Violando la ley seca en Irán
Ni rastro de extremismo religioso, un cocido que hace sudar y momentos de tensión (y contrabando) en Urmia, capital de la provincia iraní de West Azerbaijan. Segunda entrega del 'Grand Tour' del Mediterráneo clásico
Dejo atrás Turquía y su Monte Ararat. Entro en Irán, país de gentes sorprendentemente amables. Encontrar guía resulta facilísimo. Basta pararse y preguntar. Rápidamente se forma un tumulto en torno a la motocicleta. Desde un coche, un tipo me indica que le siga. Atraviesa el pesado tráfico para enseñarme el camino correcto. Luego me besa y se larga sin que hayamos cruzado una palabra inteligible para ninguno de los dos.
Urmia es la capital de la provincia de West Azerbaijan y también del cristianismo en Irán. Los cristianos se concentran en esta zona. Se calculan unos 300.000. Su origen se remonta al siglo II. Las comunidades cristianas se extendían hasta la India mientras el Imperio Bizantino y el persa Sasánido pugnaban por dominar la región. Habiéndose desgastado mutuamente, una fuerza invasora vino de la Península Arábiga en el siglo VII y derribó ambos. Desde entonces, los cristianos asirios, armenios, ortodoxos y católicos caldeos sienten que viven bajo ocupación.
Me abordan un par de tipos de unos treinta años. Hablan inglés. Ayudan con el asunto del alojamiento y me llevan en su coche a almorzar. Mientras esperamos en un semáforo se acercan unas niñas mendigando. Les pregunto si acaso esto lo consiente la revolución. "Revolución", dicen, "es solo una palabra." Mis nuevos amigos aborrecen la tiranía religiosa. Dan por hecho el pucherazo de los clérigos en las pasadas elecciones. Hablan con sensatez, sin ira. Abogan por la separación de política y religión.
Cocido local a toda pastilla
Tomamos el almuerzo típico en un concurridísimo figón donde los extraños comparten mesa. Hemos de consumir la ración a toda velocidad para dejar sitio a los que esperan. El abgusht es un cocido especiado que elaboran en vasos de barro metidos en el horno. Ternera, garbanzos y patatas. En una escudilla de metal sirven el caldo, arrojas trozos de oblea, fabricas una pasta y la tomas como entrante. Luego aplastas la parte sólida con una herramienta de metal. Ese puré lo agarras con el resto de la oblea, haces un buñuelo o rollo, según las preferencias de cada cual, y lo engulles. Delicioso, aunque hace sudar.
Enfrente está el viejo bazar. Antigua instalación de techos abovedados, puertas de medio arco y trazado laberíntico. Mil aromas, ruidos y colores se mezclan y confunden. El tipo del turrón dando mazazos a la masa, el limpiabotas que por medio dólar lustra zapatos, los hombres desnudos de los baños públicos. Fue construido durante el reinado de la Dinastía Safávida, la primera que en el siglo XVI logró unificar la vieja Persia, disgregada desde la caída del Imperio Sasánida. El Shah Abbas I mandó una embajada a Europa en 1599. Llegaría hasta la España de Felipe III, donde algunos enviados se convirtieron al catolicismo, como el Primer Secretario, Uruch Beg, que adoptó el nombre de Juan de Persia.
Dicen querer enseñarme la ciudad. Pronto descubro su verdadero interés: comprar alcohol. Hay que celebrar la rara ocasión de tener un huésped "del exterior". La operación es como pillar droga dura. No es para menos. Consumir licor es un grave delito. Llaman al tipo. Esperamos en el coche. El traficante aparece. Monta en un taxi. Le seguimos. El tipo llama a otro tipo. Arranca. Le seguimos. Esquina. Callejón. Esperamos. Tras cinco minutos eternos, aparece con un enorme fardo envuelto en plástico negro. Lo mete por la ventanilla. Queda depositado en mi regazo. Ochenta dólares cambian de mano. El paquete tiene toda la pinta de lo que es: una caja de 12 litros de cerveza.
¿Carne de telediario farsí?
Mis amigos ríen, están excitados. Haremos barbacoa en una huerta. Pero yo estoy algo inquieto. El asunto de las cervezas me preocupa. ¿Y si fuera todo una encerrona? ¿Quién puede estar seguro de nada en un Estado policial? Los iraníes son muy amables, cierto, pero sus autoridades no se andan con remilgos en el trato con los extranjeros. Por un momento me imagino abriendo un telediario en farsí, acusado de graves crímenes contra el pueblo de Irán, convertido por una chiquillada en ingenua carne de cañón dentro del juego geoestratégico entre los ayatollahs y la Comunidad Internacional.
Es de noche. Estamos en las rústicas afueras. Se oye un perro ladrar. Alfombras viejas tapizan un cuarto humilde de casa de labranza. Cortan trozos de pollo y cordero. Encienden la estufa y preparan el fuego de asar. Sacan las cervezas. Tuborg elaboradas en Turquía. Algunos ni siquiera abren sus latas. Otros las abren pero no las tocan. Esperan por mí. ¿Cortesía o trampa? Les digo que beberé cuando termine de comer. Con cierto alivio observo que dos de ellos beben (o hacen como que beben) pequeños sorbos. Los otros no. Es todo confuso, pero no puedo quedarme como una estatua toda la noche. Me encomiendo a mi tradicional buena fortuna de viajero y le doy un trago a mi lata. Todos me miran. El perro ladra. El fuego crepita. Suena un teléfono.
Mi corazón da un brinco. ¿Quién puede estar llamando? ¿Será una señal convenida que preludie mi detención? Uno de ellos hace un gesto. Todos callan. Se hace un silencio espeso. Contesta con un tono de voz melifluo, algo cobardón. Al otro lado se oye el rumor de una voz de mujer irritada. Él da explicaciones en persa. El lenguaje de la culpabilidad es universal. Está mintiendo. Su madre le está llamando para saber dónde se ha metido. Asegura que todavía está en el trabajo, que llegará pronto. Cuando cuelga, todos ríen y le palmean la espalda. Doy un largo trago a mi cerveza. El horizonte se ha abierto. A los agentes de servicio nunca los llaman sus madres para preguntar cuándo diablos van a ir a cenar.
Miquel Silvestre (Denia, 1968) es autor del libro 'Un millón de piedras' (Barataria).
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