También es la economía, estúpidos
La RAE no tiene la culpa. El diccionario no decide el significado de las palabras; lo recoge
La RAE no tiene la culpa. El diccionario no decide el significado de las palabras, lo recoge. Sus definiciones son decantaciones de la vida, un destilado de sus ecos. No son estipulativas, como en la ciencia, que nos precisan e imponen el significado. Los científicos, cuando introducen un concepto (triángulo, átomo, consumidor) no hacen sociología. Definen el nuevo a partir de otros definidos previamente. Triángulo, a partir de polígono: un polígono de tres lados. El concepto no tiene otro significado que el fijado por la definición y cuando se utiliza en una teoría, que para eso sirven las definiciones, cualquier cosa que la teoría afirme se referirá únicamente a las entidades que cumplen los requisitos que precisa la definición.
El diccionario es otra cosa. Allí no hay jerarquía conceptual. Las palabras se iluminan unas a otras, simultáneamente, como las piezas de un rompecabezas. Uno entra en ellas como entra en la vida, con el juego ya comenzado. Un juego cuyas reglas aprende con el uso. Nadie manda. Cosa del pueblo, esta vez sí, que quiere entenderse. Porque utilizamos las palabras para entendernos. Son convenciones en sentido estricto, esto es, pautas compartidas que persisten porque a nadie le sale a cuenta unilateralmente cambiar su significado. No puede. Como conducir por la derecha. Nos interesa conducir por la derecha mientras los demás hagan lo mismo. Es un equilibrio de Nash. En algún momento, por lo que sea, se recala en una convención y luego la vida sigue, incluso prescindiendo del sentido inicial. No es una imposición del sistema que conduzcamos por la derecha. No hay otro significado que el que determina el uso. No defendemos el cristianismo por despedirnos con un “adiós” o por decirle de alguien que es un “viva la virgen” y, aunque detestemos el boxeo, recomendamos a nuestros seres queridos que “no bajen la guardia ante los golpes bajos”. Nos sucede con esas expresiones como con el encendedor del coche, que para muchos es solo el cargador del móvil.
En los hablantes se impone la ley del mínimo esfuerzo, la propensión a la brevitas que expuso Sánchez de Brozas en 1587 y sistematizó Zipf en 1949. Preferimos Pepa a Josefa y Edu a Eduardo. Y desde luego, pocos de los que comienzan sus discursos con un “ciudadanos y ciudadanas” siguen con un que “estáis cansados y cansadas de ser engañados y engañadas”…. Rigen la economía y las necesidades prácticas.
En la realidad hay machismo, racismo y mil indecencias más. También insultos y metáforas políticas, tramposas y mal intencionadas, que deben combatirse, pero sin descuidar que cambiar de palabras no cambia la realidad como cambiar el nombre de una enfermedad no cura. La RAE, si acaso, nos recuerda lo que somos. No se dedica a los conjuros. Va, y tiene que ir, detrás de la vida. Y va, y tiene que ir, despacio. Pero yo, cuando tengo alguna duda, tiro de Google y elijo por la opción con más entradas. El vulgo y el uso, que decía Cervantes. El pueblo empoderado.
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