Grandes viajeros: Walter Bonatti, el escalador más puro
El aventurero italiano fue una de las leyendas del alpinismo mundial
Conocí a Walter Bonatti (1930-2011) en diciembre de 1998, cuando presentó en la librería Desnivel de Madrid su libro de fotografías Detener la emoción. A pesar de su edad —contaba entonces 68 años— emanaba energía por todos los poros. Una fuerza que se percibía al estrechar su mano, en la vehemencia con la que defendía su postura ante el alpinismo y ante la vida. Nacido en Bérgamo, al norte de Italia, Walter Bonatti dio sus primeros pasos en la escalada a los 18 años, en la montaña de Grigna, para iniciar casi inmediatamente la carrera fulgurante y polémica que habría de convertirlo en leyenda.
Durante la entrevista, Bonatti hizo gala de la fama de purista que le acompañaba, de su absoluto desinterés por el alpinismo que se practica hoy día. Despreciaba a los montañeros que utilizan técnicas de escalada artificial, el empleo de clavos de expansión y estribos que dejan cicatrices en la roca. Tampoco le veía la gracia a trepar por trepar: esas demostraciones de rocódromo en pabellones cerrados, o las interminables repeticiones de una vía para conseguir hacerla en el menor tiempo posible. Para él, la escalada era un instrumento: un medio para llegar a conocerse mejor, para relacionarse con la naturaleza, para aprender a ver. Alcanzar la cima no se trataba de conseguir una victoria sobre la montaña, sino sobre uno mismo.
Adiós a la escalada
Bonatti hablaba de sus años de alpinista con cierta desgana. Y no parecía dar importancia a sus hazañas en las cumbres. Como aquel vivac a pelo y a más de 8.000 metros de altura, en la llamada “zona de la muerte”, durante la polémica expedición italiana de 1954 a la cima del K2, la segunda montaña más elevada del planeta (8.611 metros), que coronaron por primera vez Lino Lacedelli y Achille Compagnoni. Bonatti y el sherpa paquistaní Mahdi habían porteado seis botellas de oxígeno hasta los 8.100 metros de altitud, pero en su ansia por alcanzar la cumbre, Lacedelli y Compagnoni habían montado el campo de altura más arriba, sin esperar a que llegasen. No había luz suficiente para dar con la tienda, y Bonatti y Mahdi pasaron la noche al raso, con una temperatura de 25 grados bajo cero. Mahdi perdió todos los dedos por congelación; Bonatti logró sobrevivir, aunque nunca volvió a confiar en nadie. “Eso marca a fuego el alma de un hombre joven, y desequilibra su espíritu lo suficiente para hacerlo enfermar”, escribiría más tarde sobre la traición de sus compañeros, a quienes no les preocupó que pudiera morir con tal de llegar a la cima. Tras la amarga experiencia del K2, se dedicó a la escalada de dificultad, casi siempre en solitario, abriendo nuevas vías en los Alpes y en otros lugares del mundo. Entre sus logros se cuenta la por entonces casi imposible ascensión por la cara oeste del Dru, en 1955; o su mayor éxito, la primera escalada invernal de la cara norte del Cervino, en febrero de 1965, en la que pondría en juego toda su experiencia y con la que se despidió para siempre del alpinismo extremo. Se diría que ese periodo de su vida no fue para él más que un breve tramo de un largo camino.
Su faceta de fotógrafo y reportero de viajes nació casi al mismo tiempo que la de montañero. Para documentar sus ascensiones se hizo con una vetusta Voigtlánder de fuelle de 6x9 de segunda mano. No estaban los tiempos como para desperdiciar película: un carrete le duraba meses. Algo que cambiaría radicalmente cuando comenzó a trabajar con la revista Epoca, una de las de más peso en la Italia de los años sesenta.
En 1965, tras la ascensión al Cervino, emprende un itinerario casi homérico con la única compañía de su nueva cámara. Viaja solo porque, como él mismo decía, “la soledad es una virtud que agudiza la sensibilidad”. Con casi total libertad de medios y de iniciativa, comienza un frenético periodo de actividad viajera por todo el mundo. Durante 14 años fotografía incansablemente gentes y paisajes. Y escribe libros. Pasa seis meses al año fuera, y el resto editando su material o preparando la siguiente escapada. Un trabajo que le permitirá, según sus propias palabras, “dar forma a sus sueños”.
Los libros de Jack London, de Melville, de Salgari, de Conrad... que leyó en su adolescencia le señalan el rumbo. Recorre en piragua el río Yukón, en Alaska; sube a los tepuys, las grandes mesetas de las selvas del Orinoco, en busca del Mundo perdido de Conan Doyle; busca las fuentes del río Amazonas en Brasil; recorre las islas Marquesas tras las huellas de Herman Melville, que estuvo cautivo de una tribu de caníbales; viaja por Perú, Zaire (hoy República Democrática del Congo), Nueva Guinea, Sumatra, la Antártida... La misma filosofía que antes le empujaba a subir montañas es la que ahora le mueve a explorar otras tierras. Él lo llamaba el “síndrome de Ulises”: la curiosidad y el afán de aventura que hacen girar el mundo.
Bonatti se quejaba de que vivimos un momento de decadencia, donde los valores humanos han sido sustituidos progresivamente por la técnica, donde el turismo ha terminado por banalizar los viajes, convirtiendo la aventura en mero objeto de consumo. Y asumía su parte de culpa en ello, por haber sacado a la luz los paisajes remotos que ahora todos codician.
En los últimos años solo subía a la montaña por diversión, huyendo de los grupos de escaladores, de los senderos más frecuentados. Y apenas viajaba: temía descubrir que aquellos lugares que él conoció casi vírgenes habían sido transformados en poco menos que en parques temáticos. Lo malo es que tenía razón.
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