Un maestro vivo

Juan Eduardo Zúñiga fue un ejemplo de integridad, de combatividad sin rencor, de inteligencia y pasión por lo que amaba

EL 24 DE febrero de 2020 fue un día muy complicado para mí. La muerte de Juan Eduardo Zúñiga lo empeoró, para convertirlo en una fecha que no podré olvidar. Algunas veces me ha tocado escribir textos sobre escritores que me gustaban, o a los que tenía cariño, en el día de su muerte. El 24 de febrero de 2020 me resultó absolutamente imposible encontrar un hueco para recordar a un maestro que para mí seguía estando vivo, que vivirá para siempre en mi memoria y en mis propios libros.

Nunca podré olvidar l...

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EL 24 DE febrero de 2020 fue un día muy complicado para mí. La muerte de Juan Eduardo Zúñiga lo empeoró, para convertirlo en una fecha que no podré olvidar. Algunas veces me ha tocado escribir textos sobre escritores que me gustaban, o a los que tenía cariño, en el día de su muerte. El 24 de febrero de 2020 me resultó absolutamente imposible encontrar un hueco para recordar a un maestro que para mí seguía estando vivo, que vivirá para siempre en mi memoria y en mis propios libros.

Nunca podré olvidar la emoción que sentí cuando Juan Eduardo me contó que acababa de leer una de mis novelas. Era la noche de un 5 de enero y nos habíamos encontrado en la cocina de la casa de una amiga común, que siempre nos cita en esa fecha para invitarnos a sopas de ajo. Yo ya le conocía. Habíamos coincidido en actos políticos y reuniones literarias, pero apenas había hablado con él porque su presencia me imponía demasiado. Hasta que aquella noche, a instancias de Felicidad, su mujer, fue él quien se dirigió a mí, y ya no recuerdo qué me encontré en el salón de mi casa al día siguiente. He olvidado todos los regalos que recibí ese año menos aquel, tan bueno que nadie lo habría podido comprar, tan especial que nunca me habría atrevido a pedirlo. Pues si la has leído, le dije, ya te habrás dado cuenta de que te estabas leyendo a ti mismo… Al escucharme, Juan Eduardo sonrió, con esa sonrisa suya que habría podido parecer pobre, pequeña, si no hubiera sabido sonreír con los ojos antes que con los labios.

No le estaba mintiendo. No habría podido escribir sobre lo que significaron casi tres años de Guerra Civil en la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad donde Juan Eduardo Zúñiga nació cuatro décadas y un año antes que yo sin recordar en cada palabra Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria. Porque esa espléndida trilogía de libros de relatos fija para siempre un temblor y una temperatura, la incertidumbre y la avidez de unas madrileñas mucho más fuertes, más trágicas y sólidas al mismo tiempo que los hombres entre los que se mueven, unas mujeres insospechadamente vivas. Eso fue lo primero que me impactó cuando leí por primera vez los cuentos de Zúñiga, una imagen que de entrada me pareció errónea, hasta tal punto nos habían bombardeado a todos con arquetipos falsos de perdedoras pobrecitas, de perdedores muertos en vida, paralizadas ellas en su propia miseria ignorante, congelados ellos en su fatal desgracia miserable. Al leer relatos como Rosa de Madrid, mi mirada cambió para siempre. La joven modistilla, alegre protagonista de una inocente letra de chotis o romanza de zarzuela, que se transforma ante la destrucción de su ciudad, del único mundo que conoce, el destino de sus sueños, de su futuro truncado, para buscar emoción, la sombra de un amor imposible, en encuentros sexuales en los que se entrega a desconocidos, me pareció mucho más verdadera, más interesante, más conmovedora e intensa que cualquiera de las estereotipadas víctimas que había conocido hasta entonces.

Luis Mateo Díez siempre dice que Rosa de Madrid es el mejor relato, el cuento más perfecto que ha producido la literatura española en largas décadas. Yo tuve la dicha de unirme a él, y a Manuel Longares, en una especie de “equipo de homenajes a Zúñiga”, que en los últimos años me dio la oportunidad de hablar y de escribir sobre la admiración que siento por su obra. También por su persona. Porque Juan Eduardo Zúñiga era un hombre admirable, que integraba una admirable pareja con Felicidad Orquín. Para mí no sólo fue un referente literario, sino también vital, político y cívico; un modelo de lo mejor que fue capaz de producir este país en sus peores años, un ejemplo de integridad, de combatividad sin rencor, de inteligencia y pasión por lo que amaba. Escucharle hablar de su deslumbramiento adolescente por la literatura rusa a través de la obra de Iván Serguéievich Turguénev, y tuve la dicha de lograrlo más de una vez, es uno de los privilegios que nunca podré pagarle a la literatura.

Pero no quiero escribir de Juan Eduardo Zúñiga en pasado, porque para mí nunca dejará de estar vivo. Así quiero recordarle hoy, en la vida inmortal de sus relatos. 

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