Dos bodegones porteños
A menudo, la sorpresa no está tanto en el plato como en el marco en que lo sirven
Esta vez, la sorpresa me llega en el barrio de La Boca, en Buenos Aires, y no está en la magia que destila el rótolo de espinacas y ricota, la rotunda naturaleza de la molleja y suavidad de la morcilla a la parrilla, o en un pastel de carne y papa que trae la esencia de la mejor cocina casera. Ni siquiera viene con la ligera, crujiente, y sutil sflogliatella, o la decena de preparaciones más que fueron llegando a la mesa sin haber visto nada que se parezca a una carta, ni tener que hacer pedido. Si lo piensa bien, lo extraordinario es encontrarlo aquí, en este comedor sencillo y sin lujos que lleva 49 años ocupando el esquinazo de Brandsen y Del Valle Iberlucea, frente al campo del Boca. A menudo, la sorpresa no está tanto en el plato como en el marco en que lo sirven. Acabo de salir y ya siento que necesito volver; es una de esas cocinas que crean vínculos.
No estoy descubriendo nada. Hace tiempo que a La Boca se peregrina por dos razones: el estadio del equipo del barrio y un bodegón Don Carlos, o Carlitos, como también le conocen. Allí, con la fachada azul y amarilla del estadio como paisaje eterno, encajado entre las capillitas tradicionales del barrio por el que entraron al país la memoria y las cocinas, sobrevive la leyenda construida en 1970 por Carlos y Marta, que hoy viene a ser la de Carlos, Marta y su hija, Gabriela. Entre los tres y un ayudante hacen posible una de las ceremonias culinarias más entrañables que he vivido en mucho tiempo. No es nada fácil encontrar una cocina que nazca cada día en el mercado. Según lo que compren será lo que sirvan. A Carlos le debió ir bien con el carnicero y la mesa alterna, frituras, guisos y pastas con mollejas, matambre, morcilla y algún corte más, pasados por la pequeña parrilla junto a la cocina. El guiso del día son lentejas y a partir de ahí se va estructurando el almuerzo, aunque además hicieron lasaña y acabó llegando a la mesa. La decisión sobre qué y cuánto vas a comer es de Carlos; te marca de un vistazo nada más pasar la puerta y decide tu destino.
He vuelto a Buenos Aires más interesado por sus bodegones que por otra cosa. Era una tarea pendiente, siempre incumplida. Cada pregunta por una milanesa, un guiso popular, una parrilla de recurso o una cocinera que hiera su propia pasta de la forma primorosa que describían los viejos amigos porteños, se contestaba con evasivas que remitían directamente a la cocina de una madre, alguna suegra sobrevenida o una tía que vive en provincias. También confié en los consejos de alguna guía, para encontrar demasiadas diferencias entre la experiencia del autor y la realidad del comensal, y fui perdiendo el entusiasmo conforme se sucedían las decepciones.
El fantasma del estado casi eterno de crisis que vive Argentina va rompiendo el marco de algunas de sus cocinas. Las crisis estimulan unas y matan otras, unas veces por inanición y otras sofocadas por el instinto de supervivencia. Intentan adaptarse cambiando productos, proveedores y ejecutores, y trastocan la esencia de su sazón. La resistencia lleva a la renuncia. Don Carlos es una de las excepciones. Di con otra en Palermo. Se llama El Santa Evita y es una criatura con pocos meses de vida levantada por Gonzalo Alderete, que antes se ocupó de la salud culinaria de El Perón Perón. Es la otra cara de la moneda. La versión ilustrada y exitosa del viejo bodegón, familiar, ruidoso y cercano. Cambia el espacio y el marco de la relación con el comensal mientras redondea la propuesta. Las salteñas en horno de barro y una provoleta que acaba pareciendo un suflé, muestran lo que puede dar de sí esta cocina. Luego llegan la milanesa napolitana, sobreviviendo con nota alta a la doble cocción —primero fritura, luego horno— que acostumbra masacrar el resultado, un locro que hurga tanto en la memoria como el pastel de bondiola, o un costillar de jabalí que me tiene pensando, y confirmas el aserto: queda vida y cocina en los viejos y en los nuevos bodegones.
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