Javier Bardem y el mal

La utilidad del cine y la literatura consiste en parte en que nos muestran la complejidad inabarcable de lo que somos y nos enseñan a manejarla

EN UNA entrevista publicada en este suplemento, Javier Bardem reflexionaba acerca de su repetida experiencia de interpretar malvados: “Debes olvidarte de ti para buscar el alma del otro, y ese trabajo te ayuda a no enjuiciar fácilmente a la gente porque estás obligado a entenderlos”.

¿Qué quiere decir Bardem cuando dice que su trabajo le obliga a entender y no juzgar? ¿Que, para poder interpretar al salvaje asesino de ...

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EN UNA entrevista publicada en este suplemento, Javier Bardem reflexionaba acerca de su repetida experiencia de interpretar malvados: “Debes olvidarte de ti para buscar el alma del otro, y ese trabajo te ayuda a no enjuiciar fácilmente a la gente porque estás obligado a entenderlos”.

¿Qué quiere decir Bardem cuando dice que su trabajo le obliga a entender y no juzgar? ¿Que, para poder interpretar al salvaje asesino de No es país para viejos, al ciberterrorista rubio de Skyfall o al Pablo Escobar de Loving Pablo, se ha visto obligado a justificar sus crímenes, a relativizarlos, a pensar que los canallas que ha interpretado no son tan canallas como creemos? Por supuesto que no. Entender no significa justificar; significa, de hecho, todo lo contrario: dotarse de los instrumentos necesarios para no incurrir en los mismos errores. Eso es lo que hacen el gran cine y la gran literatura, y es una de las razones por las que el cine y la literatura pueden ser, además de entretenimientos, artefactos de utilidad moral, es decir práctica, y por ello radicalmente antimoralistas. Cervantes nos permite entender en el Quijote cómo un loco de remate puede estar a la vez completamente cuerdo, igual que nos permite entender Dostoievski, en Crimen y castigo, cómo un joven intelectual se convierte en un asesino, o Nabokov, en Lolita, cómo un culto y refinado erudito es a la vez el atroz violador de una niña; y gracias a El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford, es posible entender cómo se corrompe un abogado idealista y defensor de la ley, y cómo en un vaquero que no acata más ley que la de la violencia se esconde el hombre más noble del mundo, del mismo modo que gracias a Ford Coppola y El padrino entendemos que un muchacho decente puede acabar erigiéndose en un patrón del crimen organizado. Interpretar el Quijote como una apología de la locura (o de la cordura), Crimen y castigo como una apología del asesinato, Lolita como una apología de la violación infantil, Liberty Valance como una apología de la violencia y El padrino como una apología de la mafia no sólo demuestra la completa idiotez moralista de quien hace tales interpretaciones; también desactiva el profundo sentido moral de esas obras. Porque no basta con denunciar el mal: hay que combatirlo; y la única manera de combatirlo es entenderlo, es decir, tratar de cartografiar el laberinto inextricable de lo humano. No basta con repetir, digamos, que Adolf Hitler era un monstruo, cosa que saben hasta los niños; lo que hay que hacer es preguntarse cómo es posible que un oligofrénico como él, rodeado de una banda de oligofrénicos parecidos a él, sedujera a uno de los países más cultivados de la tierra, y a medio mundo. Sólo si apareciera un Cervantes o un Ford capaz de contestar a esa pregunta tan compleja (mejor dicho: capaz de formularla de la manera más compleja posible, que es lo que hacen las grandes novelas y películas), empezaríamos a disponer de los conocimientos necesarios para desactivar la posibilidad de que algo semejante a Hitler vuelva a ocurrir. No soy tan ingenuo como para pensar que así vayamos a evitarlo; digo que sólo así empezaremos a tener alguna posibilidad de evitarlo, del mismo modo que sólo puede evitarse que una bomba estalle si existe alguien capaz de entender su mecanismo, y por tanto de desactivarla.

En eso consiste en parte la moral profunda, la verdadera utilidad de la literatura y el cine: en que nos muestran la complejidad inabarcable de lo que somos y por tanto nos enseñan a manejarla, en que nos ayudan a entender el mal (el mal que está fuera y, sobre todo, el que llevamos dentro) y por tanto nos proporcionan armas con que combatirlo. Pero esa magia sólo surte efecto si, ante el mal, el lector o espectador opera con la misma valentía con que, según Bardem, opera el actor: olvidándose de sí mismo, suspendiendo el juicio, teniendo el coraje de entender. El lector o espectador que se acobarda y renuncia a entender renuncia a lo mejor que pueden ofrecer la literatura y el cine; el escritor o el cineasta, también, pero además se convierte en cómplice del triunfo de la estupidez. 

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