La última oportunidad

No hay país que no guarde cadáveres en el armario, todos arrastran problemas con su pasado, en particular el reciente.

No deberíamos creernos tan especiales. Contra lo que yo pensaba cuando era joven, feliz e indocumentado, no hay país que no guarde cadáveres en el armario, todos arrastran problemas con su pasado, en particular con su pasado reciente. La singularidad de los nuestros deriva sobre todo del hecho de que, a diferencia de lo que ocurrió tras la II Guerra Mundial en casi toda Europa Occidental —donde el fascismo fue derrotado por la democracia—, en España la democracia fue derrotada por el fascismo, encarnado en un militarote sanguinario que, a fin de permanecer en el poder, se despojó en seguida de...

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No deberíamos creernos tan especiales. Contra lo que yo pensaba cuando era joven, feliz e indocumentado, no hay país que no guarde cadáveres en el armario, todos arrastran problemas con su pasado, en particular con su pasado reciente. La singularidad de los nuestros deriva sobre todo del hecho de que, a diferencia de lo que ocurrió tras la II Guerra Mundial en casi toda Europa Occidental —donde el fascismo fue derrotado por la democracia—, en España la democracia fue derrotada por el fascismo, encarnado en un militarote sanguinario que, a fin de permanecer en el poder, se despojó en seguida de la parafernalia fascista para quedarse en lo que fue: un dictador sin entrañas. Eso lo cambió todo. Lo diré otra vez: digan lo que digan los manuales de historia, la Guerra Civil no duró tres años, sino cuarenta y tres; el franquismo no fue la paz: fue la guerra por otros medios; la paz no llegó hasta 1975, con la muerte de Franco, o hasta 1978, con la Constitución, o, mejor aún, hasta 1981, con el golpe del 23 de febrero.

Es verdad sin embargo que no todos los países lidian de la misma forma con los horrores de su pasado más próximo. El que mejor lo ha hecho, se dice, es Alemania. De acuerdo. Pero lo que no se dice es que Alemania no empezó a hacer bien las cosas al terminar la guerra, con los juicios de Núremberg; estos fueron el castigo aliado por la derrota nazi y, pese a los beneficios que depararon —entre ellos, la aparición de los conceptos complementarios de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”—, no dejan de ser la enésima versión de la justicia de los vencedores. No: los alemanes solo empezaron de verdad a encarar de frente su historia y a hacer las paces con ella transcurridos 30 años del trauma descomunal de la guerra, cuando una nueva generación resolvió asumir por entero su peor pasado para construir un futuro mejor. Eso es en definitiva lo que intentamos hacer nosotros hace algo más de una década, también más o menos 30 años después del verdadero final de la guerra, o lo que intentó el Gobierno de Zapatero; el problema es que el resultado más notorio de este intento fue una ley coja e insuficiente, mal llamada “de memoria histórica”, que entre otras cosas privatizó la parte más sangrante del problema: la exhumación, identificación y enterramiento con dignidad de las víctimas del franquismo reclamadas por sus familias. Fue un error flagrante. Esa tarea inexcusable no puede dejarse en manos de asociaciones o familiares, al albur de Gobiernos que puedan desactivarla (como hizo el Gobierno de Rajoy) o de desaprensivos que pretendan sacar rédito político o moral de su cumplimiento o incumplimiento: debe ser realizada, de la manera más rápida y respetuosa posible, por el Estado democrático, y sufragada por todos. Sobre todo, de la manera más rápida: a estas alturas, o se hace de inmediato, antes de que el pasado termine de pasar y desaparezcan sus últimas víctimas, o quizá sea ya inútil hacerlo. O no pueda hacerse.

Ahora parece que el Gobierno de Sánchez se ha puesto manos a la obra. Es una buena noticia: ojalá haga bien lo que el de Zapatero hizo mal, o hizo a medias. (Un buen augurio es que el proyecto de ley no se conoce de momento como “de memoria histórica”, sino “de memoria democrática”, lo que es menos vago y confuso). Por lo demás, si lo que pretende el Gobierno es sacar beneficio político de esa ley, es vital que no la pacte con la derecha; pero, si lo que pretende es arreglar de una vez por todas el problema, debe pactarla. Parece imposible, pero es indispensable: hay que convencer a la derecha de que no se trata de romper el acuerdo de la Transición y demás espantajos; si acaso, se trata de culminarlo, suturando del todo una herida atroz, que nunca debió haberse abierto. A vencer esa imposibilidad podría contribuir decisivamente el Rey, que como símbolo del Estado democrático actual ya ha reclamado para sí el legado de la II República —en el homenaje a los republicanos que tomaron París, por ejemplo— y que podría aprovechar la ocasión para condenar de manera taxativa e irrevocable el franquismo. No está en juego el pasado: está en juego el futuro. —eps

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