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Tribuna
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Política en la era de las redes digitales

La aparición de candidatos que ofrecen recortar los derechos humanos y el aumento de ciudadanos dispuestos a votarlos explica su éxito electoral en una retórica posfascista

Enrique Gil Calvo
ENRIQUE FLORES

No se sabe qué resulta más alarmante, si la aparición de candidatos electorales que se ofrecen a recortar los derechos humanos, como Trump, Orbán, Salvini, Bolsonaro y los caballeros de Vox, o el imparable ascenso del número de ciudadanos dispuestos a votarles, como ocurre en EE UU, Hungría, Italia, Brasil o Andalucía. ¿Estamos asistiendo al retorno del fascismo de entreguerras, conjurado por los efectos colaterales de la gran recesión y el austericidio sobre los perdedores de la globalización? Enzo Traverso lo rebate prefiriendo llamarlo posfascismo, pues los fascistas originales proponían sustituir la democracia liberal por un ordine nuovo totalitario, desfilaban con milicias uniformadas y amenazaban con tempestades de violencia purificadora. Mientras que sus epígonos actuales se presentan como pacifistas, alardean de ser más demócratas que nadie y aprovechan las urnas para normalizarse, legitimarse e integrarse. Sin embargo, el nuevo populismo reaccionario (no así el radical progresista) sí ha heredado del fascismo clásico algunas de sus retóricas más siniestras: la xenofobia, el nacionalismo, la misoginia, el desprecio por la ley, la falsificación de la realidad y el rechazo de los derechos ajenos. Y es precisamente esta retórica posfascista lo que explica su éxito electoral.

Es lo que intuyó en su día Walter Benjamin, al explicar la fascinación ejercida por el fascismo sobre las masas populares como un efecto resultante de su “estetización de la política”. Así lo teorizó en la última sección de su célebre opúsculo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), donde analizaba cómo la producción en serie de copias masivas de objetos culturales, propiciada por la fotografía, la radio, el cine o el cartel, había contribuido a destruir el “aura” de autenticidad y excelencia que hasta entonces se atribuía a las obras de arte singulares y originales, valoradas como bienes supremos de referencia que trascendían y jerarquizaban el orden social. Y en su lugar quedaban sustituidas por copias seriadas que eran consumidas por las masas urbanas sólo por sus cualidades estéticas, inmanentes y autónomas, para caer en el esteticismo del arte por el arte abstraído de la realidad social. Lo que traducido al uso masivo que hacía el fascismo de la cultura de masas determinaba la estetización de la política: con esto no quería decir que las formas de la propaganda nazi fueran artísticas sino que eran “esteticistas”, es decir, que practicaban el ejercicio del arte por el arte prescindiendo de sus implicaciones éticas y sociales. Una actuación política es esteticista cuando se recrea en su propia eficacia retórica y expresiva (es decir, en el efecto sensorial y sensacionalista que causa sobre las masas que la contemplan), abstrayéndose de los valores morales que transmite y de sus consecuencias prácticas sobre la realidad social. Una estetización de la política que para Benjamin sólo podía derivar y conducir hacia una cultura de exaltación de la guerra, entendida como más excelsa expresión de lucha política. Como en efecto sucedió.

Desde el Watergate se daba por seguro que un escándalo era la forma de destruir la reputación del adversario

Y esta estetización de la política denunciada por Benjamin es el hilo genealógico que hace descender del fascismo originario al posfascismo actual, que con su escandalosa retórica ofensiva también incurre en la misma búsqueda sensacionalista del máximo efectismo electoral, obtenido mediante la violación figurada de los valores y principios del consenso liberal. Sólo que ahora la reproductibilidad técnica de las formas culturales ya no pasa tanto por las artes audiovisuales como por las redes digitales de Internet, que también están destruyendo el “aura” de respetabilidad y autoridad moral que hasta ahora se atribuía a los líderes de opinión, a las instituciones cívicas, a las élites de los partidos establecidos y a los grandes diarios de referencia. Y en su lugar los ciudadanos consumen la propaganda electoral de forma esteticista seleccionada a partir de sus previos juicios de valor, encerrándose en esas cámaras de eco reverberante (Sunstein) que se abstraen e independizan del contacto con la realidad social. De ahí derivan las cascadas de odio e infamia beligerante que están fracturando y polarizando nuestras comunidades civiles, tras romper y destruir “sin complejos” los consensos y compromisos públicos que cimientan el orden social, como el respeto por la ley y los derechos ajenos, de los que se abjura como cobarde muestra de corrección política.

Solo que ahora ya no hablamos de estetización de la política sino de su “espectacularización”, como ya denunció en los años sesenta Guy Debord, y teorizaron después Murray Edelman o Neil Postman. Una espectacularización que convierte a los ciudadanos en espectadores de una película de buenos y malos (de héroes defensores de los nuestros y villanos al servicio del enemigo), donde ya no interesan las políticas públicas ni los programas políticos, convertidos en superfluos McGuffin de recambio. Pues como enseñó el mago Hitchcock (otro esteticista consumado y amoral), el interés narrativo de un thriller depende del temor que el villano despierte en los espectadores. De donde se deduce que cuanto más villano resulte un candidato, mayor será su potencial electoral: caso de Trump, Salvini o Bolsonaro.

Resulta que cuanto más villano resulte un candidato, mayor será su potencial electoral

Este perverso fenómeno fue rotulado por el llorado Fermín Bouza como telenovelización de la política, pues a los relatos y debates de la esfera pública se les aplica la misma plantilla formal que a los seriales televisivos y los programas del corazón, donde lo que cuenta no son los hechos y las razones de los antagonistas sino las pasiones de amor/odio que los enfrentan. Y dada esta conversión de la democracia en reality show, lo que pretende la telenovelización es hacer de cada lance político una piedra de escándalo, de modo que los espectadores se dejen invadir por la indignación moral contra el adversario, convertido en enemigo del pueblo por el discurso infamante de sus contrarios. De modo que la telenovelización se traduce en la aún más perversa escandalización, pues como denuncia Castells, la política del escándalo es hoy la pieza angular de la lucha por el poder.

Desde que el caso Watergate derribó al presidente Nixon, se daba por supuesto que montar un escándalo era la forma más segura de destruir la reputación del adversario, contra el que se despertaba una unánime oleada de indignación popular. Pues bien, en la actual fase de escandalización política, esto ya no es así. Ahora por el contrario surgen nuevos líderes que se presentan como antihéroes inmunizados contra el escándalo que ellos mismos provocan, pues sus escandalosas actuaciones no destruyen sino que potencian su reputación electoral. Y el gran prescriptor de esta perversa escandalización política es el presidente Trump, a quien puede aplicarse el título español de un conocido melodrama de Hollywood (Home from the Hill, Minnelli 1960): Con él llegó el escándalo. Y lo hizo para quedarse.

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Acaba de publicar el libro Comunicación Política.

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