Bares de Castilla
La crisis catalana se vive en Retuerta igual que la Semana Santa: con distancia y sin apasionamiento
El pueblo de Retuerta se anuncia desde un alto de la carretera que va de Covarrubias a Santo Domingo de Silos, al fondo de un valle que hoy se ve verde y a la orilla de un meandro del río Arlanza. Dice el censo que tiene 62 habitantes, pero hacia el principio de la primavera quizá sean la mitad, el doble en verano.
La despoblación comenzó aquí en los años 50, alentada por la construcción de un pantano que habría de cubrir el pueblo, y que finalmente nunca se hizo. De su puñado de casas de piedra y adobe un buen número están en ruinas y otras tantas abandonadas.
En esta España descreída, la iglesia ya es sólo la casa de las cigüeñas, y el bar es el único hacedor de comunidades cohesionadas. En la última cantina de Retuerta se reúnen tras el trabajo, aún con el mono de faena, los parroquianos de siempre. Al fondo, la televisión da cuenta de las novedades del procés, que apenas suscitan algún comentario. La crisis catalana se vive aquí igual que la Semana Santa: con distancia y sin apasionamiento.
Una realidad que contrasta con cierta lectura habitual del conflicto territorial, representado como un choque de dos nacionalismos de signo opuesto: uno catalán, edificado sobre la pujanza económica de Cataluña, sobre su proximidad a Europa y sobre la singularidad de su cultura e idioma; y otro español, encarnado en la nación castiza, en la presunta hegemonía cultural castellana y en su lengua imperialista. También en su destino arcaico, en su ausencia de sofisticación y su excepcionalismo antiilustrado.
Sostener que Castilla constituye hoy el polo hegemónico y trasnochado de la nación común sólo puede tener una explicación: que los promotores de esta idea hace mucho tiempo que no visitan la ancha Castilla, al menos más allá de sus coquetas capitales de provincia, reservas estáticas de un bienestar sencillo y sin pretensiones.
Mientras las aventuras europeas de Carles Puigdemont y su Govern ocupan portadas y abren telediarios, la Castilla culpabilizada, desprovista de orgullo y de una identidad que no añora, sigue escribiendo silenciosa su historia de éxodo. Y aunque el reto demográfico se presenta como uno de los mayores de la próxima década, Castilla sigue fuera de la agenda.
Su patrimonio centenario languidece en iglesias cerradas, las calles de sus pueblos no ven pasar a nadie durante el invierno, los jóvenes se han marchado, los consultorios médicos se baten en retirada y cada septiembre abren menos escuelas.
Los que quedan se reúnen en los cafés que aún resisten: sólo los bares sostienen hoy a los olvidados pueblos de Castilla. En esa querencia por los figones, tal vez sí, España lleve la impronta nacional castellana.
Aurora Nacarino-Brabo es asesora de Ciudadanos en el Congreso.
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