luego, la llegada a Madrid. El pavor por el ruido. Los gasógenos, los tranvías… Aunque yo ya había visto dos veces a mi padre, allí estaba, esperándonos, un señor con el que no había tenido trato. Y de ahí a la calle del General Oráa, 44, a la habitación con derecho a cocina junto a otras dos familias. Mi hermana, Teresa, nació tres años después.
P. ¿Cómo estaba su padre?
R. Destruido, derrotado, humillado, desterrado. Era un hombre grande, del que decían que era el que mejor araba… Y en Madrid, cuando volvía de trabajar y entraba en la habitación, lo percibías como King Kong encerrado en su jaula. Cuando venía de visita se sumaba a dormir mi abuela. En medio de esto, yo, que ya había visto alguna película en Chinchón, usaba los cines como lugar de refugio. Venancio siempre quiso que tuviera un oficio. Fui a un colegio calasancio que anteriormente había sido una cárcel donde estuvo él. Con 11 años me llevó a la Institución Sindical de Formación Profesional Virgen de la Paloma, donde por la mañana tenía clases de cultura general y por la tarde oficios, como forja, carpintería, albañilería… Cada vez que me preguntaban qué quería ser, yo escribía: “Artista de cine”. Y llamaban a mi padre para avisarle. Él contestaba: “¿Qué hago? ¿Lo mato?”. Por cierto, ¿te puedo contar algo de los curas?
P. Por supuesto.
R. Yo escribía y leía mucho. Un día, un salesiano, el Pájaro Loco, me pilló en el recreo con un libro, Riverita, de Armando Palacio Valdés, y me prohibió leer y me obligó a confesar… Mil años después, Amparo [Amparo Pascual, la esposa de Sacristán], que es de Yunquera de Henares, se va a comprar gallinas a un convento salesiano. Preguntó si sobraba un reclinatorio, porque mi amigo [José Luis] Garci y yo sostenemos que hay películas que solo se pueden ver de rodillas, y le señalaron un almacén. Encontró uno destrozado, pidió llevárselo para mí, dio mi nombre, y un salesiano, pálido, le dijo: “Sé que nos odia, pero dígale que el Pájaro Loco nos hizo a muchos más daño que a él”.
P. ¿En qué momento se rebeló contra su padre?
R. Me metió con 14 años de aprendiz en un taller mecánico. Y yo entré en unos cursos de vocalización y canto de la sección femenina, traicionándolo, porque Venancio pensaba que yo iba a dibujo lineal. Yo veía a los del grupo de teatro ir a ensayar, y un día me invitaron. En concreto fue Mario Vázquez, que resultó ser fundamental en mi vida: me sacó de Quintero, León y Quiroga y me enseñó que también existían Albert Camus, André Gide, Georges Brassens, Vivaldi… Yo iba escalando de grupo en grupo, y notaba que los papeles mejoraban. Pero no podía dejar el taller… hasta que llegó la carta del reclutamiento: me llamaron a la mili a Melilla. Pensé que esta era la mía, y le dije a mi padre: “Me voy 18 meses a África. Cuando vuelva, ya no regresaré al taller. Ya me ganaré la vida”.
P. A su vuelta, la vida ya no volvió a ser igual.
R. Cuando me licencié me fui a ver a José Luis Alonso. Me atendió en su casa, me metió de meritorio en la compañía del teatro Infanta Isabel, era el año 1960, y allí estaba Alfredo Landa, con el tiempo mi hermano. Vivía en casa de mi padre y contribuía a la economía familiar. En febrero de 1962 me fui a América con una compañía, conocí a la madre de mis dos hijos mayores, Isana Medel, y estuvimos de gira año y medio. A la vuelta me incorporé a la Lope de Vega, pero con 80 pesetas no me daba. Así que vendía libros del Círculo de Lectores, y también clandestinos. Con dos hijos en 1965 casi tiro la toalla. Yo hacía siete papeles en Julio César y ni así me daba el dinero. Había visto en Buenos Aires antes de volver La pulga en la oreja, y cuando la montó en Madrid José María Morera, me fichó, y de la noche a la mañana mi vida cambió con el vodevil de Feydeau [aquel personaje de gangoso al que Fernando Fernán Gómez rindió homenaje en El viaje a ninguna parte]. Y me llamó Pedro Masó para mi primera película, La familia y… uno más.
P. Ha pasado rápido por sus hijos. ¿Qué tal se lleva con ellos?
R. El otro día lo comentaba con mi hija mayor: ¡en cuántas ocasiones yo no estuve…! Pero si yo no llego a implicarme como lo hice, si yo no llego a conseguir lo de ser actor, con mi sacrificio, mi pasión, no solo me hubiera amargado yo, sino que también habría crujido a todos a mi alrededor. Mi hija la pequeña vive en París, tiene dos hijos estupendos… Hubo mucha diferencia del trato que tuve con mis dos hijos mayores en su infancia que con la pequeña. Porque las dos madres y las dos épocas fueron muy distintas. La pobre Isana [su primera esposa] murió hace tres años… Esa primera relación fue de veinteañeros y de precariedad económica. Con Liliane Meric [la madre de su tercera hija, Arnelle] todo fue muy distinto.
P. Sus padres le vieron triunfar. ¿Eso le enorgulleció?
R. La Nati era más cómplice con sus miradas. Venancio pensó hasta el final que lo de labrar, sembrar la tierra y recoger sus frutos era algo más digno que actuar. Y no le falta razón. Fue moralmente intachable, trabajador concienzudo. Su desconfianza ante mi labor era lo que me hacía valorarlo. Con los datos que él manejaba, si hubiera alentado que su hijo siguiera la carrera de artista habría sido un cabrón. Un día yo entendí que había cambiado su perspectiva cuando me preguntó: “¿Cómo has vendido los ajos este año?”, porque la cosecha de ajos marcaba en Chinchón que sobrevivieras o no. Y cuando relacionó mi trabajo con los ajos… Eso estuvo bien. Con todo, siempre tuvo ese punto… [Sacristán se emociona] Bueno, como era él.
P. ¿El peor momento de su vida fue la muerte de su hermana por cáncer a los 46 años?
R. El momento más terrible de mi vida fue la muerte de mi madre. Yo me tiré al hoyo, y me tuvieron que trincar. La imagen de la Nati en aquella caja… El proceso de la enfermedad de mi hermana se alargó en el tiempo, desde una primera llamada en que le conté: “Voy a comer con padre”, y ella me respondió: “Yo voy al oncólogo”. Nos fuimos preparando. En realidad, mi pobre hermana murió de pena. Fue hija, hermana, madre, esposa, pero ella misma no pudo ser. La Nati murió con 77 años… Tanto ella como mi padre, que murió con 93, fallecieron en días de descanso del teatro para que yo pudiera estar allí.
P. ¿Cómo recuerda el abrazo de su padre republicano al Rey?
R. Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes. La entrega el rey Juan Carlos y es en el palacio del Pardo. Con todo, Venancio me dijo: “Pues venga, voy”, con las piernas ya tocadas. Al acabar el acto, el Rey saluda a los familiares. Y justo ese día se cumplía el aniversario del encarcelamiento de mi padre. Total, que el rey emérito —ahora me produce entre ira y pena, es que yo me creí la película, yo me creí la historia del hombre que luchó por la democracia el 23-F, y esta cosa choricera de los líos de faldas y los euros y la puñeta… En fin, acabo la historia— se acerca, y le explico que mi padre es un rojo y que hoy hace años que el dueño de esta pensión lo encarceló… Y el Rey le dice: “¿Te puedo dar un abrazo, Venancio?”. Escorzo del Rey, y cara de mi padre de “¿qué coño estoy haciendo aquí?”.
P. La situación actual del rey emérito, entonces, ¿le produce más pena que ira o viceversa?
R. Ni siquiera tiene grandeza dramática. Son unos chanchullos de dineros, faldas, una cosa cutre. Y durante años… Qué chapuza. Con todo, por solidaridad defiendo a aquellas gentes que mal que bien sacaron adelante eso llamado la Transición, y que dada la relación de fuerzas de entonces fue un éxito. Los ataques que hoy recibe son injustos. Había que haber estado allí. Se hizo lo que se pudo. Mira hoy Pablo Iglesias. La impaciencia del mal aprendiz ha acabado con él. Hizo bien en vehicular las protestas del 15-M, pero ese afán de protagonismo, esa apetencia y esos gritos folclóricos de la cal viva y la casta lo han chamuscado. Estoy más cerca de posiciones como las de Íñigo Errejón o la ministra Yolanda Díaz.
P. ¿Se siente representado por la izquierda actual?
R. Hay ahora una posibilidad de reconducir la aparición de esa nueva izquierda. Podemos debe rearmarse y concretar sus ideas. En lo del independentismo catalán tienen un lío… Es un error. Todo ese jaleo alimenta a Vox. Es que los independentistas catalanes han sido unos chapuzas. Al menos que respeten la palabra y el concepto de república. ¿Dónde va esa izquierda catalana? ¿Qué vende? Cuidado, no estoy en contra de la independencia, pero ¿qué pasa con los catalanes no independentistas? ¿Hay que llamar renegados a Juan Marsé, a Joan Manuel Serrat, a Eduardo Mendoza? Que les den a las banderas. La izquierda tenemos que ser otra cosa.
P. ¿Nunca le ha tentado entrar en política?
R. Hay elementos de la política que no van conmigo. Las últimas elecciones a la Comunidad de Madrid me han dejado contra la pared. Tras la pandemia no somos mejores. Cuando una campaña como la de esa señorita, que habla de la libertad, tiene una respuesta así en tan distintos ámbitos… La capacidad de discernir y valorar se ha perdido. En la política mandan el cinismo y la hipocresía.
P. Hay unos años, de 1978 a 1985, en que encadenó una película de calidad tras otra, exitazos de crítica y público. ¿Cómo se sentía?
R. Y en teatro. A partir de un momento, pude elegir proyectos. Coincidió un poco con el cambio del modelo del cine impuesto por el imperio, en donde empiezan a triunfar los canijos: [Richard] Dreyfuss, [Al] Pacino, [Dustin] Hoffman. Se acabó el poder de los Troy Donahue. En España, el productor José Luis Dibildos encontró un camino, la llamada tercera vía, en la que se reflejaba el mundo de los nuevos españoles, los de a pie, como es este de Chinchón, ni muy alto ni muy bajo, ni muy feo ni muy guapo, que tiene algo de picaresca y a la vez la honradez de reconocerse en sus defectos, sin que renuncie a la conquista de libertades. Me tocó, y me siento muy orgulloso de eso. Empecé a ganarme bien la vida, y de paso en España se dio una película en la que el país iba avanzando. Por eso, lo del rey emérito es de cagarse en la madre que… Por supuesto, siguieron a la vez aquellos movimientos subterráneos en los que pasaban cosas terribles.
P. Habla de gente que ha dejado huella, pero hay otros que hoy no tienen ese reconocimiento merecido.
R. Algunos han olvidado hasta a Miguel de Cervantes… Antes el producto película se vendía en una tienda llamada cine donde podía estar hasta dos años. Hoy hay un aparato en tu casa en el que puedes estar todo un día saltando cada dos minutos de película en película. Lo audiovisual se consume a una velocidad que nos hace entrar en una combustión sin sentido. Yo en cambio recuerdo ir al templo cuando tenías dinero y se abrían las cortinas… Vuelvo a los maestros: de Fernando aprendí que hay que disfrutar de la vida, que esto da de sí lo que da de sí.
P. ¿Por qué dirigió solo tres películas?
R. El cómico Sacristán siempre tuvo trabajo. Me han faltado ganas, vocación… Incluso tiempo para dedicar a los guiones. Ahora van a sacar en DVD la primera que dirigí, Soldados de plomo, con guion de Eduardo Mendoza. Tienes delante a uno que sabe perfectamente la suerte que ha tenido, el privilegio que ha vivido. Me lo he currado, pero sin suerte no das un paso adelante.
P. Se ha definido como espabilado con suerte, que es muy de mesa camilla, y que dentro de usted vive una tonadillera.
R. Cierto, y sobre todo el hijo de la Nati y del Venancio. Un gordito que un día se sentó en delantera de gallinero y se preguntó qué era aquello. No fue vocación, sino una iluminación. Sigo prolongando en mi trabajo todos los juegos en que se basa el universo de la infancia. Es una necesidad. Me siento cercano al que pintó el bisonte de Altamira. Si ya existe el bisonte, ¿para qué lo pintas? Si ya existe la vida, ¿por qué la representas? Bueno, para eso está el arte.
P. Hacia 2005 había desaparecido del cine y aparecieron David Trueba, Javier Rebollo, Carlos Vermut. ¿Es la musa de las nuevas generaciones?
R. Y Kike Maíllo y José Skaf y otros, no quiero olvidarlos. Solo tiene que ver con mi disponibilidad. De verdad.
P. ¿Será Señora de rojo…, como afirmó, su última obra en los escenarios?
R. Tengo compromiso con la obra hasta 2023. Y luego es difícil que encuentre algo que me involucre. Aunque estoy en conversaciones con Miguel del Arco para un texto… Bah, no lo dejo.