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Columna
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Palabras gastadas

La ausencia del bien común devalúa las palabras, y cuando estas se empobrecen, la complejidad se simplifica y lo sencillo se complica

Máriam Martínez-Bascuñán
DIEGO MIR

En democracia existen dos momentos políticos diferenciados: el electoral y el institucional. El primero lo domina la competencia entre fuerzas políticas y obliga a un registro comunicativo de seducción y halago a la ciudadanía, pero también de señalamiento y culpabilización cainita del adversario. Los contendientes se ven entre sí como una amenaza para el cumplimiento de sus metas, y se comportan estratégicamente: prima el interés de parte en la lucha por el poder. Pero para que el sistema funcione, ese miedo a ser desalojado o a volverse irrelevante (temor que condiciona las estrategias del momento electoral) debe dar paso a la confianza. Entraríamos, entonces, en el momento institucional.

Y ahora que la posibilidad de nuevas elecciones es real, vemos cómo los partidos rehuyen de nuevo esa etapa imprescindible donde deberían primar el bien común y la confianza. Confiar, de hecho, es estar dispuesto a exponerse desde la reciprocidad y vulnerabilidad mutuas, rehuir interpretaciones en términos de rechazo visceral y entender que todos remamos en la misma dirección. No hay cultura de servicio ni bien común cuando Casado, por ejemplo, se reúne con Sánchez como si fuera un trámite burocrático, anunciando de antemano que un acuerdo de investidura es inalcanzable.

Y aunque no lo crean, unas nuevas elecciones son lo menos grave: lo embarazoso es que nuestros líderes y sus militancias no entiendan más lógica que la electoral. ¿Cómo explicar si no que, recién celebradas unas elecciones, sigan negociando con “sus” encuestas en la mano? Quizás sea eso lo que haga imaginar a Rivera que es el líder de la oposición, pues parece que todos sus movimientos se rijan sobre la base de los diputados que le da la demoscopia, y no sobre los que de verdad tiene.

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Y nótese que he empleado la palabra “negociar”, otro término devaluado como “consenso”, “diálogo” o “gobernabilidad”, vaciados de contenido al haber desechado entre todos el objetivo del bien común. Si el interés general es una simple moneda de cambio, emplearás como Iglesias la palabra “acuerdo” para esconder lo que deseas en realidad, un ministerio, secuestrando la posibilidad de que tengamos Gobierno. Porque las palabras se gastan y pierden credibilidad cuando el lenguaje va por un lado y la realidad por otro, o cuando la ficción triunfa sobre la realidad hasta recrearla por completo, inventando conceptos vacíos como ese “Gobierno de cooperación” de nuestro taimado presidente en funciones. La ausencia del bien común devalúa las palabras, y cuando estas se empobrecen, la complejidad se simplifica y lo sencillo se complica. Todo forma parte de la misma desvitalización de la política.

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