¿Por qué no gana Dios un partido de tenis?
'Los niveles del juego', el libro de John McPhee, desmenuza como ninguno los secretos de uno de los deportes más solitarios de mundo
En 1734, un barco cargado de 157 negros llegó a Virginia, donde el capitán los cambió por tabaco. Una chica cuya identidad era un número fue comprada por un tabacalero que se la regaló a su hijo como regalo de bodas. Esa chica, conocida con el apellido de su dueño, Blackwell, se casó con otro esclavo, también Blackwell, y tuvieron una hija, Lucy, que tenía un valor de 50 dólares. Y a partir de ahí se producen enlaces y más enlaces, con sus descendencias, casi todos Blackwell, hasta que una Amelia, ya mujer libre, llegó a casarse con un Pikney Avery Ashe, cuyos antepasados también retrocedían hasta un antiguo patrón Ashe. Tuvieron un hijo llamado Arthur, que se casó con Mattie Cunningham y tuvieron, a su vez, un hijo llamado Arthur Junior, que da nombre, Arthur Ashe, a la pista central de Flushing Meadows, donde se celebra el Open USA.
Ashe fue el primero que lo ganó, no digamos el primer gran tenista negro, y una semifinal del primer Abierto de los Estados Unidos lo reunió en la pista con uno de sus mejores amigos, un tenista descomunal llamado Clark Graebner. También estaba, en la grada y metido en sus casas, un hombre llamado John McPhee, que escribió una crónica de ese partido (Los niveles del juego, en español traducido por Carlos Cerdeña para Dioptrías en 2015) que constituye un documento completísimo sobre ese deporte y su exigencia, sobre algo que destaca el autor, que va más allá de las diferencias tradicionales, nada proféticas (Ashe es afroamericano, clase trabajadora y “la nueva conciencia del país”: juega arriesgando y es imprevisible; Graebner es blanco y de clase media-alta, “el viejo mundo que está quedando atrás”, y su estilo es más “constante y seguro”).
Tiene que ver no solo con la soledad de un tenista rodeado de miles de cámaras y personas, sino con la perfección una vez alcanzada. Cuando uno, después de golpear millones de bolas en los entrenamientos y ponerlas en las líneas, e incluso colocándolas de igual manera en los partidos —cosa mucho más improbable— repara en que eso no basta para ganar. Entonces, ¿qué basta? Miren Daniil Medvedev el domingo en la pista Arthur Ashe: hubo momentos del partido, ¡sobre todo hacia el final!, en que parecía Dios. ¿Por qué no gana Dios un partido de tenis? Porque a veces aparece una naturaleza superior que lo conoce todo mejor aún. “No hay nada en el juego de Ashe que Graebner no conozca, y Ashe asegura conocer la forma de jugar de Graebner ‘como si fuese mi canción favorita’: Ashe cree que el juego de Graebner se debe a que es un blanco conservador de clase media; Graebner cree que la forma de jugar de Ashe se debe a que es negro”, escribe McPhee.
No solo hay que ganar en los instantes decisivos: hay que saber cuáles son. A veces aparecen en un 15-15, a veces están en un 30-0 en contra. Tiene que ver con la capacidad de hacer dudar al otro, de ponerle a pensar, que es lo peor que puede hacer un tenista durante un punto. Ashe juega contra el mejor golpe de Graebner y le gana para decirle: “Puedo ganarte hasta ahí”, y reconoce él, el jugador más cortés de mundo, ser un poco arrogante.
Un mural de 1,80 de alto y 2,10 de ancho en casa de su prima reunió los 300 nombres que aparecen en el gigantesco árbol genealógico de Arthur Ashe. Preside las reuniones familiares. En cada golpe, en cada nivel del juego, está presente el carácter del que eres hoy y de los que fueron antes, y por qué lo fueron.
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