Dichosa exclusividad
Acudir como invitado a Soho House Barcelona es toda una experiencia, sobre todo si no te dejan entrar
La penúltima vez que no me dejaron entrar en un sitio fue en la discoteca Don Chufo a principios de los setenta, por no calzar Sebagos; lo achacaba a que aún estaba vivo Franco.
La última fue el jueves, cuando me cerraron el paso en la recepción del exclusivísimo de la muerte Soho House Barcelona, lugar que se vende como la apoteosis del tan actual concepto de aquí no entras porque no quiero, qué pasa. La verdad es que desde lo de Don Chufo yo no me acerco a sitios donde ponen muchas trabas para entrar, a excepción del pasadizo secreto de la tumba del faraón Seti I o la cueva de Altamira, que valen el esfuerzo. A Soho House, que muestra en qué se está convirtiendo esta ciudad, antaño cabal, fui porque me había convocado para comer una conocida editora y amiga que es socia de ese club (nadie es perfecto). Como uno es un caballero, llegué el primero. Craso error: un chico y una chica muy guapos y estilosos que atendían me informaron con displicencia y tuteándome que, pese a tener mesa reservada, debía aguardar a mi anfitriona allí en la recepción, quietecito y sin molestar. Como eso no me lo ha hecho ni el club de la caballería británica en Picadilly (Cavalry & Guards Club), donde me acompañó hasta le mesa un ujier e incluso me sirvieron un oporto mientras esperaba a un coronel de húsares de la reina, decidí ir a dar una vuelta.
Al volver, la editora ya había entrado, había sido informada de mi (no) presencia y había subido al restaurante que por lo visto (no por mí) está en la terraza y es muy guais, como, por otro lado, todo lo que alcancé a discernir en mi breve y emocionante visita. Ni corto ni perezoso me dirigí hacia el ascensor, pero entonces me cerraron otra vez el paso: no podía entrar sin la compañía de un socio. Pensé que era una broma, y hasta les mostré la pulsera del Sónar, que conservo porque me trae buenos recuerdos y en el chip monedero aún guardo una pasta. Nanay, pavo. Me miré de arriba abajo y no vi nada que pudiera molestar, incluso llevaba las Rayban y una bonita camisa de On Land (ojalá hubiera ido así aquel desgraciado día en Don Chufo). Argumenté que si yo había preguntado por la editora, y ella por mí, debía estar claro que teníamos una cita. Pues no. “No tenemos porqué saber que eres quien dices”, adujo el chico con retranca. Estuve a punto de sacar a colación que soy columnista de ICON, pero entonces pensé que a lo mejor habían leído algún artículo mío, como el de Larga vida a las camisetas cutres, y me pareció mejor dejarlo correr.
Se ve que el procedimiento estándar consiste en que el socio debe bajar a recoger a su miserable invitado para que le quede bien claro a éste de qué va la privilegiada cosa. Los responsables del lugar consideran que semejantes normas y otras arbitrariedades que no señalo porque parecería que fantaseo le otorgan una “mística”. Pues que les aproveche mucho. Les dejé allí a todos con su dichosa exclusividad y me volví a marchar pensando en que, parafraseando a Groucho, nunca sería socio de un club en el que fuera tan gilipollas entrar.
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