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Tribuna
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La trampa de la mediación

Nadie que realmente cuente dentro de la comunidad internacional apoya la independencia de Cataluña

Carles Puigdemont, expresidente de la Generalitat, durante una de sus recientes intervenciones en Bruselas.
Carles Puigdemont, expresidente de la Generalitat, durante una de sus recientes intervenciones en Bruselas. Yves Herman (REUTERS)

Los que hemos tenido que tratar con situaciones políticas parecidas a la que actualmente se produce en Cataluña conocemos bien los peligros de todo tipo que acechan. De los tres casos en los que estuve trabajando, uno acabó en guerra civil y los otros dos en la discriminación (cuando no persecución) de los no nacionalistas, además de un empobrecimiento general en términos económicos. Es por ello, aunque no solamente, por lo que estoy vacunado contra los nacionalismos y soy un fervoroso defensor del concepto de ciudadanía y de los derechos civiles.

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Analizando la situación catalana desde que Artur Mas decidió apostar por el “clamor de un pueblo en busca de decidir su propio futuro” allá por 2012, todo apuntaba a que el nacionalismo (en sus diferentes versiones PDeCAT, ERC y CUP) iba ganando la batalla, en particular la batalla de la propaganda. En parte por la inacción del Gobierno español en ofrecer alternativas y soluciones políticas, en parte por determinados posicionamientos de los partidos estatales dirigidos a la obtención de réditos electorales, el nacionalismo en Cataluña fue imponiendo su marco de referencia tanto a la propia población catalana como en el debate político: su propio lenguaje (conflicto, violencia del Estado, derecho a decidir, democracia es votar, legislación versus legitimidad democrática); ventajas de la independencia (aun cuando la gran mayoría no son ciertas) tales como la permanencia en la UE, “dividendo fiscal” de 16.000 millones de euros, mejores pensiones, menor paro, doble nacionalidad, etcétera; presentarse como el que quiere dialogar y negociar frente a la cerrazón del Estado español; alzarse como único representante de todo el pueblo de Cataluña (y los que no lo aceptan son tildados de traidores o malos catalanes); en resumen, luchando contra un enemigo exterior de donde provienen todos los males (España).

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Sin embargo, después del sí pero no de la declaración unilateral de independencia y de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, el nacionalismo se ha visto confrontado a una realidad irremediable: nadie que realmente cuente dentro de la comunidad internacional para legitimarla (reconocimiento) les apoya. Una soledad casi absoluta, con la excepción de compañeros de viaje a evitar (Maduro, Liga Norte, parte del nacionalismo flamenco,...). Y es que, aparte de la cuestión fundamental de la ruptura del Estado de Derecho y, por tanto, la contravención de uno de sus más sagrados principios, la UE no la puede aceptar por el impacto que podría tener como ejemplo a seguir en otras regiones europeas y las consecuencias que se derivarían, a largo plazo, en términos de gobernabilidad tanto de la misma Europa como de dichas regiones y, a corto y medio plazo, en términos económicos y de seguridad frente a los retos globales (luchas contra la delincuencia y el terrorismo, cambio climático, etc.).

Por otro lado, al haber llegado tan lejos en su reto al Estado de derecho y, por lo tanto, con unas perspectivas personales nada prometedoras una vez han fracasado en su empeño (lo que supondrá con toda probabilidad su enjuiciamiento y condena por delitos contra el orden constitucional), los principales dirigentes del nacionalismo se ven compelidos a buscar soluciones alternativas.

Los nacionalistas luchan por una causa antigua, a destiempo de los tiempos modernos

Es en este contexto en el que hay que comprender la petición inicial de mediación por parte del presidente Puigdemont y su actual actitud de reproche hacia la UE y la comunidad internacional en general por no intervenir en “su presunto conflicto” entre Cataluña y España. En realidad, un signo de debilidad en sí mismo, ya que cuando solicitas una mediación expones claramente tu situación de inferioridad o incapacidad para imponer “tu propuesta”. Si ves que puedes ganar con tus propios medios, no pides mediación.

En un principio, una mediación puede parecer procedente e, incluso, necesaria para allanar el camino hacia una solución en situaciones en el que las partes enfrentadas y en permanente empate sean incapaces de negociar una salida. Sin embargo, en el caso actual, las consecuencias de la mediación, sobre todo internacional, supondrían: primero, conseguir un estatus de igual a igual al adversario, con lo que se diluiría la legitimidad democrática de la ley española preexistente frente a las leyes aprobadas por el Parlamento catalán (y anuladas por el TC); segundo, lo más probable, hacer tabla rasa del pasado y, por lo tanto, condonar todas las acciones “delictivas” cometidas contra la legislación originaria española (sobre todo cuando no se han producido delitos de sangre); y, tercero (en cuanto al fondo), en el peor de los casos, obtener un punto intermedio entre las dos posiciones, es decir, como mínimo un referéndum con todas las garantías legales. Un éxito para el nacionalismo en toda regla.

En cualquier caso, si bien el nacionalismo parece, incluso a día de hoy, haber ganado la batalla de la propaganda ante una parte importante de la población catalana, tiene perdida de antemano la batalla de la historia: una integración europea sin fronteras donde los ciudadanos son iguales ante la ley. En el fondo, luchan por una causa antigua, a destiempo de los tiempos modernos. Y olvidan que obtener la independencia contra el Estado (democrático) del que formas parte si no tienes, al menos, una mayoría aplastante (70%) es poco menos que imposible. Si no es así, lo más probable es el conflicto civil, el mayor fracaso colectivo al que puede verse abocada una sociedad.

Víctor Andrés-Maldonado es licenciado y MBA por ESADE. Fue funcionario de las instituciones de la UE de 1986 a 2012.

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